POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
Al escribir estas líneas, el niño que he sido y que ya irremediablemente he dejado de ser, quiere asirse a la cuerda longa y angosta de la cometa que sus recuerdos infantiles hicieron volar y llamarte ¡Padre! muy fuerte, para que cuentes, hoy como ayer, los cuentos interminables y las anécdotas que tú y sólo tú sabías contarme. ¡Vivencia y sentencias de un padre ido! ¿Quién no querría escuchar de nuevo?
Ahora, con tu perenne recuerdo a solas, siento el más profundo pesar y maldigo al tiempo que te llevó con él, mas a la par sé que susurrante, casi inaudible para los demás, tú vuelves a estar junto a mí en la orilla de la playa.
Y tú, Padre mío, navegas sobre la espuma blanca y vigorosa de las olas, que al rompiente van entre verdinegros riscales. Tú, mi pasado sereno, como las calmas otoñales, depositan lánguidamente en mi pluma aquellas leyendas e historias que por mí quieres volver a relatar.
¡Mar inexpugnable y profundo! Desde los fondos más inaccesibles deja hablar a su voz grave y profunda. Hoy te siento como siempre amante del litoral, siempre deseoso de estar junto a la mar.
Decías con frecuencia y a manera de parábola evangélica: ¡Ah, mi hijo, me gusta sobre todo la mar! y explicabas que había un pobre agricultor que, al poco tiempo de nacer, abrió sus ojos y al querer mirar a través de la única ventana de su casa, observó un árbol endeble brotar, al pasar el tiempo y sentirse morir, desde su lecho volvió a mirar a través de ella y sólo contempló el tronco ancho y rudo del mismo árbol y pensó: Siempre el mismo hasta el final, él se queda mientras yo parto para no volver jamás”.
¡A mí también, Padre, me gusta tu mar! Porque cambia y a la vez, permanece. Nadie puede conocer sus secretos, pues celoso de ellos los guarda en toda su inmensidad; y generoso también, jamás impide ver el horizonte. Sí, aquél, el del más allá, en donde tú estás.
Cuántas tardes y noches, a solas contigo y junto al mar me contaste como era ese paisaje, que la vorágine constructora había mutado. Mi mente de niño fantasioso seguía tu relato hasta llegar por la varita mágica de tus sonoras palabras a la playa de antaño. Y como siempre, en tu profunda humanidad, que todo lo disculpaba, terminabas diciendo: Bien está que así sea, pues todos deben disfrutar de la grandiosidad del espectáculo de la Mar y el Sol.
Por ello, al tomar la pluma para escribir unos retazos de nuestra historia, quise comenzar llamándote a mi lado, pues sólo es mi deseo servirte de pasante, y que tus recuerdos sean míos para volver a revivir tiempos pasados, cuando yo, aún niño, te oía boquiabierto y expectante. Así me lo contaste y así lo cuento ahora yo.
Tiene el municipio de Telde una cadena de playas todas ellas bien distintas, las más arenosas, y las otras, puro pedregal. Sus nombres jalonan esa costa apacible y ondulante del este de la Gran Canaria: Playa de Jinámar, Bocabarranco, San Borondón, La Garita, Hoya del Pozo, El Hombre, Las Cuevas-Taliarte, Melenara, Las Clavellinas, Las Salinetas, Hullero o Huyero, Silva, Agua Dulce, Tufia, Ojos de Garza y Gando. Para un municipio de sólo 101 kilómetros cuadrados, no está nada mal.
Telde, cuyo paisaje desciende suavemente desde los altos riscales que coronan la caldera de los Marteles a las orillas del sonoro Atlántico, debe mucho a sus playas.
Nosotros, por razones obvias que pasamos a explicar, nos detendremos en Melenara y sus alrededores. Y lo hacemos porque allí tuvieron lugar nuestros veraneos y la familiaridad de sus negras arenas nos hacen más fácil el relato.
