POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓ, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
Es cierto que los recuerdos son un cúmulo de sensaciones nada despreciables. Hay imágenes que nos retrotraen al pasado, sea éste lejano o cercano. El oído también puede llevarnos a tiempos pretéritos, como lo hace el tacto y no menos el gusto y el olfato. No pocas veces, al pasar por un lugar llegan hasta nosotros aromas, que muy prontamente identificamos uniéndolos a las más diversas situaciones del ayer.
Últimamente nos solemos lamentar que ya nada huele igual. Tumbados en la arena de la playa, llegan hasta nosotros efluvios que no tardamos en identificar como de los diferentes protectores solares, los unos de simples aceites y los otros de los más diversos productos químicos o mal llamados naturales: olores a zanahoria, coco, maracuyá, té verde, canela, frutas del bosque, fresas y hasta plátanos. Así, nuestro cerebro procesa tal diversidad aromática que, claro está, no acierta a conectar espacio con olores propios. Puedes estar en la cosmopolita playa de Las Canteras, en la popular de Melenara o en la internacional de Playa del Inglés-Maspalomas, y creerte que te encuentras comprando frutas y verduras en el Mercado de Vegueta o en cualquier supermercado al uso.
Sorprendidos, nos preguntamos ¿Dónde están aquellos olores a salitre, a riscos, a algas marinas y demás componentes característicos de nuestro siempre próximo litoral? Sólo en el oeste y norte de nuestra Isla de Gran Canaria, junto a los riscales batidos por el Atlántico, se conservan como en una perfumería, los genuinos olores que en un pasado fueron comunes al resto de nuestras playas. Otras islas del Archipiélago han corrido otra suerte que, aún hoy, sus riscales y arenales huelen a lo que tienen que oler: a mar.
En la zona de Telde, que es la más que conocemos, todavía quedan rincones para poder embelesarnos con el paisaje virginio y los aromas a yodo marino. Las playas de San Borondón, el roquedal existente entre La Garita y Hoya del Pozo-Playa del Hombre y, desde la playa de la desembocadura del Barranco de Silva a la península de Gando (Aguadulce, Tufia y Ojos de Garza), todo se nos antoja un cúmulo de sensaciones, en donde las glándulas olfatorias son estimuladas, una y otra vez. El ávido lector echará en falta las playas de Melenara y Las Salinetas, separadas por el promontorio de Las Clavellinas. Éstas masificadas en demasía, juegan en otra liga, la ya mentada de los protectores solares.
Echando la vista atrás, nos serían familiares ciertos olores tales como: los producidos por los molinos de gofio, que en Telde tenían sus espacios determinados. Uno muy arriba al comienzo de la Cuesta del Valle, que llamábamos de Isaac y, otro en la calle María Encarnación Navarro conocido popularmente como el Molino de Fuego. Pasar cerca de estas industrias artesanales abría el apetito.
Fue nuestra ciudad prolífera en cuanto a panaderías y dulcerías. Tanto en los barrios periféricos como en los centrales. Junto a las negras arenas de Melenara, se confeccionaban unos exquisitos panes con su consabida matalahúva (matalahúga), que hacían las delicias de marinos y veraneantes. En El Calero no le iban a la zaga en su famosa y archiconocida panadería, que sigue siendo elemento imprescindible para degustar su, no menos famosas patas de cochino (o de cerdo como algunos dicen ahora).
En San Juan se mantuvo durante casi un siglo la panadería de San Pedro Mártir. Que junto a su aromático pan se unían los más variados dulces, entre los que se encontraban los afamados bizcochos lustrados, los mantecados y los no menos gustosos polvorones. Desde la cercana Alameda el viandante se sentía atraído por tantos y exquisitos productos.
En el Barrio de Los Llanos existían más de media docena de panaderías, alguna de ellas también hacedoras de dulces y tartas. Así que no era difícil sentir sus característicos olores cuando nos trasladábamos por su vericueto entramado urbano. Pero, si no tenías cerca una panadería, no importaba demasiado, porque bien en una bicicleta o a lomos de burro, el pan recién hecho llegaba a todos los puntos de la ciudad y tal era el espectáculo que, antes de anunciarlo el panadero ambulante, ya los niños corrían de aquí para allá para acudir a la cita de suculentas meriendas. Éstas podían variar según los gustos y el estatus económico familiar, pero el pan jamás faltaba a la cita.
Olores varios que invadía nuestra cotidiana vida en una ciudad, que saludó en la década de los sesenta del pasado siglo XX con algo más de veinticinco mil habitantes y ahora sobrepasa con creces los cien mil.
