POR ANTONIO MARÍA GONZALEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE. (LAS PALMAS-PALMA.GRAN CANARIAS)
(Dedicado a todos los componentes de la Promoción 1974-79 de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de San Fernando de La Laguna).
En una sociedad tradicional como hasta hace muy poco tiempo fue la nuestra, la cotidianidad se imponía a golpe de campana, bien la de la cercana Iglesia Parroquial o aquellos otros sonidos similares reproducidos por los viejos relojes-muebles de los diferentes domicilios particulares. Con pequeñas variantes entre las diferentes regiones españolas, las horas pasaban marcando nuestra existencia, alternándose de forma paulatina entre actividad y descanso. La alimentación, tan necesaria para el ser humano, no siempre fue considerada una simple necesidad biológica, la mayor parte de las veces y para gran número de personas era un lujo inalcanzable. Ya dice el viejo refrán castellano no es mal año por mucho trigo que los campos den.
Convenimos en afirmar que la sociedad canaria fue durante siglos, y me temo que se está reproduciendo en la actualidad, carencial. No vamos a escribir un sesudo estudio sobre la alimentación y sus consecuencias en la salud de nuestros contemporáneos, ni mucho menos. Mas queremos entretener la pluma en describir una de las comidas más tradicionales y comunes entre todos los españoles: la merienda. Vayamos a los años inmediatos de la Postguerra Civil Española. Situémonos en los años cuarenta, cincuenta y porqué no, parte de los sesenta también. Tomemos como escenario de nuestras vidas una pequeña capital insular, una ciudad tradicional con economía marcadamente agrícola y ganadera o, si prefieren, un lejano pueblo de medianía-montaña. Da igual, cada mañana sobre las siete u ocho, cuando el sol ya tomaba hasta el último rincón con su luz cegadora, los niños y niñas de esos lugares se habían levantado, y bien aseados y vestidos, se sentaban en torno a la mesa del comedor o la cocina para tomar los primeros alimentos del día. A esas mismas mesas, regresarían sobre las dos de la tarde para el almuerzo y lo volverían a hacer por la noche entre las ocho y las diez para cenar.
De esas tres comidas de mesa, la principal, sin duda alguna para una familia española, era el almuerzo, pues a él debían concurrir todos los miembros de la familia. Los más pudientes contarían con tres platos en sus almuerzos: el primer plato sopas, purés, potajes; etc., el segundo, carnes, pescados, composiciones varias de verduras, etc.; y después para rematar el breve espacio gastronómico, los postres, la mayor parte de las veces con la degustación de frutas del tiempo. De forma excepcional y en días festivos, casi siempre, alguna tarta, natillas, flanes, arroz con leche o cualquier otro motivo ingenioso de repostería. Para los vecinos de la ciudad de Las Palmas no era extraño el consumo de los celebrados helados de los alicantinos y en Telde los de la popular Heladería Cazorla.
Las familias menos pudientes, reducían todo y había muchas que solo podían llevarse a la boca un solo plato, en el caso de Canarias, los potajes de las más diversas verduras, eran aumentados a base de el consabido gofio, harina de maíz o millo tostado, que alimentaba tanto como el resto de los ingredientes del plato y además daba la sensación de haber saciado el hambre. Pero lo que realmente nos interesa es analizar la merienda ¿por qué? Se preguntarán ustedes… pues no sé si se han fijado que hablé de comida-mesa o si ustedes prefieren comidas que se distribuían sobre una mesa para ser consumidas con un orden preciso y rutinario. Ahora vamos a hablar de la única ingesta alimenticia que no tenía fundamento. Más propia de la chiquillería hambrienta, que de sus mamás y papás, de hecho, la merienda que nos hacía tan felices de pequeños se abandonaba en la pubertad y madurez, sustituyéndola por un café, un café con leche o en el mejor de los casos, una infusión o lo que es lo mismo una agüita guisada. Pero pasado esos años y ya ancianos volveríamos a la merienda. A la cinco de la tarde fue la hora elegida por los lares o dioses del hogar, para que nuestras tripas infantiles a base de ruidos y retortijones recordaran que debíamos comer algo. Se interrumpían los juegos, los estudios, las charlas por muy interesantes que éstas fueran y, al grito unánime de ¡vamos a merendar! Acudíamos desde todos los sitios a nuestros hogares para reclamar el ¡mamá quiero merendar! Al que seguía la pregunta: ¿qué hay de merendar? ¡Jajajaja! Para qué interrogarnos si la mayor parte de nosotros sabía que siempre nuestra merienda sería la misma.