No debe nadie sentir a su playa menospreciada. Todo lo contrario, extrapole a la suya cuantas cosas aquí quedan dichas y podrán comprobar como no hay tanta diferencia entre los diversos veraneos de este variopinto conjunto que forma el litoral teldense. Pero hagamos un poco de historia…
Dicen nuestros antiguos cronistas que ya en el siglo XVI no había mareante en los puertos de Palos de Moguer, Sevilla, Cádiz, Génova o Amberes que no elogiase la quietud perenne de las aguas verdinosas de Melenara. Por ello no debe sorprendernos que el almirante inglés Sir Frances Drake escogiera este lugar privilegiado para desembarcar a la soldadesca en busca de una charca o manantial de agua potable.
¡Caro precio tuvo tal osadía! pues los pastores que habitaban estos parajes se precipitaron sobre ellos lanzándoles piedras y rematándoles con fuertes golpes de toscos palos. Tal hazaña fue gloriosamente contada, algo más tarde por Lope de Vega, el cual escribió en sonoros y hermosos versos lo que había sido algo más que un trueque de sangre por agua.
“Unas leguas corrió más adelante…
Determinase a hacer agua bastante,
Y veinte ingleses pone en la campiña
Que llaman los isleños Melenara;
Pero vendiose el agua allí muy cara.
Que ciertos ganaderos que a sus dueños,
Guardaron más el agua que las reses.
Ya con tejidas hondas ya con leños,
Como troncos de pino y cipreses,
Prueban los brazos rústicos los isleños
En los soldados míseros ingleses
Como ministros de la yunque en fragua.
Haciéndoles llevar la sangre por agua.
…Y allí se vió que al final de tantos robos
Mueren a manos del pastor los lobos;
Como suele quedar después que ha sido
Acabada la fiesta de los toros,
Este desjarretado, aquel tendido
Vertiendo sangre los abiertos poros,
Ansí en el campo el escuadrón herido
Miraba el vencedor riendo a coro;
Porque de veinte a los catorce tienden;
Y de seis que quedaban, los tres prenden.
Que los heridos se arrojan luego
De aquellos riscos el tormento eterno,
que aún en la mar vencidos se dan fuego,
Y se van a gozar el del infierno.
El Drake entonces de coraje ciego,
No le sonando muy alegre y tierno
De los canarios el presente canto,
Arrojóse a la mar trocado en llanto”.
Ya en los siglos XVII, XVIII y XIX se habla en numerosos escritos testamentares de el camino que va hasta Melenara, señalándose que es lugar de pastoreo para el ganado caprino y ovino.
Pero, desde mucho antes queda cumplida constancia en los libros de cofradías de la existencia de gentes de la mar en este término municipal. Estas gentes vivían, por entonces, en el barrio de Los Llanos de Jaraquemada, hoy San Gregorio, y sus casas se alineaban a ambos lados de la antigua calle de los Marinos en las inmediaciones de la actual María Encarnación Navarro. Aún hoy los ancianos del lugar la siguen denominándola en su forma primitiva.
Estos lobos de mar, junto con sus familias, bajaban andando o a lomos de bestias todos los años, al menos dos veces, para hacer su temporada. En esas fechas se hacían a la mar para extraer de día y de noche toda suerte de pescados, los cuales, limpios de vísceras, se secaban al sol y salaban para su posterior venta en las improvisadas lonjas de la plaza de Los Llanos.
Cada año, llegado el mes de noviembre, todas esas familias se daban cita en la pequeña y angosta ermita de Nuestra Señora del Buen Suceso y San Gregorio Taumaturgo, y con grandes muestras de afecto hacia la graciosa Virgencita, la sacaban en procesión a hombros y descalzos, llevando a la venerada imagen a la su calle de los Marinos. El lugar había sido adornado con arco de palmas y flores desde las primeras horas de la mañana; también era costumbre disponer pequeños altares en las entradas domésticas a fin de hacer altos en el camino para descanso de la Divina Señora. Fue por tanto Nuestra Señora del Buen Suceso la primera patrona de nuestros marinos. Hoy sigue esperando los exvotos de sus feligreses que, en forma de pequeños barcos eran colocados a los pies de la imagen, en el nicho central del altar mayor de la iglesia neoclásica de San Gregorio.