En sus calles y plazas, unas mujeres vestidas de negro y provistas de un largo delantal, portaban sobre sus cabezas unas amplias cestas de mimbre, en donde tenían su mercancía. Ésa no era otra que el rico pescado de Melenara. Descalzas las unas y con sencillas alpargatas de lona las otras, gritaban para atraer la atención de su fiel clientela; ¡Calamales, viejas, bocinegros, rascancios, sargos, fresquitos y baratos! El olor a pescado se extendía a su paso como un reguero y, cuando ya la mañana entraba en el mediodía, se volvía irrespirable.
Era el Barrio de Los Llanos de San Gregorio, la zona comercial por excelencia de Telde. Pero también sus calles daban cabida a numerosos talleres artesanales e industriales, aunque lo que realmente le era propio, fueron los almacenes de empaquetados de tomates. Las grandes firmas exportadoras de la comarca tenían allí sus sedes. Entonces, el trabajo se dividía por sexos: los conductores de camiones, los cargadores, carpinteros o hacedores de cajas, los listeros y los jefes de almacén eran todos hombres y, las mujeres llevaban a cabo el duro y rutinario trabajo de seleccionar, a pie firme, el fruto y embalarlo debidamente en cajas de madera. Durante la zafra a las horas de mediodía y también al atardecer, cientos de mujeres, por no decir miles, caminaban presurosas de vuelta a sus hogares, y no había rúa que no oliera a azufre, elemento éste con el que se hacían crecer sanos dichos frutos.
En el célebre pique entre los vecinos de San Juan (Telde) y los de Los Llanos, hacía que los primeros se burlaban de los segundos comentando, que eran tan malos y dañinos que nuestro barrio olía a azufre como si se tratara de la casa de Belcebú.
En las escuelas, colegios privados y también en el Instituto Laboral, las aulas, llamadas por entonces clases, olían a la madera de los pupitres y de la mesa del maestro o profesor. ¿Pero quien no recuerda el característico olor de la tiza, la goma de borrar y los lápices? La palmeta no olía, pero cuando descargaba la malintencionada acción correctora sobre las manos de los pupilos, éstas quedaban rojas y una sensación de escozor la recorría, escapándose por el brazo y antebrazo hasta llegar al cerebro.
Las acequias, las cantoneras y en mayor medida los estanques olían a limo y en algunos casos, pocos, a aguas putrefactas. Telde era privilegiada en cuanto a los numerosos espacios ocupados por estas obras de ingeniería. Era la Acequia Real (para muchos Acequia Rial) el lugar preferido para que las lavanderas cumplieran con su oficio, los aguadores lo propio y los niños jugaran a destajo haciendo barcos de papel o simplemente intentando coger pececillos, renacuajos, ranas y sapos. Esa acequia atravesaba toda la ciudad, de ahí que la calle principal que comunicaba los dos principales barrios, hoy llamada pomposamente Avenida de la Constitución y en el pasado General Franco, recibió antaño el nombre de El Abrevadero. Su peculiar olor se producía al continuo lamer de sus aguas sobre la superficie verdinegra de su cauce.
Ya hemos hablado en otro articulo sobre la importancia y variedad de las huertas-jardines urbanos de Telde. Por ello remitimos a ese escrito para ahondar en el tema. Aquí y ahora, estamos inmersos en descubrir o mejor dicho, redescubrir los aromas que nos fueron propios. De ahí que en la Alameda de San Juan, en la Plaza de Los Llanos de San Gregorio, en el Parque, otrora de León y Joven y hoy Franchy Roca, así como en la Plaza de doña Rafaela Manrique de Lara, el olor a dalias, rosales, jazmineros, galanes de noche, madreselvas y así un largo etcétera, hacían las delicias de los lugareños, que sobre todo en la Alameda de San Juan y en el Parque de Arauz, se paseaban cada domingo, en una liturgia de enamoramiento, digna por sí mima de otro artículo.
Las noches de estío, que en Telde transcurren desde primeros de junio a mitad de octubre, era promesa a pagar el paseo de toda la familia por esos lugares, siempre bien compuestos y a la fresca. Por lo que la ciudadanía toda se daba cita para disfrutar de esas exiguas zonas verdes.