Empezaremos a escudriñar la carta de las meriendas con aquellas que creemos fueron más comunes y también más antiguas. En Canarias, fue el gofio el recurso gastronómico por excelencia. No se concebía comida alguna del día sin que éste estuviese presente. En la merienda lo podíamos ingerir de al menos tres formas, las más sencilla era: meter en un cartucho o cono de papel grueso una cantidad de gofio, que no superaría los cien gramos añadiéndole seguidamente unas dos o tres cucharadas de azúcar blanca. Batiendo en su interior lo uno y lo otro, el resultado era una verdadera delicia. Por una esquina inferior del cartucho o del cono, se hacía un orificio y por él salía el gofio azucarado en pequeñas cantidades, dirigido directamente a nuestra boca ¡cuidado!
Debía caernos sobre la lengua en su mitad exterior porque si teníamos la mala suerte de que nos cayese más atrás nos podíamos añurgar, es decir, atragantar. Puesto debidamente en la boca, movíamos la lengua a diestra y siniestra, para que el gofio y la saliva formara una pasta que, irremediablemente, quedaba adherida a nuestras muelas, dientes y no pocas veces al paladar, en un entretenimiento o juego, pues no era poco el tiempo que se perdía en arrancar de cuajo tal pegoste de nuestra dentadura infantil. Una variante, algo más sofisticada de esta sencilla receta y ya muy entrada la década de los cincuenta, gracias a la ayuda norteamericana, fue hacer lo mismo, pero sustituyendo el gofio por la leche en polvo.
Siguiendo, más o menos cronológicamente las meriendas, destaquemos aquí una muy común en todas las Islas y también en el resto del Territorio Nacional, nos referimos a tomar un pan de aquellos que llamábamos de codos o tetillas. Dando un rotundo mordisco le quitábamos uno de sus apéndices y después introducíamos el dedo, extrayendo con ansiosa actitud, la mayor parte de la miga de su interior. Hecho el hueco, se le ponía un chorrito de aceite de oliva crudo y, en el mejor de los casos, se podía aderezar con una o varias cucharaditas de azúcar. Créanme, es un verdadero manjar de dioses. Los bocadillos se convertían en un verdadero lujo para gran parte de la población.
Hay quien llegaba a comerlos de chopper o picadillo, de pata de cochino (cerdo), de caballas y también de sardinas, éstas dos últimas de las conservadas en aceite. Lo normal era el trozo de pan con una parte de la llamada jícara de chocolate. En Canarias siempre tuvimos la suerte de tener una industria chocolatera importante, la mayor parte de ella hacedora de excelentes productos, pero también recordamos otras, que hacían unos bloques compactos de chocolate amargo, que motivaban las quejas de la chiquillería ¡madre, que ésto no es chocolate, que ésto es arena!
Cuando se daba el chocolate y el pan, se podía comer alternando, mordisco va mordisco viene, lo uno o lo otro, pero también se podía abrir el pan y meter el chocolate en su interior. Las familias de clase acomodada, media y alta, en las ciudades, claro está, les hacían los bocadillos a sus hijos de queso tierno o semi duro, y algunas veces o la mayor parte de ellas, aumentándoles la célebre conserva Conchita, producto que venía de la lejana Cuba. En dos versiones, en dulce de guayaba y el de membrillo. Era toda una exquisitez. Me dicen mis compañeros nacidos y criados en medianías y cumbres de Gran Canaria, que el queso tierno y blanco nunca faltaba en las comidas, y menos en las meriendas de sus hogares. Entre otras cuestiones porque había que dar salida al producto elaborado con la leche del propio ganado.