A comienzos del presente siglo, nuestra Vega Grande conoce el inicio y posterior pujanza de un nuevo ciclo agrícola debido, esta vez, al cultivo del plátano. Era necesario un puerto artificial, en donde los barcos cargaran la verde mercancía rumbo al Puerto de la Luz y de allí a Liverpool o Londres. Por esa razón se concluyeron rápidamente las obras del hoy ya deteriorado malecón de laja azul.
La estampa playera de Melenara, a principios del siglo XX está contenida de manera admirable en estos versos de Montiano Placeres Torón:
“Melenara ha perdido su primitivo encanto,
¿Qué fue de sus barracas? ¿Qué de sus pescadores?
Al contemplarte ahora. ¿Por qué viene a mí el llanto?
¿Dónde están, playa amiga, tus perdidos amores?
Ni barrancas ni barcas, menesteres del pobre…
— ¿Hacia que mundo, loca, la humanidad camina?
Los banqueros no quieren las monedas de cobre
cegados por el brillo de la libra esterlina;
porque ahora una fuerte casa de Liverpool
hasta la playa amiga el comercio se ha extendido.
Y, presto, ha levantado frente a la mar azul,
un almacén enorme a la roca adherido.
Hoy tiene Melenara, tras muchas dilaciones,
estrecha carretera que costeó el Estado;
y pronto tendrá muelle; —lo dijo el Diputado
aquella vez que estuvo en tiempo de elecciones…
Diariamente los carros, de carga portadores,
—tomates o bananas— en infernal vaivén
hasta la playa llegan… Los pobre pescadores
en sus hombros la carga llevan al almacén…
El barquero más viejo de la playa, tendido
de un irrisorio muro a la sombra imposible,
ve el trajín de estos hombres, que, ha poco tiempo, ha ido
a su mando, en la barca, ya como él inservible…
Y ahora aquí mismo, todos, con afán, impacientes,
y cual si fuera una declaración de guerra,
unas horas al día, mirándole, insolentes,
junto al mar trabajaban en cosas de la tierra…
Y luego que hacia el pueblo partió el último carro,
y el almacén, ahíto, cerró su portalón,
encendieron algunos su pipa o su cigarrillo
y los demás sus penas anegaron en ron…”
Fue entonces cuando las familias de los marineros teldenses se decidieron a fijar su residencia en las negras y gruesas arenas de esta playa, utilizando para ello restos de los embalajes de la maquinaria del puerto, redes inservibles y cascos viejos de barcas cargadas de años.
Cuando los ojos de quien esto escribe despertaron a la vida, el poblado marinero ya ocupaba gran parte de la superficie de la playa. Su calle o callejón principal se denominaba de forma burlesca Triana. Los viejos con cachorros calados hasta las orejas o boinas ladeadas y pitillos Mecánicos apagados entre sus labios hablaban de las faenas del día al tiempo que sus gruesas y encallecidas manos cuidaban de remendar las largas redes yacentes sobre la arena. Junto al muelle, inútil ya para cualquier cosa que no fuera azocar el lugar, languidecían las barcas tumbadas sobre uno de sus costados. Eran barcas con nombres muy singulares que hablaban de amores, fidelidades o devociones. Todas ellas evocaban las más bellas cosas o las personas más queridas: María del Carmen, María del Pino, María Dolores, Amistad, San Pedro, Fátima…
Otra alma sublime, atormentada por el dolor de su cuerpo enfermo, la del también poeta Ricardo Placeres Amador dejó para deleitar nuestros oídos estos versos sencillos y profundos, nostálgicos y vivenciales:
“¡Oh, playa amiga de Melenara
mudo testigo de aquellas noches,
que a la sombra de tus viejas barcas
dormí varias veces con unos “roncotes”.
sobre viejas y deterioradas sacas
y de almohadas unos barrotes.
