BAJO LA ESPADAÑA….(XLVII). ABUELAS, MAYES, MACHETAS, YEYAS, YAYAS… 
Dic 31 2020

POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS DE GRAN CANARIA-CANARIAS)

Santa Iglesia Basílica Catedral de Canarias, en Las  Palmas de Gran Canaria.

(Con toda la gratitud del mundo al mi maestro el Dr. D. Domingo Martínez  de la Peña y González.) 

No importa cómo las llamen, son el tesoro familiar más preciado. Ellas lo  saben casi todo e intuyo todo lo demás. Los años cargados de experiencia,  hacen de estos seres personas muy especiales y necesarias. He odio de prestigiosos psicólogos y psiquiatras, que los niños educados en una familia  con abuelas son más receptivos y cariñosos, mostrando una gran habilidad  para empatizar y convertirse así en unos hombres y mujeres altamente  sociables. Los valores que con facilidad transmiten las madres de las madres,  nos permiten ir por la vida ahorrándonos muchos disgustos y combatiendo  con entereza las más adversas situaciones.

Habrá de todo como em botica,  pero en este juicio que les hago, salen victoriosas. Nunca podremos pagarles  todo lo que han sido capaces de dejarnos como herencia sentimental. El grato  recuerdo de su vida junto a nosotros es el mejor bálsamo para las heridas  que, sin duda, cobraremos a lo largo de nuestros años vividos. 

Comencemos el presente artículo como si de un cuento tradicional se tratara.  Hace muchos, muchos años, en un país muy muy cercano, vivía un niño de  muy pocos años. Sus padres tuvieron que hacer un largo viaje hasta otro  continente y dejaron al más pequeño de sus vástagos al cuidado de su tía  materna. Ésta, por entonces vivía con su marido y una de sus dos hijas en la  casa de su cuñada. La otra hija, era universitaria en otra isla. Un día, como  tantos otros, el niño jugaba a los pies de sus mayores en el cuarto de estar,  que también cumplía las funciones de cuarto de costura. Levantando la  cabeza, miró a una de las dos mujeres, que allí se encontraban haciendo  ganchillo. Con su dedito índice estirado señaló a la más joven de las dos y  en un balbuceante idioma que solo una mente despierta podía comprender,  preguntó: ¿tú?, y la tía le dijo: yo soy tía María Salomé. El niño repitió  solamente: Tía María y seguidamente se rio.

Después volvió su mirada hacia  la otra mujer que era bastante mayor, y volvió a señalar y hacer la misma  corta pregunta. La contestación fue bien diferente: ¡Yo soy Abuela Lola!.  Desde ese momento hasta veinte años más tarde en que ella muriera, siempre  la llamó su abuela. Y aun hoy, cuarenta y siete años después, la sigue  denominando así, cuando habla o piensa en ella.

¡Siempre la ha sentido su  verdadera y auténtica abuela! El pequeño, se sentía muy a gusto con aquella  mujer de manos extremadamente delgadas, con la piel casi pegada a los  huesos y surcada por una infinidad de arrugas y venas, éstas últimas  mostrándose azules tras el blanco transparente de la dermis. Manos  hacendosas, hábiles y harto cariñosas, siempre dispuestas a dar más que a  recibir y a entregar mucho, muchísimo amor. 

Lo dicho hasta ahora podría ser la historia de cualquier infante que encontró  a una abuela, cuando la naturaleza le había arrebatado a una de ellas con  treinta y pocos años y a la otra cuando contaba con sesenta y tres. Él nunca  las conoció, ni tampoco a sus abuelos, pero la fortuna o el azar vino a regalarle uno de los amores más sinceros y plenos, que a lo largo de sus  sesenta y cinco años ha tenido. Ese niño, soy yo.  

Cuando le preguntaba a mi abuela Lola si me quería, siempre me decía: De  la cabeza a los pies. Y se reía conmigo afirmando rotundamente que era la  única mujer, que sin tener hijos, había conseguido tener un nieto. No tengo  que cerrar los ojos para imaginarme entrando en el zaguán de su casa en la  calle Pérez Galdós del Barrio de San Juan de Telde, pasar luego a la galería  en donde un antiguo reloj de pared sonoramente marcaba las horas y las  medias. De ahí a cada una de las habitaciones de aquella casa que sentía tan  mía. Abrir la gaveta de su mesa de noche era oler una amalgama de olores  medicinales. Ir al baño y encontrarme con la ronquina o la colonia Álvarez Gómez es algo que jamás podré olvidar, así como los jaboncillos Heno de  Pravia y los polvos talcos de la misma firma cosmética. ¿Abuela, qué te  pones en la cara? Y tras una sonora risotada me dice: ¡una gran mentira!,  ¿Cómo abuela?, ¡Sí, créeme, llevo más de 50 años poniéndome crema Pons,  que se anuncia como “belleza en siete días”… y yo, Antoñito, ¡sigo tan fea  como hace medio siglo! y volvía a reírse de sí misma.  