De hecho, había varias clases de queso. Gran Canaria, en eso es campeona absoluta, aun hoy. Los quesos del Norte y Centro de la Isla solían ser más preciados que los del Sur a excepción de los de los Cortijos de Pajonales y Juan Grande. El queso podía ser de cabra, también de oveja o vaca, aunque el más usual era el llamado de mestura, pues en diferentes proporciones contribuían las leches de los tres animales antes mentados.
Las galletas y galletones también servían de merienda. Las célebres galletas María, de origen peninsular, competían con las Bandama y otras de calidad similar producidas en fábricas capitalinas y aruquenses. ¿Quién no recuerda el galletón conocido como el Del Pájaro Amarillo, El mismo que ha sido motivo de un corto relato del cómico Manolo Vieira? Que, de forma muy gráfica y poniéndonos en situación, dice que cuando su madre le ponía el café con leche y le daba un par de galletones, él, muy seriamente, agarraba los dulces y mirándolos desafiadamente, les decía: ¡cuidadito con chupártelo todo!, terminando el alegato ¡oiga si no los amenazaba antes de introducirlo en la taza a la primera me quedaba sin café con leche!.
Muchas más fueron las modalidades de nuestras meriendas infantiles y juveniles. Sólo por nombrar alguna más, recordaremos que en Telde, sobre las cuatro de la tarde, salían los burros con sus grandes cestas a ambos lados de los lomos cargadas éstas de rico pan caliente acabado de salir del horno, dejando tras de sí, un aroma extraordinariamente apetitoso, y cuando ya estaba el pan en casa, pedíamos insistentemente que nos dieran de merendar. Otra vez la dichosa y siempre eterna división social. Los niños bien podían servirse de la mantequilla de origen irlandés, holandés o danés, para untarlos.
En cambio, las clases más populares tenían en la margarina, y concretamente en la Margarina Marian La Niña, su condimento más preciado. En Telde, una señora, muy aseñorada, de carácter de rompe y rasga de aquellas que se decían ¡genio y figura hasta la sepultura! comentaba en una tertulia entre amigas: ¡Fulanita de tal, (no ponemos el nombre para no molestar o herir sentimientos) es una echona y una falsa!¡ Se hace la rica y va diciendo por ahí lo que come y deja de comer, pero créanme yo he ido muchas tardes a su casa y allí no se huele a mantequilla, sino a Margarina!. Con eso sentenciaba la pobreza manifiesta de la pobre señora. La mortadela, italiana por supuesto, y el jamón cocido, en muchos casos se iba a comprar a la capital, concretamente al establecimiento de doña Dolores Mayor, más tarde conocido por los supermercados Cruz Mayor. En Telde los primeros que vendieron jamón de York o cocido fueron los establecimientos de don Juan Herrera, cerca de la Plaza de San Gregorio, los hermanos Benito y Narciso González Brito, en la calle María Encarnación Navarro y, un poco más tarde, el célebre Fasio en su bar-cafetería.
Éste último con la peculiaridad de que su jamón era braceado, lo que le daba un gusto muy peculiar y exquisito. Más tarde don Juan Martín y otros varios, empezaron a dispensar ese género. Al principio nadie tenía máquinas cortadoras de fiambres y se cortaba a cuchillo haciendo de cada loncha una verdadera lasca, ya que era muy difícil conseguir ínfimos grosores. El Cronista que ésto escribe, recuerda que en la tienda de don Miguel Rodríguez (Miguelito), en la calle o callejón de Tomás Morales, a mitad de los años sesenta, se vendía un jamón de forma cuadrada, que previamente se había adquirido al mayorista don Juan Calixto.
La frase, característica por repetida, era ¿Miguelito tiene usted jamón inglés? Y ante la afirmación del dueño de la tienda le decían: pero ¿lo tiene bueno? a lo que se le contestaba con mucha dignidad, ¡señora claro que sí! Entonces la clienta señalaba ¡deme cien gramos que lo quiero para un enfermo! Si hay algo típicamente español, no importando la región de la que se hable, es el gusto por el chocolate a la taza y los churros o porras (costumbre castiza, que según parece se debió a un invento del cocinero real, que prestaba sus servicios al buen Rey Don Carlos III).