Aún recuerdo mi olvidada playa
aquellas horas y felices días,
cuando siento rasquear una guitarra
al compás de malagueñas o folías
y triste veo pasar en caravana
todas mis ilusiones perdidas.
Oh playa para mí no volverá
el pasado que añoro todavía,
pero sí para mi frívola guitarra
volverá a soñar como solía,
que en un rincón está olvidada
vieja sin cuerdas y carcomida…
Y si volviesen los pasados días
con sus tradicionales fiestas,
volverían para ti las alegrías
y para mi aumentarán las tristezas
porque tu pena, no es la mía
Tú no tienes corazón; Estás hueca y vacía
¿Y qué se ha hecho de tus barcas
que no se hacen a la mar?
¿Y qué del almacén
que estaba a tu orilla y no está?
¿Y qué se ha hecho de tu “muelle”?
¡Se lo está tragando el Mar…!”
Llegado a este punto me asaltan los balsámicos olores a la mar, al salitre y a los verdes riscos, que compiten con la luz y el color límpido y sereno del cielo y las aguas de esta playa de mis recuerdos y nostalgias… Veranos pasados en las cálidas arenas de Melenara y Las Salinetas, distanciados hoy por los años vividos.
Hace ahora cincuenta o sesenta años todo era bien distinto. Pocas casas y mucha tierra, barrancos llenos de aulagas y tarahales con guijarros que invadían la propia playa cuando el invierno venía lluviosos y frío.
Los veraneantes de entonces eran muy selectos, ya que sólo aquellos que disponían de cierta fortuna podían mantener o alquilar casa junto al océano. Algunos terratenientes, como don Amaranto Martínez de Escobar, tenían la suerte de contar con casa y ermita de Nuestra Señora de la Salud en medio de su frondosa finca de las Salinetas; y junto a un viejo pozo, una hermosa edificación para resguardar a las barcas de recreo; algo más distante, un pequeño embarcadero o muelle completaba ese derroche aristocrático.
Salinetas siempre fue de piedras, su arena sólo asomaba en las mareas bajas; sus casas, singulares, todas ellas con terrazas amplias y azocadas. Las niñas de Jiménez, las Alonso, las Pérez de Azofra, los Espino, los Suárez, las Blanco Jardín, las Monzones-Mayor, las Ramírez… Todas saben de las delicias de sus aguas, de pamelas al viento, de excursiones a por marisco, de rosarios en las rocas etc. El también poeta teldense Luis Natera Mayor, que veraneó en esta playa a lo largo de su vida, dejó escrito este bello soneto:
Salinetas
Lo mismo que los ojos y las manos
Forman parte del cuerpo y van con él,
Lo mismo que el pintor usa pincel
Y proyectan sus sombras los humanos
En el largo camino del temblor,
Lo mismo- digo- que la noche es fría,
Es oscura esta arena y es tan mía
Como los arrebatos del amor.
Esta playa posee mi propia luna,
Cada ola es mi vida y cada tarde
Cobijo de mi piel y mi fortuna.
Y así ha de ser, sin que haga de ello alarde,
Porque es para el bebé siempre la cuna
y para el hombre entero el mar que arde.
Bajaban los veraneantes después de San Juan y permanecían en la playa, los que más, hasta unos días antes del Cristo. El trayecto de algo más de cuatro kilómetros se hacía en bestias, las unas propias, las que más, alquiladas a Maestro Bartolo, Panchito Alemán, Agustín de la Vieja o a Casimiro. Con la fresca de la mañana se partía de Telde, los niños alborotados sobre las burras o mulas, los más pequeños dentro de cestas pedreras balanceándose a ambos lados de la albarda.
