POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
No dice nada nuevo este Cronista al afirmar que España ha sido un país de profundas y sentidas Tradiciones Católicas, tanto por su universalidad como por emanar de la Fe patrimonial de la autoproclamada Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Los españoles, si queremos así llamarlos o los habitantes de la Hispania Romana, recibieron el Evangelio o La Buena Noticia de la Vida y Obra de Jesús de Nazaret de manos de uno de los apóstoles más queridos por el Dios-Hombre, nos referimos a Santiago el de Zebedeo, también nombrado como El Hijo del Trueno y calificado como El Mayor. Este discípulo y apóstol vino hasta las tierras de Iberia, presumiblemente, atravesando el Mediterráneo o Mare Nostrum. Su hagiografía nos relata una penosísima travesía hasta llegar a nuestra Península.
Según los varios relatos, que han corrido de boca en boca y han quedado plasmados para la posteridad en los más diversos escritos, Santiago predicó a lo largo y ancho de nuestro territorio patrio. Él fue el precursor de la religión mayoritaria en nuestro país, desde hace veinte siglos. Y, aunque nuestras vidas se hayan trocado, hay tradiciones que se resisten a pasar desapercibidas y mucho menos a ser olvidadas. Tal es el caso de La Primera Comunión, que para el creyente es muchísimo más que una simple tradición. De forma que algunos padres ateos o agnósticos, deseosos de que sus hijos tengan una fiesta cuando cumplen los diez años se han sacado lo que llaman, sin ruborizarse, la Primera Comunión Civil, ¡Ríanse ustedes!
Según parece, en la vida de los cristianos católicos del pasado, primero llegaba el Bautismo que, según los tiempos y el lugar, variaba en cuanto a la edad de recibirlo. Era un sacerdote el autorizado para tal fin. Después llegaba el momento de la Confirmación, en el que el niño o joven se reafirmaba en la Fe. Seguidamente, se hacía la Primera Comunión. El acercarse a la Eucaristía era algo realmente importante, pues no en vano en ella se recibiría El Cuerpo y la Sangre del mismo Jesucristo, para permanecer en Común-unión con El Salvador y con el resto de la comunidad.
En esto de la eucaristía, tanto los tiempos como las formas, han ido variando. En un principio los cristianos, cada vez que se reunían, partían el pan y tomaban el vino, convertido en El Cuerpo y La Sangre de El Mesías. De ello deducimos que este acto se realizaba con cierta frecuencia y, muy probablemente, cada domingo o Día del Señor. En tiempos posteriores, desde el Imperio Romano tardío hasta principios del siglo XX, los católicos del mundo no se acercarían a la Comunión cuando les viniese en gana, sino cuando se lo autorizase su confesor. Las religiosas y religiosos aspiraban a que éstos les permitieran la comunión semanal y solo algunos privilegiados, como el caso de Santa Teresa de Jesús lo recibían cotidianamente.
Llegado es el momento de relatar algunas escenas más cercanas de lo que hemos dado en llamar La Primera Comunión. Debemos advertir al lector que la tradición oral, las fotografías y alguna que otra obra escrita nos han permitido redactar esta parte del artículo, en donde queremos recordar cómo se celebraba ese gran día.
Los meses elegidos para las Primeras comuniones eran preferentemente mayo y junio. El primero por ser el dedicado a la Virgen y el segundo al Corpus Christi. Sus ocho domingos, se iban sucediendo y con ellos los diferentes grupos de niñas y niños que acudían a recibir el segundo de los sacramentos, con edades comprendidas entre los siete y los diez años. A partir de la década de los setenta del pasado siglo XX, cada vez fue más usual tener diez años cumplidos a la hora de acercarse a la comunión.
Ahora es todo un alarde de demostración del poder social de las familias. En pocos casos los progenitores dan el verdadero valor al acto religioso, esmerándose sobremanera en la mal llamada celebración, mero acto social acontecido tras el religioso. Es allí en donde se empeñan en hacer lucir todas las galas familiares a base de toda suerte de vestimentas llamativas, acompañadas de un verdadero derroche de regalos, comidas y bebidas. En ese preciso momento, se pedirá mil y una disculpas si se hace en el propio domicilio para no ser tomados por pobretones. Pero las más de las veces se pasa hasta tarjeta de invitación cuando el fiestorro se lleva a cabo fuera de él, mayormente en un restaurante de mayor o menor postín.
