POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALAS DE GRAN CANARIA-CANARIAS).
(Dedicado a Chely Monzón García, quien desde su hogar chicharrero no deja de añorar a su Telde natal.)
Ante la amenaza de lluvias torrenciales sobre Canarias, anunciadas a bombo y platillo por todos los medios de comunicación, me puse a meditar cómo era recibida la lluvia por los habitantes de los diferentes puntos cardinales, según fuera ésta habitual o no.
Estando en el pueblo de Bujalaro, en la provincia de Guadalajara, he podido comprobar como ante la amenaza de tormenta veraniega, todos sus habitantes se metían en sus casas, cerrando puertas y ventanas. El miedo, yo diría que el pánico, a las tormentas es algo muy arraigado por esas tierras meseteñas de Castilla-La Mancha. Esa pequeña localidad, situada en el propio Valle del río Henares y al pie de La Alcarria, ha sufrido muchos contratiempos por su clima tan extremo. En el invierno, los meses de diciembre, enero y hasta marzo, sus temperaturas oscilan entre los 5º o 6º grados de máxima y -9º y -10º de mínima. Cuando llega el estío, el calor es realmente sofocante y las temperaturas superiores a 30º, se marcan cotidianamente en los termómetros del Ayuntamiento, el bar y de cuantas casas particulares los tengan.
Un mes de agosto, tras una jornada de temperaturas rozando casi los 40º, vimos como el cielo se fue ennegreciendo y pronto estalló el trueno, para más tarde caer una fortísima lluvia, que convirtió sus calles en barrancos y su plaza mayor en un estanque improvisado. Mis hijos y yo, como canarios amantes de la lluvia y deseosos de ella, tras un largo año en que no la habíamos visto prácticamente ningún día, en nuestra isla de Gran Canaria, salimos a chapotear y a mojarnos con esa bendición de los cielos. Y al mismo tiempo que ésto hacíamos, varias voces nos advertían que si estábamos locos, pues no era la primera vez que un vecino del lugar moría, tras atraer sobre si o su caballería al rayo asesino.
Ni decir tiene que, pasado el momento, los parientes nos advirtieron que cuando llueve hay que huir del río, las presas, los estanques y actualmente de las piscinas. Jamás ponerse a resguardo bajo un árbol y, mucho menos, estar sobre o al lado de burro, mulo o caballo. Todos estos elementos atraen a las mortales descargas eléctricas.
Comienzo este artículo rememorando aquellos lares para con mi mente, recobrar visiones de mi infancia y primera juventud, cuando en mi Telde natal, dos festividades marcaban las dos principales estaciones del año, aquellas que se diferenciaban por ser antagónicas: el verano y el invierno.
Los teldenses de los años 40, 50 y 60 del pasado siglo, repetíamos cada doce meses la misma liturgia: En junio entre San Antonio de Padua, día 13 y San Juan Bautista, día 24; se adquirían las ropas para pasar la canícula. Éstas eran de lino y algodón de colores claros, en su mayor parte blancas y, para calzar nuestros pies, sandalias o alpargatas con suela de goma o de esparto. En cambio, el invierno llegaba en los preámbulos de la otra fiesta patronal, San Gregorio Taumaturgo y, entonces nos acercábamos a las tiendas de tejidos y confecciones para adquirir toda suerte de ropa de abrigo: pullovers, pantalones de lana, los más coquetos lucirían chaquetas y pantalones a cuadros de los llamados Príncipe de Gales. Y, para calzarnos zapatos y botas de piel, con suelas de goma o también de la propia piel con punteras de metal. Aunque al decir verdad, lo más que nos gustaba era llevar puestas las llamadas botas de lluvia o de agua. Éstas eran de goma y su caña subía tobillo arriba hasta la mitad de los gemelos y, en algunos casos, hasta encontrarse con las rodillas. Las niñas y alguna que otra señora las tenían de algún color discreto, grises y marrones, pero los niños y los hombres no se permitían esa muestra de libertad de gustos, por lo que se les imponía el negro riguroso.
En una sociedad tan carencial como la nuestra, solo las clases medias y altas podían permitirse esos lujos, pues al decir verdad, muchos eran los que caminaban los 365 días del año completamente descalzos. Lo que no cambió, ni por la edad ni por la condición social, fue la alegría con que eran recibidas las primeras lluvias, las segundas y las terceras, si por un milagro las hubiese habido. Tan pronto caían las primeras gotas, te calzabas las botas antes mencionadas y salías a la calle cantando aquello de:
¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva. Los pajaritos cantan, las nubes se levantan, que sí, que no, que caiga un chaparrón, de agua y limón!.