Tinajas, lebrillos, calderos y catres de cuatro vientos, especie de cama con patas en forma de tijera y lona en medio. Había que portar todo, pues las casas de veraneo no tenían ajuar. Sus paredes desnudas esperaban cada año a ser encaladas de blanco las unas, añil y morado las otras. En los paramentos sólo colgaban algunas caracolas, viejas cañas de pescar y cometas estropeadas con rabos de trapo…
Tan pronto se divisaba la playa, las bestias apresuraban su cansino caminar. Y llegados se bajaba el pescado salado, los higos pasados, el conejo en salmorejo, las papas con polvo de guardar, los candiles y las luces de carburo, las almendras y las nueces, la carne de “cochino” en sal, las olorosas aceitunas…
El agua potable también debía ser portada a lomos de bestias, pues la que manaba en las playas, en pozos situados cerca del mar, era muy salobre y las guardaban en los aljibes. Restos de la lluvia invernal, no debían tomarse, aunque previamente fueran tratados con piedras de azufre o cal. Las que llamaban aguas marchanas sólo servían para purgarse.
En las Clavellinas empezaron a edificarse algunas casas. Maestro Pancho Ortega hizo tres: la suya, la de don Fernando Rodríguez y la de don José Blanco.
Y en Taliarte, pequeñas y longas había otras edificaciones, mas destacaba sobremanera la Estación de Telégrafos, edificio de nobles proporciones que prolongó su silueta fantasmagórica hasta que en los años setenta fue demolido. De él dos grandes torres partían con grueso cable hacia el noroeste.
En la superficie amplia de Melenara corría por entonces todas las mañanas el caballo blanco de don Fernando Rodríguez. Esta jaca, veloz sin igual, tenía un trotar elegante y digno del mejor equino visto por estas latitudes. Su dueño, hombre fuerte de excelente humor, a casi todo contestaba con un expresivo ¡Válgame Dios! De él se cuenta que, deseoso de darse los baños señalados por su médico de cabecera, se introdujo en el mar y al comprobar las bajas temperaturas del agua, comentó: Dicen que los baños deben ser pares, pero los míos se quedan en nones. Salió del mar y no volvió a él en toda la temporada. Amigo del juego de las cartas, llegó a tener un buen equipo de zanguistas junto a los barquillos, es decir, en la zona donde estos estaban varados.
Ahora, al recordar a quienes en el disfrute de la playa nos precedieron, quiero traer hasta estas páginas a un grupo de amigos conocidos por los del Gaviotero. El lugar denominado así se encontraba al pie de la casa del ya comentado Maestro Pancho Ortega. A todos ellos los conocí yo, aunque era aún un niño cuando dejé de frecuentar el lugar. Hoy, y de memoria, traigo aquí sus nombres grabados perennemente en mí: Juan Franco, José Betancor Jerez, Fernando Castro, Pepe Fleitas, Juan Fleitas, Antoñito Manuel, Jerónimo Betancor, Ignacio Benítez, Juan Ramírez e Isidro Ramírez. ¡Quién pudiera volver a oírlos! Envite, discusiones, sentencias, bromas, pronósticos. Todo era posible entre ellos.
Y los chiquillos corriendo descalzos por las calles que empezaban a ser urbanizadas con firmes de picón. En julio, todos a echar cometas; y en agosto, a jugar con motos hechas atando una lata a un trozo de palo y en su interior un trozo de vela que en las noches serenas destellaban como focos. Para septiembre, los veleros, hechos con un trozo de hoja de palmera, timón de latón, vela de papel y mástil de caña.
Jugábamos al teje a la chicuarta, o a los boliches o con las pipas de albaricoques golpeando a la más gruesa que era la cocinilla. También nos aventurábamos en las guerreas con flechas de punta de verguilla y arcos de caña trenzada con hilo carrete. A la luz de las hogueras o fogaleras se cantaban canciones de antes y de siempre, en la noche calina y oscura. Juegos juveniles, como los coches y camiones de verguillas o tablas que se deslizaban sobre cuatro cojinetes, cuyo freno era la goma de una alpargata vieja. Todas estas cosas marcaron nuestras inocentes vidas para siempre.