Tenía Telde, como no, perfumerías, barberías y peluquerías. Es cierto que las barberías dedicadas al corte de pelo y arreglo de bigotes y barbas fueron muy anteriores a las peluquerías de señoras. Los productos que allí se empleaban no eran excesivamente variados, pero eso no era obvio para que no fueran reclamados por la asidua clientela. En el caso de los hombres, todo el que podía pagaba con gusto una loción de fuerte olor, tras un apurado afeitado. La más cotizada era de la marca Floyd, que entre ligeros cachetes y diestro masaje facial el maestro barbero extendía con prontitud en el rostro de su cliente. Algo parecido sucedía al finalizar el corte de pelo. Éste podía ser de diferente técnica, pero para ponerle el broche final nada mejor que, literalmente, bañar la cabeza recién pelada con Varon Dandy, en un exceso de derroche, éste podría darse el caso de ser suplantado por la colonia Napoleón. Los más pobres rogaban al oficial de barbería que les echara un poquito de lo que tú sabes. Y el susodicho tomaba un pequeño recipiente a manera de difusor y lanzaba un flus-flus de algo que por aquí burlonamente se llamaba agua de ahulaga o julaga por el color verde que le era característico.
Así cuando pasábamos por uno de estos establecimientos, de los que había medio centenar en la ciudad, el olor a esas baratijas era el denominador común. No debemos olvidar los fijadores, que sujetaban el pelo con dureza de casco romano y que marcaron toda una época del buen peinar.
En el caso de las féminas, tuvieron que esperar a principio de los años sesenta para peinarse fuera de casa y a los aromas a champú de fresa o de huevo Geniol en sus capsulas de plástico, se le unió prontamente la laca, vendida a granel y usada a destajo en aquellas jóvenes yeyés. Si bien los niños de las clases medias y altas olían a lavanda, fabricada a litros por la industria Puig catalana, las señoras usaban mayormente Mirurgia, un perfume de cierta calidad y de olor bastante agradable. Algunas pocas privilegiadas habían descubierto el Chanel Nª5 y en misa o cuando hacían alguna que otra visita, dejaban un rastro de aroma parisino a su alrededor.
Si las clases dominantes tenían sus aromas característicos, no menos lo poseían las clases más humildes. El olor a pobreza era algo que podíamos identificar con toda claridad. No solo porque en las zonas marginales o en los hogares más paupérrimos se usara el zotal simple o negro, cuando no el zotal rosa o de olor, sino porque las comidas a base de mucha agua y pocos condimentos, también con sus inconfundibles aromas anunciaban el estatus social de aquellas casas. Pero créanme, lo más característico de un niño pobre o si no pobre, humilde, y si no humilde, sencillamente hijo de obrero o trabajador agrícola, era el olor a margarina, concretamente a Margarina Mariann la Niña, que el Régimen del General Franco permitió importar de la lejana Noruega.
La ciudad tenía otros tantos olores, entre los que podemos destacar aquellos que se manifestaban tras el paso de los ganados por algunas de sus calles. Era más que usual que camino del aprisco cabras y ovejas se amontonaran en los lugares más inverosímiles y, tras ser jaleadas, correr presurosas hasta el lugar asignado para su custodia nocturna. Las vacas eran sacadas a pasear por la ciudad, pues era toda una garantía de higiene y sanidad el verlas lustrosas paradas ante las casas, que previamente habían contratado su leche. Los burros y los caballos, cuando no algún que otro camello, hacían de las calles de nuestra ciudad espacio vital. Y todos estos animales, así como los que estaban recluidos en las azoteas: cabras, conejos, palomas, gallinas, etc., contribuían a un olor muy especial y nada agradable.
En las tiendas se vendía toda una gama de productos que por sus características venían en grandes bidones, cajas o sacos. Hoy entras a un supermercado y no huele a nada. En cambio, antes en cualquier establecimiento de comestibles se olía a cebollas, ajos, toda clase de frutas y verduras, así como a nuestras socorridas papas. Había también a la venta longorones secos, pejines y arenques, que no contribuían a mantener limpia la atmósfera del lugar. Pero había un olor muy peculiar y nada desagradable, era el que procedía de los hatillos de alfalfa, fuera esta seca o verde.
Sé que este deambular olfativo por el ayer podía ser mucho más completo, pero creo que ya con esta medida tenemos más que suficiente. Animo al lector a cerrar los ojos y a soñar examinando los olores del ayer. Aquel que va desde la cocina hogareña a los campos de nuestra Vega Mayor, en donde la platanera era la reina del lugar y que hizo exclamar al poeta: Como perla perdida en medio de un mar de esmeraldas/ te diviso a ti Telde ¡Oh Jerusalén de Canarias!
Para terminar, tomaremos unas palabras del grande e inmortal don Miguel de Cervantes y Saavedra, que en su Quijote de la Mancha nos dejó escrito: Tiempo vendrá, quizá, donde anudando este roto hilo diga lo que aquí me falta, y lo qué sé convenía.
FUENTE: https://www.teldeactualidad.com/articulo/geografia/2021/07/21/325.html