Aunque podía ser modificada y aumentada al gusto del consumidor, quedando así:
¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva. Los pajaritos cantan, las nubes se levantan. Que sí. Que no. Que caiga un chaparrón, de anís y turrón!.
Otros preferían:
¡Que llueva, que llueva, que la Virgen está en la cueva. Los pajaritos cantan. Las nubes se levantan. Que sí. Que no. Que caiga un chaparrón, de azúcar y limón!
En el tinerfeño Puerto de la Cruz, lo cantaban de esta manera:
¡Que llueva, que llueva. La Virgen de la Cueva. Los pajarillos cantan. Las nubes se levantan. Que sí, que no, que caiga un chaparrón! y alguien preguntaba: ¿De qué? Y todos a la misma vez gritaban: ¡De azúcar y limón!
Me aclara mi amiga Censi, porteña ella, que la Virgen de la Cueva existe y se encuentra en un pueblo de la provincia de Castellón.
Las niñas jugando a la comba en sus diferentes modalidades, cantaban aquello de:
¡El patio de mi casa es particular, cuando llueve y se moja, como los demás!
Y también existe una versión mucho más larga que dice:
¡El patio de mi casa es particular. Cuando llueve se moja, como los demás. Agáchate y vuélvete a agachar, que los agachaditos no saben bailar. Hache, i, jota, ka, ele, elle, eme, a, que si tú no me quieres, otro amante me querrá. Hache, i, eme, o, que si tú no me quieres, otro amante tendré yo!.
Como lo de amante sonaba muy fuerte en boca de infantes o infantas, se cambiaba por amiguito, amiguita, novio o novia. A veces se remataba esta canción con:
¡Chocolate, molinillo, corre, corre, que te pillo. Al estirar que el demonio va a pasar!.
¡Qué felices éramos cuando caían cuatro gotas! ¡Cómo mojábamos a diestro y siniestro chapoteando en los grandes charcos de nuestras calles empedradas o mal asfaltadas! Y si teníamos la suerte de contar con una bicicleta, lanzarnos a una navegación sobre ruedas, donde el único fin era mojar a los peatones que estaban en las aceras. ¿Quién no recuerda los charcos que se formaban en las puertas mismas del Cine Cervantes? O ¿aquella otra charca al final de la Calle Palmito, conocida por La Hoya de la Perra? Así podríamos seguir nombrando lugares, espacios, donde se acumulaba ese líquido que los canarios veneramos sobre todas las cosas. Aquí ahora se me ocurre que, al bailar La Rama mis amigos de Agaete, cantan aquello de: ¡Agüita, Agüita, que la tierra está sequita!. Mientras calle abajo, bailan al son de la Banda de Agaete, batiendo ramas en una supuesta costumbre aborigen, que no es tal, como bien ha demostrado mi muy estimado amigo el arqueólogo Valentín Barroso. Créanme, no importa si la lluvia es débil o fuerte, lo que realmente importa es que moje y a ser posible que empape.
Mi vecino don Miguel Medina, me dijo un día, siendo yo pequeño ¡Antoñito, trae una piedra viva de la barranquera que quiero ver si ha llovido bastante! Ante mi asombro, vi como sus temblorosas manos lanzaban la piedra sobre otras en el suelo con intención de partirla y después, cuando tuvo las dos mitades de nuevo en sus manos exclamó: ¡Qué pena, Antoñito, no ha llovido bastante! Y yo le pregunté: ¿Y por qué sabe usted que no ha llovido bastante?, y él, sin inmutarse, con verdadera socarronería canaria me dijo: ¿No lo ves? ¡El corazón de la piedra está seco!.
Veo pasar ante mí, niño aún, los caballeros teldenses luciendo flamantes gabardinas, algunas de ellas adquiridas en Londres o traídas por algún vástago de la familia, que en la capital de la Pérfida Albión, ejercía de agente representante de una de nuestras múltiples Empresas Cosecheras Exportadoras. A partir de los sesenta esta prenda, casi siempre de corte militar, fue sustituida por los más económicos y horrendos impermeables grises y azules. Aunque alguna señorita se permitía el lujo de que su prenda de plástico fuera transparente y así lucir su elegancia con el traje que estaba bajo ésta.
