POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS-CANARIAS-ISLAS CANARIAS)
Hace ya muchos años, tal vez algunos más de los que quisiera recordar, escribí un artículo, que creo haber titulado Entre aromas de melaza y jazmín, nació una ciudad en el sur de Gran Canaria.
Este título se modificó levemente a la hora de su publicación en la Guía Histórico Cultural de la ciudad de Telde. En dicha obra de investigación ahondé en aquellos espacios privados, que al encontrarse tras altas tapias o tupidas empalizadas, nunca fueron objeto común de la visión de los ciudadanos de nuestro querido Telde. Ya hemos relatado, en varias ocasiones, tanto por escrito como oralmente, como los múltiples visitantes, que la ciudad tuvo en tiempos pretéritos, quedaban maravillados de la pasión que sus habitantes tenían por la jardinería y la horticultura. Desde las clases dominantes hasta las más humildes, todos apreciaban sobremanera el contacto con plantas y flores.
De tal forma y manera, que salir por Telde y pasear por sus barrios fundacionales (San Juan, San Francisco, y los Llanos de San Gregorio) era asistir a un compendio de aromas, acompañado de una bien nutrida paleta de colores. Las buganvillas, rojas las unas, blancas las otras y calabazas las de más allá; competían con jazmineros, estefanotas, galanes de noche y madreselvas. Todas estas enredaderas cubrían los altos paramentos, cayendo en cascada hasta la parte baja de los mismos, junto a los bordes de calles y plazas. Ya en el interior de los recintos ajardinados el geranio multicolor, los rosales, las gerberas, los anturios y un centenar más de plantas floridas ocupaban los parterres de nuestras huertas-jardines.
Una ciudad, cuyas calles en su mayoría eran de simple tierra apisonada, y solo las vías principales y algunas aledañas habían sido cubiertas con lustrosos guijarros de barranco a manera de improvisados adoquines, tenía que defenderse de los nefastos olores, que en ella dejaban los animales domésticos que por ahí y por allá pasaban continuamente. Los caballos, camellos, mulos, burros, cabras, vacas, ovejas, gatos y perros formaban la fauna propia de nuestras calles y los habitantes de las mismas se libraban de los malos olores combatiendo los mismos con los diversos aromas que se desprendían de flores y plantas.
Olivia Stone, hija del Cónsul de su Graciosa Majestad la Reina de la Gran Bretaña e Irlanda, a la sazón también Emperatriz de la India, visitó las Islas Canarias en pleno siglo XIX y, en su segunda visita a Telde, exclamaría que llegada a la vista de nuestra ciudad le pareció como si el carro de la Primavera se hubiese volcado en ella.
Entre los pagos más cercanos a la ciudad de Telde, conocida entonces como la puerta y capital del sur de la Isla, se encuentra San Antonio del Tabaibal y a un tiro de flecha de su recoleta ermita, dedicada al Santo lisboeta, se levanta orgullosa la mansión de los señores Marqueses del Muni.
Dicho edificio de claras trazas historicistas fue diseñado, no podría ser de otra manera, que por su primer dueño el excelente ingeniero y mejor patriota, Don Juan León y Castillo. Los León y Castillo de arraigados orígenes teldenses, tanto por los apellidos León y Falcón de su progenitor como por el de Castillo-Olivares y Falcón de la progenitora, fueron dueños de múltiples fincas y cercados a lo largo y ancho de este municipio. Pero sin duda alguna fue la finca conocida, algo más tarde, por Las Cruces o de Las Cruces, quien robó el corazón de nuestro admirado ingeniero y político.
Allí junto a su casa solariega, en medio de unos campos extraordinariamente bien cultivados, diseñó un jardín que pronto recibiría el nombre popular de El palmeral de don Juan. A la manera inglesa, huyendo de toda organización artificial, don Juan creó un espacio en donde la naturaleza dominada era evidente. Así los parterres no dibujaban espacios rectilíneos, sino que se organizaban como si fueran trozos anárquicos de la propia natura. La zona fronteriza entre finca y palmeral discurría en torno a un tapial de mediana altura y las aguas entraban y a dicho reciento las aguas entraban y salían a través de unas estrechísimas acequias bellamente labradas en cantería gris de Arucas.
El agua como elemento enriquecedor, pero también musical hacía que en el lugar se respirara paz y sosiego. Tenía don Juan cierta facilidad para la agricultura, así lo pone de manifiesto en numerosas ocasiones ganando tierras al Barranco Real de Telde, levantando paredes y muros en forma de bancales, cuando no sorribando tierras a las que se les quitaba la primera capa de caliche, para buscar bajo ésta la tierra fértil que permitía el cultivo más rentable. Tanto en su Finca del Portichuelo, como más evidentemente en la de Las Cruces, se esmeró en diseñar unos complejos sistemas de riego en donde, aun hoy podemos apreciar estanques, cantoneras y acequias, éstas últimas con controles metálicos para distribuir las aguas que por allí pasaban.
Pero volviendo al motivo principal de nuestro artículo, tenemos que decir que nuestro Don Juan contactó con varios capitanes de barcos ingleses, franceses y alemanes que a través de su gran obra El Puerto de la Luz en la Bahía de Las Isletas, iban y venían del África cercana o del Asia más lejana. A muchos de ellos les pidió que le trajeran algunas plantas exóticas, jamás vistas por ojos canarios y en algunos casos ni europeos. El microclima de la comarca teldense con temperaturas, que normalmente oscilaban entre los 24º de al mediodía y los 18º nocturnos.
