POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
La casa familiar de los González Padrón se encontraba en el número tres de la calle, mejor callejón, de Tomás Morales. Antes había recibido el nombre de San José y al mismo tiempo, las gentes del lugar la denominaron el callejón de don Paco El Viejo.
Cuestión esta última que se aclara si les digo que nuestro bisabuelo, Francisco Pérez Cabral, tuvo en los bajos de su domicilio particular Banca y Comercio. A este edificio, la familia lo bautizó como La Casa Nueva, ya que era la segunda vivienda en que habitaron los Pérez de Azofra.
Resumiendo mucho, podríamos decir que todo el edificio en cuestión se desarrollaba en torno a un patio central con galería porticada. Al poco de acabar la Guerra Civil, mi abuela Lucrecia se empeñó en modernizarlo, techando el patio a nivel de la primera planta y construyéndole un cierre de hormigón y cristal a nivel de la azotea del segundo piso, por lo que nos quedamos sin patio y, a partir de entonces, al lugar resultante le llamamos el hall, lugar de estar y de recibir. No perdió su función de pulmón de la casa y así, desde una bella pajarera octogonal, hasta varios macetones portando alguna que otra palmera, una planta multicolor llamada pompadour, unas lenguas de gato, orejas de tigre, violetas de varios colores y un más que frondoso ficus bicolor (blanco y verde), formaban el pequeño bosque doméstico.
En medio de toda la floresta, había un duro tresillo que mantenía tiesas a las visitas y, como alfombra, mostrábamos orgullosos la piel de un puma americano que mis tíos habían cazado en la por entonces lejana Venezuela. Recuerdo perfectamente cómo los más pequeños de la casa nos divertíamos intentando arrancar de cuajo aquellas enormes uñas que, en forma de garra, poseía el felino. Ese era con mucho el lugar preferido de todos los habitantes de nuestro hogar familiar y allí recibíamos cada tarde-noche la visita de nuestros queridos tíos Blas y Mima, que tras cerrar su librería de la Plaza de San Gregorio, acudían a la llamada del aromático café y de la cotidiana tertulia. El antiguo patio transformado en hall ya no se mojaba cuando llovía y eso para unos niños de poca edad, como éramos entonces nosotros, podía llegar a ser un fastidio.
Desde la azotea de nuestra casa se veían todas las casas del barrio y te podías fijar en que la mayor parte de ellas poseían patios. Eso sí, cada uno con tamaño propio y diferenciado. Con creces los mejores patios, pues eran tres, los tenía la familia Jiménez Ortega que además poseía en uno de ellos un frondoso nisperero, cuyos frutos hacían las delicias de toda la chiquillería del lugar. Lo más impresionante del hogar de nuestra querida y siempre recordada Nievita era un oratorio a manera de gran cueva volcánica que su padre, el célebre maestro Pancho Ortega había realizado, no sin esfuerzo y destreza, para que en su interior se guareciese la imagen de Nuestra Señora de Los Ángeles, Virgen protectora de su esposa y demás familia.
Todavía hoy tengo añoranza de los juegos infantiles que en aquella casa hacíamos, siempre cuidados desde la profunda cuevecilla por la blanca e inmaculada imagen de Nuestra Señora. Acompañados de un loro parlanchín y dos perezosas tortugas de tierra. La hiedra, filodendros, las calas, el jazminero, todo ello en los parterres circundantes y entre los riscales de lava volcánica de la Cuevecilla de la Virgen, pequeños planteles de culantrillos y algún que otro helecho semi-salvaje.
Entre esta última casa y la nuestra, había otra que llamábamos de Socorrito, vendedora de verduras en la Plaza del Mercado. Allí el patio alargado sólo poseía dos hileras de macetas, en donde se plantaban toda suerte de hierbas aromáticas, medicinales y alguna que otra para uso meramente culinario. De sus paredes colgaban helechos de los que llamaban de a metro. Donde más daba el sol grandes ramos de orabal y laurel, el primero de ellos se tenía por planta medicinal y con él se hacían los famosos baños de asiento para curar infecciones y otras enfermedades sexuales. El segundo era planta propia de guisos y compuestos, al que se le atribuía poder conservante para carnes y pescados. Desde lo alto podía divisar el perejil, el hierba huerto, el cilantro, el tomillo, el orégano, así como la caña de limón, la ruda y la hierba luisa. Nuestra vecina, que procedía del Valsequillo, era toda una experta en hacer pequeños ramilletes con todas ellas, para más tarde venderlos en su puesto del Mercado.