En la cocina hacía verdaderos juegos malabares y gracias a ellos las mejores  croquetas, las más sabrosas albóndigas, las gustosísimas papas emperejiladas  y así un rosario de creaciones culinarias de fama entre familiares y amistades.  Para mi abuela Lola, nada, absolutamente nada era problema. Siempre  repetía: Para que el mundo sea mundo, tiene que haber de todo y de esa  manera conservó un espíritu tolerante y comprensivo a capa cabal. Enferma  de corazón, diabética y asmática crónica, jamás la oí quejarse de nada. Eso  sí, cada día por la mañana al leer el periódico, lo hacía por las últimas  páginas.

Según ella, todo lo demás era repetitivo y cansino, pero en ese final  de rotativo estaba lo único cambiante: Las Esquelas. ¿Abuela, que buscas? ¡A ver si aparece Dolores Fleitas Hernández que ya tiene ochenta y tantos  años y todavía no se ha muerto!,- ¡Abuela, ese es tu nombre!,- ¡Por eso  mismo me busco, porque sería difícil de explicar que me hubiese muerto y  no me hubiese dado cuenta!. Así era mi abuela y yo la quise y la quiero, aún  hoy cuarenta y siete años después de su muerte.  

Tenía mi abuela una casa de playa en Las Clavellinas, con unas inmejorables  vistas sobre Melenara. Allí pasaba el estío jugando a las cartas, al parchís y  mirando por los prismáticos a sus parientes, los Fleitas de Taliarte. Mi abuela  me enseñó muchos juegos, alguna que otra adivinanza, y a hacer fulleras o  trampas cuando nos entreteníamos con la baraja española. ¡Abuela, que te he cogido haciendo trampas!, ¡Mi niño!, ¿y que gracia tiene jugar si no le  tomas el pelo a los demás? Y volvía con el cascabel eterno de su risa. 

Tanto en Telde como en Las Clavellinas, llegada las ocho de la tarde-noche,  mi abuela Lola sacaba del bolsillo derecho su rosario de plata y azabache,  regalo de quien fuera su marido, Fernando Rodríguez, hacía ya medio  centenar de años. ¡Venga, vamos a rezar el Santo Rosario! ¡Abuela ¿Qué  misterios tocan hoy? ¿No lo sabes? ¡Pues ya tienes edad para recordarlo…  hoy tocan los de Gloria!. Después de más de veinte minutos de repetir  Avemarías, Padrenuestros, el Credo y las jaculatorias, llegaba el tiempo de  las rogativas y peticiones: Un Padre Nuestro por las intenciones del Santo  Padre, terminada esta oración: un Padre Nuestro por las intenciones del Sr.  Obispo y del Cura Párroco, un Padre Nuestro por tu prima Marilola, que se  examina de Anatomía en Salamanca. Otro Padre Nuestro, otro y otro y  otro…. ¡Abuela, ya está bien! y el niño le decía: ¡Vamos a rezar Bendita sea  su pureza por ti, abuela!, ¿Y a qué viene eso ahora? Con cierto simulado  enfado. Porque eres viejecita, para que el Señor te de más vida. ¡Anda, anda,  no seas babieca, que si pides eso San Pedro, que es un desconfiado, mira la  lista y como ya he pasado de los ochenta me llama seguro! Y vuelta la risa  con cara burlona y ganas de echarle años a la vida.  

Perdonen, queridos lectores que me haya tomado la licencia de introducir  parte de mi biografía en el presente artículo, pero se me apetecía  sobremanera rememorar mis propios sentimientos y compartirlos con  ustedes que me siguen desde hace muchos años.  

El otro día, hablando con un amigo de Los Llanos de Aridane, charlamos a  lo largo de un buen rato sobre la importancia que tiene para los niños el llegar  a convivir con sus abuelos. La máxima los padres crían y los abuelos  malcrían, no deja de ser una muestra más de la sabiduría popular. Los padres  se sienten en la obligación de educar a sus hijos y sacarlos adelante. Los  abuelos sienten que son ellos los que deben formar el espíritu o carácter de  sus nietos.  

La Iglesia Católica, usa las figuras de San Joaquín y Santa Ana, padres de la  Virgen María, y por tanto abuelos de Jesús, como patronos protectores de los  abuelos. La tradición cristiana ahonda su reconocimiento en esos padres de  padres y en el propio rito de matrimonio, se elogia ante los esposos las  virtudes de ambos santos, elegidos por el Altísimo para concebir al primer  Sagrario de La Historia.  

El pueblo judío, y por ende los cristianos y los musulmanes como herederos  de muchas de sus costumbres primigenias, tenían como una de las mayores bendiciones que se le pudiera otorgar a una persona, decirle: “te deseo que  seas padre de una numerosa prole, que éstos te den nietos y que el Altísimo  te permita ver a tus biznietos. 

El Arte europeo occidental ha tenido como motivo de inspiración, en  numerosas veces, a los padres de las Siempre Virgen, pero muy  particularmente a la abuela por antonomasia: Santa Ana.  