También lo hicieron las gigantescas olas del Pino a las que lanzábamos bolas de arena para excitar su bravura, las excursiones en barca a Silva, Tufia, Las Cuevas o El Castellano; tirarnos realizando las más atrevidas piruetas bajo las olas que llegaban a las Bajas o al Bufadero; sustraer naranjas, aún verdes, de la finca de don Antonio Gómez; ver cine mudo de Charlot o El Gordo y el Flaco en la arena frente a la casa de Dolores Álvarez; saludar con ella a nuestra alcaldesa perpetua, al mar, oyendo el sonoro caracol; correr angustiados porque el viejo Costa Rica venía para meternos en el saco; gritar mil y una falacias a Miguel el Bobo. Asistir a las interminables sesiones de juegos de cartas en casa de mi abuela Dolores Fleitas, quien reunía todas las tardes a las Morales y a las hermanas López (Balbina, Lucrecia y Consuelito), junto a María Ascanio, Lolita Pláceres, Pinito Betancor y tantas otras buenas amigas.
Vida infantil regida por el toque de bocina de la fábrica C.I.N.S.A: a las ocho, levantarse; a las doce, bañarse; a las dos, comer; a las cinco, merendar. Y esto último si era a base de bocadillos de queso y conserva de guayaba ya era algo extraordinario.
¡Quién pudiera retroceder, padre mío! aunque fuera sólo unos instantes y ver tus azules ojos, espejos de la mar; sentirme otra vez a tu lado, sin miedo y sin temores. Abrazarnos tan fuerte como en tus últimos momentos lo hicimos y pedirte, una vez más, que me cuentes las historias que sólo tu sabías contar. Y verte de nuevo en la terraza mirando hacia el mar. Que tus nietos jamás te olviden será deuda perpetua. Y que tu nombre Luis González Pérez lo devuelvan las olas, una y otra vez, para que remanse sobre las arenas de la playa tu alma inmortal.
Olas que me traen, hoy como ayer, los nombres de seres que en el pasado mecieron sus horas junto a ellas: Pino Jeroma, Los Clavellinas, Bonifacio, Compalune, Los Luises, Maestro Cristóbal, Francisco Socorro, Pio Nono, El Galana, To Fascorro, Maestro, Máximo, Salvadorito, Menina Flores, el Seito. Y en el fuerte rompiente de la punta de Las Clavellinas, entre el Bufadero y la Charca de los Pérez se puede oír al sonoro Atlántico decir un nombre a base de duros golpes sobre el risco hechos poesía ¡Cristo! ¡Cristo! El mar se lamenta al no poder oír, una vez más siquiera las cotidianas oraciones de la maestra de la playa, que muy cerca de allí enseñaba a sus alumnos el difícil arte de vivir. Doña Cristo Bethencourt y su esposo don Antonio de la Coba ya no vienen a su playa de Melenara, pero siguen presentes en nuestros corazones eternamente agradecidos.
Playas de recuerdos y nostalgias. Playas en que cada rincón evoca nombres y vivencias. A Melenara ya le cantaron los pasados poetas y a su hermana menor, Salinetas, una trovadora le ha nacido, ella, Pino Blanco Jardín con el corazón y la añoranza le canta así:
“Limpido azul tras las cumbres violetas,
con puntos de verdor entre sus grietas
y luego, la planicie
en apariencia seca,
pero en las hondanadas,
pletóricas de verdor las plataneras.
Aquí y allá diseminados pozos
con gigantes motores
cual forzudos atletas,
extraen de profundas galerias
el oro líquido
con que el canario riega,
y que la tierra ¡mujer al fin!
y por lo tanto buena
lo devuelve fecunda,
hecho cosecha.
Ya cerca de la costa
en su tierra caliza,
crecen los tomateros
al zoco de los pardos tahahales,
abrigo de los vientos.
Así es este paisaje
que con el alma quiero
¡es tan profundo y bello!
que hasta el soberbio Atlántico
se inclina y le da un beso”.
FUENTE: https://www.teldeactualidad.com/articulo/geografia/2021/03/17/307.html