Por la parte Este de nuestra casa había otro patio, en este caso en un edificio sucio y destartalado, en donde nunca supe cuántas familias vivían. Las madres gritaban continuamente a una prole de niños semidesnudos y siempre descalzos, que corrían de aquí para allá en aquel recinto empedrado. Los sábados, era baldeado a base de agua y zotal en una guerra continua por vencer parásitos y roedores.
Al otro lado, dando al Norte, se encontraba el patio más visitado en mi niñez, éste era el que pertenecía a la casa de las llamadas por todos nuestros vecinos y por mí Las niñas de Medina: una viuda y tres solteras que se afanaban en tener uno de los más bellos patios jamás visto en Los Llanos. Lo presidía un olivo de esbelta copa y un ficus de no menos forma profusa, que competían en belleza y fortaleza. Medio centenar de macetas pintadas todas ellas de verde acumulaban toda suerte de plantas: capas de reina, violetas, calas, pompadoures, geranios multicolores, algún que otro cactus, unas bellísimas plantas con flores que imitaban pequeños conejillos y otras que llamaban de campanilla y así sucesivamente, diez o quince ejemplares más.
Las Medina amaban tanto las flores de su patio que, cada día, invertían un par de horas en limpiar las hojas marchitas y las flores que, con el paso del tiempo, se iban deteriorando. Se hacían traer agua del abrevadero que estaba junto al colegio Labor, en la actual Avenida de la Constitución antes General Franco, para con ese líquido lleno de nutrientes, regando con santa paciencia una a una cada maceta para regocijo de nuestra mirada de niño. Recuerdo como si fuera ahora el olor del jazminero y también de la estefanota. El suelo mojado era un verdadero espejo, en donde se reflejaban todas las plantas. La lámina finísima de agua cubría toda la superficie que era de cemento gris frotado.
Para completar los patios que rodeaban nuestra casa, traigo aquí la visión de tres de ellos: uno semi techado era el llamado almacén, en donde se guardaba gran parte de las existencias de la tienda de mi primo, José (Pepe) Pérez Blanco. En ese patio, un perro daba incesantes vueltas sobre sí en una danza infinita, en donde parecía que su boca quería tragarse de un momento a otro su corto rabo.
El otro patio, mucho más estrecho, era más bien una galería y servía para asistir de pasillo a las diferentes dependencias del por entonces Bar la Cueva, cuyas especialidades de carne de cochino a la manera de Telde y rebozados de pescado a la cerveza, hacían las delicias de su numerosa clientela. Se alternaba la degustación de éstos y otros platos con el buen ron de La Máquina y cuando no, con el popular Coñac Fundador. Más allá, un patio algo destartalado, en donde mal vivía una buganvilla que no recibía más agua que la que caía en las siempre escasas lluvias otoñales e invernales. Esta enredadera de un profundo rojo amoratado se había hecho con la totalidad del patio. Pudiéndose contar por cientos las flores secas, que a manera de papelillos, corrían de aquí para allá cuando el viento soplaba sobre ellas y las arremolinaba en una esquina. La fuerza subterránea de sus raíces era tal que caminar por el desigual pavimento era todo un alarde de destreza que nuestros vecinos don Paco y doña Tina hacían a pesar de sus avanzadas edades.
Algunos días, en el nuestro callejón, las niñas sacaban la soga (comba) o los aros (hula hop) y cantando, cantando… repetían una y otra vez
El patio de mi casa/ es particular./ Cuando llueve se moja/ como los demás./Agáchate,/ y vuélvete a agachar,/ que los agachaditos/ no saben bailar./ Hache, i jota, ka/ ele, elle, eme, a,/ que si tú no me quieres/ otro amante me querrá.
Hache, i jota, ka/ ele, elle, eme, o,/ que si tú no me quieres/ otro amante tendré yo./ Chocolate, molinillo/ corre corre, que te pillo/ A estirar, a estirar/ que el demonio va a pasar.
Pero con la variante de novio por amante, que en sus bocas resultaba más decente y propio. Ellas se esmeraban en saltar una y otra vez evitando los tropiezos o trompicones cuando usaban la comba, y mantener el aro moviéndose en la cintura, cuando era el aro el instrumento escogido. Así pasaban horas y horas y también la infancia y primera juventud. Yo, desde una ventana, las miraba y pensaba para mis adentros pues el patio de mi casa no es particular, pues cuando llueve no se moja como los demás…
FUENTE: https://www.teldeactualidad.com/articulo/geografia/2021/06/23/321.html