Excepción de los días ocupados por el siroco y la calima, hacían de la finca predilecta de los León y Castillo, la de Las Cruces, un lugar ideal para hacer florecer el jardín que ya hemos mentado con anterioridad. A los trabajos de don Juan le siguieron los de su hijo don Luis, III Marqués del Muni y, a éste los de la IV Marquesa del Muni doña María del Pino de León y Castillo y Manrique de Lara. Debo mostrar aquí mi cariño y sincero aprecio por tal Señora, que no pocas veces me hizo partícipe de su excelente humor, sagaz pensamiento y agradable parlamento.
Siendo director de la Casa Museo León y Castillo de Telde y por espacio de más de quince años, visité con cierta frecuencia a doña Pino en lo que se convirtió en su domicilio habitual: La finca de Las Cruces.
Allí me gastó más de una broma y ahora traigo a colación una, que en su momento me hizo reír a carcajadas. Al llegar a la casa del marquesado, detrás mismo de la ermita u oratorio privado conocido por de La Cruz o de Las Cruces, visualicé a una señora de cierta edad, que vestida con bata blanquinegra y delantal gris, cavaba el terreno sacando de él unas bellísimas papas.
Al fijar mi vista en ese personaje, aprecié que calzaba unas altas botas de goma. Quien de esa manera me recibía no era otra que la propia Marquesa del Muni. Al verme doña Pino me espetó ¡Antoñito, espere un momento! y vi como ligeramente corriendo se introducía en su casa por la parte de atrás y, a los diez minutos aproximadamente, salió calzada con unos lustrosos zapatos y cubriendo toda la anterior vestimenta con un magnífico abrigo de negro astracán. Afirmaba doña Pino ¡me cogió de campesina, pero a todo un señor Director y Cronista lo tengo que recibir vestida de Marquesa!.
Ella fue la que me enseñó el palmeral o jardín de su casa. Hoy, después de pasar más de un cuarto de siglo, no sé como está el lugar. Desde los límites de la propiedad se ven las copas y partes de los troncos de algunas altas palmeras, pero el resto se esconde a nuestra mirada. En una rápida lección de botánica, doña María del Pino me fue relatando una a una la historia de cada palmera y de los demás árboles o arbustos allí plantados. Me decía con voz contundente y autoridad en el tema: ¡esta se la trajo un capitán inglés a mi abuelo de la India, aquella otra también se la trajo un inglés de Ceilán! ¡Mire! ¿ve aquella enredadera tan frondosa? Pues fue un regalo de un Cónsul francés que venía de una larga estancia en Gabón.
Y así fue desgranando, una a una, el origen de más de medio centenar de palmeras, enredaderas, árboles y arbustos. Sentía verdadera pasión doña María del Pino por la tierra en general y por su finca teldense en particular, desde su vuelta de la Villa de la Orotava, en donde mantenía parte de sus hijos, eligió este lugar teldense para vivir. Muchas veces me aclaró que no era un retiro o confinamiento, pues para ella la verdadera vida había comenzado, cuando harta de la hipocresía social y del postureo de sus iguales, había decidido vivir su vida, su auténtica vida, sin ataduras y sin tener que rendir pleitesía a los convencionalismos sociales.
Consciente claro está de que ésto le pasaría factura como así fue. El día de su entierro éramos solo catorce personas quienes acompañábamos su féretro. Sus hijos, su chófer, el alcalde de Telde y algún que otro concejal, una o dos vecinas del barrio de San Antonio y, mostrando toda la gallardía y caballerosidad de su raza y abolengo, Don Agustín Manrique de Lara, primo de la difunta, excelente caballero y coherente cristiano. Don Teodoro, cura párroco de San Juan Bautista de Telde elogió a doña María del Pino, entre otras muchas cosas por su extrema generosidad para con la ciudad de Telde. No debemos olvidar que fue ella quien restaurara a su costa y donara el magnífico tríptico de pincel de La Adoración de los Pastores, también conocido por el tríptico de pincel de Cristóbal García del Castillo.
Esa dádiva se completaba y bien lo se yo, con una cuantiosa cantidad de dinero (500 mil pesetas) para que la parroquia de San Juan Bautista de Telde adquiriera a los herederos de doña Isabel Macario Brito, esposa del poeta Saulo Torón Navarro, la llamada Finca del Convento de San Francisco. Desde aquí hago un llamamiento al Muy Ilustre Ayuntamiento de nuestra ciudad para que confeccione un censo de jardines y jardines-huerta del municipio, para que, con posterioridad, pero de forma casi inmediata, se les declare espacios a proteger, pues el desprecio que otros han mostrado por ello,se ha cobrado la vida de al menos ocho jardines de nuestra Zona Fundacional (tres en San Francisco, dos en San Juan y otros tres en el barrio de Los Llanos de San Gregorio).
La razón de ser de los mismos viene dada por la propia historia de la noble Ciudad de Telde, el equilibrio perfecto que en tiempos pretéritos existió entre zonas edificadas y espacios abiertos dedicados a la jardinería o a la horticultura, formaban un binomio tan bello como armonioso, que decía mucho del buen gusto y el saber vivir de las generaciones que nos precedieron en el uso y disfrute de Nuestra Arzobispal Urbe.
Publicada en la revista digital Teldeactualidad el 8 de julio de 2020.