Los más pobres, llevaban sobre su cabeza y hombros a manera de capucha un saco de papas, cuando no uno de harina, si el primero era de grueso tejido, la dura arpillera, el segundo no era menos grueso, pero en este caso de papel, que al mojarse de poco servía. Los vecinos de los barrios más lejanos de Telde, sobre todo los de medianías y montaña, venían cubiertos por una improvisada capa hecha con un trozo o con toda una manta. Lo que hoy se ha popularizado como manta esperancera por llevarla en sus actuaciones Los Sabandeños, era habitual en todos los campos de las islas más montañosas. Los niños y jóvenes en un alarde de modernidad, imitando a los ídolos musicales del momento, entre ellos Los Betles, nos poníamos para la ocasión una prenda acolchada que recibió el nombre genérico de anorak. También los había que se cubrían con la pesada y rotunda trenka, abrigo que se caracterizaba por tener capucha y porque, en vez de botones, tenían unos trozos de huesecillos de madera que se enganchaban en lazos de cuero.
Los comentarios generalizados en los mentideros de la ciudad, léanse plazas, placetillas y más rincones, eraN si venía o no el agua barranco abajo. Recuerdo como ahora, escuchar por el Barranco Rial viene una buena palbada de agua, tan fuerte que quita el sentío. Agarró a su paso a un burro y lo mandó sobre una piedra, estrallándolo como un cartucho.
La sapiencia popular se refleja en este dicho de nuestro paisano D. Antonio María Rivero Alzola, que vivió desde diciembre de 1888 a junio de 1961. Él, le decía a sus nietos: ¡Si por los Santos, primeros de noviembre, no llueve y por San Gregorio, 17 de noviembre, no corre el agua por los barrancos, no siembres porque no recoges.
La luz eléctrica fue el eterno problema de los teldenses de gran parte del siglo XX. Los padres urgían a sus hijos a terminar pronto los deberes, cuando aún la luz natural de la tarde les acompañaba, pues era casi seguro que si llovía se cortaría el suministro eléctrico. La frase era: Algo tuvo que pasar en la Planta de Luz porque nos quedamos a oscuras.
En esos días de invierno cerrado, muchos decían con cierta chanza: El cura de San Juan, este año, se pasó con las rogativas al Santo Cristo del Altar Mayor. No en vano esta venerada imagen recibía entre otros, el título de: Cristo de las Aguas. Y en su himno las gentes cantaban: ¡Santísimo Cristo de Telde, amparo del navegante y consuelo del agricultor!/ de Telde el tesoro y el bien mejor.
Los del barrio de Arriba, es decir los llanenses o llaneros amenazaban a su Santo Patrón San Gregorio Taumaturgo con tirarle puños de trigo en el rostro, durante su procesión, si antes no había mandado lluvias suficientes. Así de radicales éramos los teldenses de entonces.
Cuando fuimos mayores escuchamos canciones bellísimas que tenían a la lluvia como protagonista, desde la archiconocida Singing in the rain o la no menos conocida Esta tarde vi llover y no estabas tú, magníficamente interpretada siempre por su autor el mexicano Armando Manzanero o Llueve sobre mojado del argentino Fito Páez y del español Joaquín Sabina. Para los más jóvenes Purple in the rain de Prince, y para canción extremadamente bella, La Pioggia interpretada en el Festival de Eurovisión en 1969 por la italiana Gigliola Cincueti. Y ya para elevarnos hasta el cielo, el tema Te recuerdo Amanda de Víctor Jara.
Como siempre que hago este tipo de trabajos, me lo planteo como una pequeña investigación y pido ayuda a mis contactos de whatsapp, sobre todo a mis amigos más cercanos. Éste fue el caso de mi llamada de auxilio a un excelente amigo, el actual director del Museo Néstor de Las Palmas de Gran Canaria, el Dr. D. Daniel Montesdeoca García-Sáenz quien, no resistiendo sus ganas imperiosas de venir en mi ayuda, se levantó en la madrugada, ayudado por las musas, para escribirme esta nueva canción sobre la lluvia.
Sintiendo el olor a humedad
Llueve que llueve/gotitas de cristal. Llueve que llueve/para la tierra saciar./Llueve que llueve/de las nubes negras a la mar./Llueve que llueve/siento el olor a humedad./Llueve que llueve,/mil gotitas de cristal/ para mis ojos empañar./Llueve que llueve,/oremos por unas gotitas más./Y para cuando llegue la noche duerma soñando/ con aquellas aguas que parecen de cristal./Llueve que llueve …
Para concluir este breve repaso que a unos les parece una maldición y a otros el mayor de los regalos, escribo aquí dos canciones infantiles oídas recientemente en YouTube, originales e interpretadas por Nene León, que lleva por título La canción de la lluvia y Gotas caen, al final de todo, esperemos que este otoño-invierno, nos traigan las deseadas lluvias con las que las islas sueñan año tras año.
Publicado en la prensa digital Teldeactualidad el 14 de octubre de 2020.