POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Pasamos la mayor parte de nuestra vida queriendo llegar. En el esfuerzo dejamos todas las esperanzas y ansias, perdidas aquellas en un anhelo por el logro que nubla cualquier entendimiento. A fuerza de empujar, el sacrificio por la llegada, por el acceso al objetivo, nos desgasta hasta el punto de olvidar que, una vez has llegado, toca salir. Si aquella reflexión cupiera en nuestra mente, estoy seguro de que haríamos una planificación más sensata y acorde con la meta perseguida. Corre el atleta hasta la meta sin un segundo dedicado más allá del podio y la medalla.
Consume todo el político en aras de un escaño que más pronto que tarde habrá de abandonar. Entra el peregrino en la Plaza del Obradoiro sin descubrir que el final de camino no está allí, sino en el gran azul inmenso que abraza las peñas azotadas de Finisterre. Sentado sobre la rocalla ahíta de sudor, quemadas las botas por el polvo denso de un camino que nunca fue capaz de asumir, ve el caminante cómo pasa la vida, acunado por una brisa intensa de salitre en labio y sol reverberado sobre la espuma tenue y delicada que levanta el océano eterno, ese que algún día nos habrá de llevar. Esa agua inmisericorde, qué de salir antes de llegar está preñada, no pocas veces me ha enseñado lo que se debe desear y el esfuerzo hipotecado en tamaña vereda.
Y del camino de salida, ese que te ha de llevar siempre de vuelta a casa, anda este humilde Cronista bien enamorado desde el primer paso, desde el primer tranco gastado al cruzar las puertas que José Esteban mandó fundir en Bilbao a finales del siglo XVIII. Es cruzar aquella cancela y entrar en un sueño verde y tordo de difícil olvido. A la sombra de unas hojas anchas incólumes al desaliento, el caminante siente cómo el cielo serrano, antes azul metálico, se torna en un glauco esperanzador capaz de animar al paseo hasta al más ignaro de los sedentes petimetres. Y no crean que aquello fue una contingencia de este Real Sitio. En el principio de todo, cuando nada había más necesario para los fundadores del caserío que llegar, tamaña finalidad se tomaba por el viejo camino montañés, aquel que subía hasta la Fuenfría donde nació Rinconete y doña Anderaço ordenara construir un hospital para los viajeros. Senda aquella de tráfico constante, pobló ese lado de la sierra desde el lejano siglo XII para abigarrar el margen opuesto del caminar ennobleciendo el valle con el inmenso palacio de Valsaín.
Si bien es cierto que existían otros caminos, bien protegidos por la monarquía castellana para respetar el flujo de mercancías y personas sujetas a montazgos, pontazgos y arbitrios varios, en el momento de constitución del palacio de San Ildefonso, apenas había reflexión acerca de la salida. Sin duda, Felipe V veía este Paraíso como un fin y no parte de una etapa. Enterrada su momia corificada tras el altar principal de la colegiata, el primero de los Borbón no hizo otra cosa que confirmar lo que semejaba la letanía. Es probable que, por el contrario, alguno de sus hijos no concibiera este Real Sitio como parada y fin, sino como punto y seguido. Carlos III, cansado de las penurias inherentes al paso de la Fuenfría, pidió a Juan de Villanueva la traza de un nuevo acceso más acorde con la dignidad de aquellos que no transigen con terrón y légamo por mucho que su vivir se halle siempre cubierto de un fango pegajoso y repulsivo.
Lo cierto fue que Villanueva, seguramente asesorado por José Diaz Gamones, aparejador de todo a este lado de Peñalara, tomó por patrón el viejo camino que, partiendo de las Pamplinas, subía presto a la vereda de la Sotela, dejando a un lado el cuartel de las Vaquerizas. Con la conjunción del arroyo Minguete jugetón y el más arisco Telégrafo, la pista inicial tomaba las lomas altas de aquellos parajes repletos de orgullosos pinos tiesos como un sargento de la guardia valona, guindos delicados de flores presumidas y algún que otro avellano confundido con un trajín nunca entendido. Rompiendo el roquedal del granito más empinado, triturando las matas de pinos padres a la sombra de las Guadarramillas, Villanueva y Gamones tomaron el paso de Navacerrada para el Borbón arrebatándoselo a pastores de árboles descarriados y profetas de ovejas esquiladas en Santillán. Culminado el proyecto en 1778, no se abrió al tráfico comercial hasta diez años más tarde, impidiendo al arquitecto ver finalizado su proyecto.
Y, si bien Antonio Ponz quedó complacido por la bondad de un camino que reclamaba desde hacía una década, el nuevo paso, recaudador de un pingüe portazgo sobre bestias de todo tipo, incluidas las bípedas, acabó por arruinar el futuro de Valsaín, alejado un cuarto de legua del recién estrenado camino real. El viejo caserón, reconstruido por Felipe V, quedó a espaldas de un incierto porvenir, sin posibilidad de dar salida a un pasado que, desde aquel entonces, pena en una desmemoria falaz y miserable.
Ahora bien, apretujados en dos hileras de intenso y certero verde, un ejército de plátanos abigarrados invita desde entonces al paseante a tomar aquella salida hacia un mañana desconocido de esperanza indudable. Seguramente semillados en el siglo XIX, los viejos plátanos centenarios del camino de Villanueva me animan a esperar algo más de un presente que escapa de cualquiera que sea la explicación enhebrada en el pasado. Tiesos como garrotes deliciosos, amantísimos paisanos de sombra regalada y exiguo siseo adormecedor, los plátanos de la carretera del puerto, aquella que llevaba entonces a Villalba, solapada hoy por el vórtice de Madrid que todo lo absorbe, acompañan mi trajinar diletante sacado de la obligación con un amor sin igual por todo lo que transcurre bajo sus copas. Acariciando sus tibios troncos, ora verduzcos, ora pardos y ocres, marcho hacia la espesura con la certeza de que en toda salida hay una promesa de regreso implícita y que, de tanto caminar, uno acaba comprendiendo, a la sombra de un cielo verde colosal, lo necesario de la partida antes incluso de haber llegado.