Éstas últimas, las porras, muy populares en las churrerías de Gran Canaria. Los habitantes de esta isla y concretamente los de Telde, llamamos churros a las porras. Y cuando alguien quiso probar a hacer churros, tuvo que apodarlos de madrileños. Así se pedían cuando algún peninsular se acercaba a nuestras churrerías ¿tienen churros madrileños? A lo que se le contestaba, casi siempre ¡no, solo churros, churros! (obviamente eran porras). En nuestra ciudad se consumían cantidades ingentes de churros que a diario se hacían, preferentemente en dos establecimientos, uno en la calle Betancor Fabelo, muy cerca de la Plaza de San Gregorio o de Los Llanos, regentado por Isidorito, a quien acompañaba siempre su esposa, ágil como nadie a la hora de emplear las tijeras para cortar los churros al tamaño previsto, y a abrir y cerrar cartuchos con una agilidad pasmosa.
El otro churrero era José Melián Ramírez, en la calle Laguneta, en las inmediaciones de la antigua Plaza de Aráuz, que por entonces recibía el nombre de León y Joven y hoy conocemos por Parque, Franchy Roca. Aun hoy se mantiene dicha churrería, considerada la mejor de la isla por los entendidos en el tema. Su amplia clientela que viene de los más dispares lugares de Gran Canaria así lo acredita. Los churros fueron y son tan populares que no había que esperar a fiesta alguna para tenerlos en casa.
Era merienda socorrida por apetitosa, formada por la consabida taza de chocolate y churros, era prescrita por muchos médicos: don Federico Betancor, don Fernando Flores y don Antonio Monroy repetían como si se tratara de una letanía no hay catarro, ni gripe que no se quite con un buen tazón de chocolate bien caliente. Hemos dejado para el último lugar una merienda muy común entre los grancanarios de entonces. No importaba que fueras de Las Palmas de Gran Canaria, capital de la Isla, de otras ciudades tales como: Telde, Gáldar, Guía, Arucas; Villas como: Teror, Santa Brígida, Ingenio, Agüimes, o pueblos como Tejeda, Mogán o Artenara, por solo nombrar unos cuantos. Sobre las cuatro de la tarde por las principales vías de esos espacios urbanos, se veía llegar una fila de vacas contoneándose y moviendo sus grandes ubres de un lado a otro, pero también pequeños ganados de cabras, éstas con las ubres arrastrándolas por el suelo. Hacían unas paradas cada cincuenta o cien metros y, ahí estaba la chiquillería esperando con una escudilla con gofio en el fondo agarrada entre temblorosas manos.
Al vaquero o pastor se le decía, media medida o una medida y él cogiendo la escudilla la ponía debajo mismo de teta del animal lanzando un chorro fuerte sobre el centro de la misma. La leche caliente y espumosa se mezclaba con el gofio, no necesitaba de azúcar y créanme, ese prodigio de la naturaleza hacía felices a cientos de personas. En Telde y en muchas ciudades, villas y pueblos de Gran Canaria, se iban a las gañanías o establos en donde se encontraban las vacas y, puestos en fila india, se pasaban de uno en uno con escudilla en mano, repitiendo la acción que antes hemos descrito. Los más pobres, que no tenían el dinero suficiente para comprar la leche fresca, tenían que hacer cola a primera hora de la mañana (06:00 o a las 07:00 a.m.) en la llamada Oficina o Dispensario del Auxilio Social, popularmente conocida por
La gota de leche, en donde unas jóvenes de la Sección Femenina de La Falange entregaban, previa presentación de la cartilla de racionamiento, la cantidad de leche en polvo que se le tenía asignada a cada familia. Así se fue escribiendo la historia de unos niños, que como los de ahora, merendaban, pero que, a diferencia de estos últimos, no abrían la nevera ni se despachaban a su gusto.
Publicado en la prensa digital Teldeactualidad el 15 de julio de 2020.