Si cogemos el Suma Artis, el Arts Hiapaniae o la Historia del Arte de Salvat,  por poner sólo tres de las más famosas enciclopedias dedicadas a analizar las  muestras pictóricas y escultóricas del pasado, encontramos que los más  importantes pintores de los más diversos países, representaron a la abuela de  Jesús con toda suerte de detalles. Pocas, muy pocas veces, de forma  individual. Muchísimas más como protectora y enseñante de María de  Nazaret y un buen número de veces formando un triduo perfecto compuesto  por la propia Santa Ana, la Virgen María y el Niño Jesús. Alguna que otra  vez participa de esta escena entre doméstica y celestial el propio San Juan  Bautista, en su advocación temprana de San Juanito.  

Algunos de nuestros lectores podrán pensar que tuvo que venir el  Renacimiento para que se comenzase a representar a Santa Ana. No es cierto,  ya en plena Edad Media, primero en el Románico y más tarde en el Gótico,  existieron pintores y escultores, anónimos los que más que bien con el buril  o con el pincel, dejaron la imagen de una anciana de rostro ajado por el  tiempo, que con bondad extrema enseñaba a leer a una niña llamada María.  En el quatrocento y cinquecento, no había artista que se preciara, que no  utilizara la imagen de Santa Ana como un icono de lo que debía ser una  Matriarca. El Barroco no quiso ser menos y nos llenó de Santa Ana oratorios,  capillas privadas y públicas y no pocas celdas conventuales o habitaciones  de casas comunes o altos palacios. 

Repasemos, aunque sea brevemente, aquellos genios del pincel que  mostraron su habilidad en tablas y lienzos de incalculable valor artístico.  Imposible nombrarlos todos, pero a menos nos detendremos en algunos  cuantos.  

Empecemos por Masaccho, Giotto, Cimagüe, Ramón Destorrents,  Caravaggio, Leonardo Da Vinci, El Greco, Goya, Bartolomé Esteban  Murillo, Pedro Pablo Rubens, Masolino Perugino, Rafael Sanzio Da Urbino,  Bernhart Strigel, Alberto Durero, Ambrosius Benson, Michiel Coxcie; para  seguir con otros menos conocidos por el gran público, pero grandes  hacedores de obras de Arte, tales como: Francisco Pérez Sierra, Juan Correa  de Vivar, Juan Ramírez de Arellano, Francisco Herrera el Mozo, Giuseppe 

Leonardo, Francisco Antolínez y Sarabia, Mateo Gilarte, Vicente Cartucho,  Luis de Morales, Bertholet Slemalle, Erasmus Quellinus, Girolamo Bonini.  Y para que no nos quede casi nadie en el tintero, traigamos hasta aquí a:  Annibale Carracci, Alessandro Turchi, Juan Pantoja de la Cruz, Pedro  Atanasio Bocanegra, Claudio Coello, Juan Carreño de Miranda, Juan de  Sevilla y Romero, Francisco Camilo, Fernando Yañez de la Almedina, Jan  Wellens De Cock, Alessandro Allori, Luca Giordano, Francisco Torras y  Armengol, Francesco Solimena, Pietro Testa, Luca Cambiaso, Bartolomeu  Bizcaino, Bartolomeo Cesi, Esfano della Bella, Andrea Brocaccini,  Sebastiano Conca, Francesco Monti, … y eso por solo nombrar a los pintores  más conocidos, dejando para otro momento los litógrafos y también a los  grabadores. Asimismo, podríamos nombrar a casi medio centenar de  escultores, traigamos aquí solo a nuestro gran Luján, que realizó varias  Santas Anas en diferentes formatos y siempre en talla de madera.

El también  grancanario José de Armas Medina (Agaete 1913- Las Palmas de Gran  Canaria 1993) esculpió, en el pasado siglo XX, una Santa Ana en su  iconografía de enseñante de la Santísima Virgen, es decir, una madre, Santa  Ana, hace leer a su hija, la Siempre Virgen María, el libro de las Sagradas  Escrituras. Sabemos por tradición oral de nuestra parienta Ana María Inglot  de Lara, que el escultor tuvo cierta dificultad al reproducir la mano de la  Santa sobre dicho libro y se auxilió de su amigo Rafael Inglot del Río.  Tomando su mano derecha como modelo de la que iba a hacer una de sus  obras maestras. Tal imagen de Santa Ana, se puede apreciar en el Altar  Mayor o cabecera de la Santa Iglesia Basílica Catedral de Canarias, en Las  Palmas de Gran Canaria.  

Como verán la tradición es grande y está bien arraigada. Lo que viene a  significar la importancia extraordinaria que nuestra sociedad dio a los  abuelos en general, y a las abuelas en particular. Nuestras sociedades serían  bien diferentes de no contar con este baúl de los secretos y de los  sentimientos más íntimos y constantes. Desde estas páginas quiero agradecer  a la vida que me haya dado una abuela, que me enseñó entre otras cosas, a  amarlas tradiciones, el pasado y el presente y sobre todo a no tenerle miedo  al futuro. 

Publicado en Teldeactualidad

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