Las niñas y niños siguen luciendo trajes de gala para la ocasión, aunque en el caso de los varones se ha ganado en simplicidad, evitando todo aquello que por trasnochado pudiera parecer hasta cursi. Pero las niñas todavía hoy van de princesitas, embutidas en un mar de tules, sedas y cuantos abalorios puedan soportar las criaturas. En algunas fotografías de finales del siglo XIX y principios del XX, en su mayoría obra del fotógrafo-impresor-librero don Francisco Izquierdo, los teldenses de entonces tenían muy claro cómo debían acudir a la iglesia ese día.
Debemos aclarar que en muy pocas ocasiones tenemos la suerte de contar con instantáneas de las clases menos pudientes. Y en el caso que fuera así, serían siempre de grupos escolares y jamás de retratos individualizados. Las clases más pudientes sí fotografiaban a sus hijos en los llamados estudios, ante decorados varios, tales como: un balcón de enormes balaustradas, en medio de unas altas montañas Alpinas, profundos valles lacustres; estos últimos con cisnes incluídos y, así un largo etcétera. En el caso de los varones traje chaqueta de pantalón corto a nivel de la rodilla y, alguna vez, por debajo de ésta. Sin faltar la camisa blanca, la corbata, fuera ésta de lazo americano o de pajarita y todo ello completado con un par de inmaculados guantes blancos. En el brazo izquierdo sobre la manga larga de la chaqueta, un gran lazo blanco recorría dicha extremidad de arriba abajo y en la mano derecha portaban un breviario o misal de nácar acompañado de un rosario de idéntico material. Sobre el pecho y pendiente del cuello un cordón dorado o plateado sujetaba una gran Cruz. Así, de esa manera, luciendo zapatos negros de charol, iban alegremente a recibir por primera vez la Comunión. ¡Ah! Se nos olvidaba, pelados para la ocasión, eran peinados al milímetro con brillantina y fijador, con lo que el pelo recio y fuertemente pegado daba la impresión de casco romano. Todos los niños necesariamente tenían que peinarse con moña alta hacia atrás.
En cambio, las niñas poseían el privilegio de modificar su traje de Primera Comunión en los más variados y complejos estilos. Siempre de blanco con bellísimas diademas para sujetar los largos velos de tul y los consabidos guantes. En sus angelicales manos, al igual que los niños, portaban el Santo Rosario y el breviario o misal, que en la mayoría de los casos era de nácar y heredado de sus hermanas mayores o de su propia madre.
La diferencia social se marcaba de forma categórica en la vestimenta con que los niños de las llamadas clases inferiores hacían la Primera Comunión. Entonces la chaqueta y el pantalón no se ajustaba a la talla de quien la portaba. En la calidad de la tela se notaba que era de segunda, tercera o cuarta mano, lo que no los libraba de zurcidos y remiendos. Asimismo, el calzado no era más que unas limpias alpargatas de lona blanca o amarillenta con suela de esparto o goma. Ni rosario, ni librito, ni nada de nada. Sólo la ilusión infantil por poder llevar en su corazón la alegría de ese tan marcado día.
En las niñas pasaba otro tanto a no ser que alguna vecina generosa la dotara regalándole algún trajecito de piqué. En alguna que otra fotografía vemos a niñas con trajes de novia adaptados y guantes que, antes que a ella, habían pertenecido a alguna novia de la familia, por lo que todo se lucía a destiempo. Lo que no podía faltar era un pequeño rosario para sus inquietas y pequeñas manos. En épocas de guerra y postguerra, tanto los niños como las niñas de toda clase y condición se vieron obligados a hacer su Primera Comunión vestidos de riguroso luto, pues según decían los sacerdotes del momento, no estaban los tiempos para alegrías. Así sucedió entre 1936 y hasta finales de los años cuarenta. Aunque como siempre hubo algún enchufado que se lo saltaría.
Ya en la siguiente década, la cosa se desmadró y se abrió una competición estética sin parangón. Los niños podían vestir todos los uniformes militares a la usanza. Los había de simples marineros hasta almirantes de la Armada. También de miembros de los Ejércitos de Tierra y del Aire, en éstos últimos casos siempre de capitán para arriba, sin faltarles toda clase de insignias y distinciones, incluyendo claro está, la gorra o sombrero. Cuando un niño era vestido sin toda esa parafernalia, los comentarios venían unidos al lamento y a la pena. Y rezaba así: ¡El pobre, seguro que lo está pasando mal! O ¡A saber cómo están de mal en casa, que no han tenido dinero para vestirlo como Dios manda!… Las niñas, entonces, seguían vistiendo tules y sedas de las más variadas formas, pero las religiosas dedicadas a la enseñanza pedían a sus alumnas que tuvieran a bien llevar hábitos alusivos al noviciado de sus propias órdenes. Así, dominicas, teresianas, sagradas corazones, salesianas… marcaron una nueva forma en el sentir y en el vestir. En este último caso se imponía la austeridad y espiritualidad.
En el colegio de La Sagrada Familia y San José de Triana, regentado por las Reverendas Madres Dominicas y también en el colegio que la misma dicha Orden que tenía en Teror, fue costumbre de siempre que sus alumnas vistieran dichos hábitos.
Las celebraciones, quien las pudiera pagar, eran siempre o casi siempre familiares a base de desayunos, almuerzos o meriendas. En el primero y último de los casos no faltaría ni las tazas de chocolate ni los churros, fueran éstos a la manera madrileñas o a las más populares porras. En algún que otro caso se restringía la celebración a los miembros familiares más cercanos: padres, hermanos y como mucho abuelos y padrinos de bautizo. Y en otros, la diferencia entre los gastos ocasionados por este tipo de celebraciones y las más lujosas, se invertían en dar una chocolatada con churros a los niños de los hospicios o a los ancianos de los asilos.
Después de la celebración, era norma general que los niños acompañados de sus amigos y parientes más cercanos fueran por todo el vecindario tocando puerta a puerta y, a la vez que entregaban una estampita o recordatorio, recibían las felicitaciones de sus conciudadanos, además de alguna que otra moneda, que los niños presurosos guardaban en su bolsillo y las niñas en una pequeña bolsita realizada para tal ocasión. Con ello se compraban recortables, golosinas, chistes y tebeos y, aquellos más privilegiados hasta un reloj (Cauny) que se adquiriría al relojero-joyero del lugar a precios que oscilaban entre cien y hasta doscientas pesetas de entonces. Los niños y niñas de las clases más pudientes podían recibir regalos de sus progenitores acorde con su posición social y, como presentes más deseado, las bicicletas Orbea de fábrica nacional y que en Telde vendía en exclusiva don Laureano Betancor. Muchos niños y niñas solo vieron el dinero cuando se lo entregaron a sus padres que, sin dar mayor explicación, hábilmente se los sustraían para lo que hiciera falta, frase que disparaban a bocajarro sobre sus desconsolados vástagos, cuando éstos se atrevían a reclamar su pequeña fortuna.
Los tiempos han cambiado, ya lo decíamos al principio, hoy venimos asistiendo a la banalización total y absoluta de nuestras vidas cotidianas. Y con la consabida frase de a mi hijo que no le falta de nada, nos metemos en unos berenjenales de gastos abusivos nada formativos o educativos, que nos atreveríamos a calificar de solo necesarios para saciar los complejos de inferioridad de los padres y no para satisfacer la ilusionada mente de niños y niñas.
Así están las cosas… una sociedad consumista en donde cada vez es más importante aparentar o lo que es lo mismo tener que ser. Como diría el Quijote: ¡Cuan equivocados están, querido Sancho!
FUENTE: https://www.teldeactualidad.com/articulo/geografia/2021/06/30/322.html