POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA
En los 500 años desde su muerte, recuerdo hoy a don Bernardino López de Carvajal, un magnate de la Iglesia Católica, del que todos los que visitan la catedral de Sigüenza, (de donde fue obispo) oyen hablar, pero al que nadie vio nunca por aquellos pagos, porque nunca los visitó.
Es lógico que el historiador y obispo de Sigüenza don fray Toribio Minguella, en su monumental “Historia de la Diócesis de Sigüenza y sus Obispos”, mencione ampliamente a Bernardino López de Carvajal, porque este eminente personaje del Renacimiento español, del que tan largas páginas podrían escribirse, pues no paró en su vida (que duró 57 años) un momento de hacer cosas, fue Obispo de Sigüenza. Pero lo fue de tal modo que nunca llegó a aparecer por la ciudad del Henares, ya que su periplo vital le llevó por otros derroteros, más lejanos, y densos: casi toda su actuación está centrada en Roma, y buena parte de ella en otros lugares de Europa.
Al hacer ahora, en este año, los quinientos de su muerte, es lógico que recordemos esta figura. El historiador seguntino le da como fecha de fallecimiento el 17 de diciembre de 1522, aunque otros biógrafos suyos alargan más su vida, diciendo que murió ese día, pero de 1523. En el epitafio de su enterramiento, que está en Roma, se lee que tuvo de vida 57 años, y que murió “Obiit 17 Calen. Jannuaria Ann. 1522”. Sus más aplicados biógrafos han sido Álvaro Fernández de Córdova Miralles, que hace de él una densa referencia en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (2006) y Jerónimo Mateos Calvo, que ha escrito un libro en honor de su ilustre paisano (2022)
De él pueden decirse muchas cosas, pero la principal, creo, sería la de calificarle como un tipo listo. Había nacido en Plasencia, en 1456, en una familia de altas posibilidades, aristócratas, eclesiásticos, etc. Muy joven fuese a Salamanca a estudiar, lo que por entonces se solía: Artes y Teología. Tanto se aplicó a ello, que en 1472 (a los 17 de edad) se recibió de Bachiller, luego a los 23 de Licenciado, y a los 25 le dieron el grado de Maestro en Teología. Tanto sabía de ello, que la Universidad de Salamanca le empleó ese año de 1478 como profesor de la Cátedra de Prima, y con 25 años alcanzó a ser Rector de Salamanca. Como Unamuno, pero con muchos menos años.
De tanto que sabía, asombró a todos. Cuando más tarde llegó a Roma, de él decían que era “brillante por sus letras y por sus costumbres” (F. Guicciardini), “célebre por su modestia de vida y su ciencia teológica” (R. Maffei), “hombre muy elocuente y brillantísimo teólogo” (Lucio Marineo Sículo), y tan amante de la filosofía que hizo grabar su alegoría en su propia medalla con la inscripción qui me dilucidant vitam eternam habeb[unt]. Él fue capaz de crear y mantener en Roma algunas tertulias filosóficas a las que concurrían (entre otros muchos) Pomponio Leto, Pietro Marso, Sulpizio da Veroli o Paolo Cortesi.
Como sería demasiado prolijo contar todos los cargos que asumió, y las tareas que le fueron encomendadas, cabe hacer un resumen genérico sobre don Bernardino, y de él decir que fue, ante todo, un diplomático de altura, pues durante los reinados en Castilla de los Reyes Católicos, luego en solitario de Fernando de Aragón, más tarde de don Felipe el primero, y de su hijo Carlos el Emperador, Carvajal actuó de mediador en todos los conflictos que la monarquía hispana tuvo con el reino de Francia, y especialmente con los estados de la península itálica, llevando conversaciones con los jerarcas de Nápoles, de la Señoría de Venecia, del gran Ducado de Milán y, por supuesto, del estado pontificio, de la Roma papal.
En ella, destacó durante decenios como candidato al Pontificado: al ser un protegido del Cardenal Mendoza (Cardenal de la Santa Cruz) se convirtió en su agente en roma, moviéndose primero para favorecer el nombramiento como papa del alcarreño, luego laborando en favor de Alejandro (Borja) VI, y después ayudando a que Adriano de Utrecht fuera elegido papa favorable al emperador Carlos. Entre medias, se movió siempre como agente de papables, y en 1503 fue él mismo candidato en el cónclave que finalmente eligió a Julio II.
Él dejó correr, durante sus años romanos, la especie de que bien podría ser el “Pastor Angelicus” de quien las profecías anunciaban su llegada en tiempos de tribulación. Hacia 1502 se inauguró el Templete de Bramante y su aneja iglesia, montado todo ello sobre una tradición martirial en la que jugaban su puesto las profecías del beato Amadeo, o “Apocalypsis nova” que anunciaba el nacimiento del “Pastor Angelicus” y que Carvajal movió en esos años la teoría de que podría referirse a él mismo. Esto se hace hoy también mucho. Cuando se crean miedos y ansiedades previos, la llegada de un salvador que todo lo arreglará es esperada y por algunos mantenida.
Después se encargó de vigilar las obras de construcción de la iglesia de Santiago de los Españoles, por encargo de los Reyes Católicos. En plena Piazza Navona, este templo que dirigía Antonio da Sangallo se convirtió en el templo nacional del Reino de Castilla en la capital pontificia, y fue apoyado además por el papa (español) Alejandro VI. Al mismo tiempo, Carvajal se encargaba de supervisar las obras de la Basílica de la Santa Croce, en el centro de Roma, que apadrinaba con sus caudales el Cardenal Pedro González de Mendoza. En esta iglesia, finalmente fue enterrado al morir don Bernardino, y allí sigue, en un costado del altar mayor, su tumba y epitafio.
Aunque nunca apareció por Sigüenza, es notable la huella que dejó en la ciudad, y en la catedral. Su nombramiento se produjo en 1495, casi de forma automática al morir el Cardenal Mendoza, porque había sido su ayuda preferida hasta entonces. Él sabía que le hacían jerarca de una de las diócesis más ricas de España. Y que debía quedar su memoria impresa en las piedras del burgo. Disponía de muchos dineros provenientes del señorío y los impuestos, y quería gastarlos dotando al templo de elementos que le mejoraran y perpetuaran su nombre. De ahí que, en los primeros días del siglo XVI, decidió hacerla nuevo el claustro a la catedral. El que había era medieval, estaba viejo y no era útil a los canónigos y sus funciones. Así es que encargó al maestro seguntino Alonso de Vozmediano que le presentara proyectos de una nueva estructura para el claustro que se haría adosado al muro norte de la catedral, y se eligió uno de aspecto gótico a pesar de que (y él bien lo sabía) en todas partes se empezaba a construir “a la antica”, en imitación de la Antigüedad. Ejecutaron el proyecto los maestros canteros Fernando y Pedro de las Quejigas, Juan de la Gureña y Juan de las Pozas, todos montañeses, y lo hicieron en el breve periodo de tres años, pues en 1507 se daba por finalizado, aunque las rejas nos se pusieron hasta 1512. El claustro tiene siete tramos en cada panda, y se abre al patio central por medio de luminosos arcos góticos. Las bóvedas son de crucería simple con un nervio longitudinal que recorre el claustro en toda su longitud. En las claves de cada tramo, aparecen, alternando, los escudos de López de Carvajal, y del Cabildo. Y para el paso desde el claustro a la catedral, uno de los espacios más transitados del templo, quería hacer también algo nuevo, especial. Y mandó construir la “Puerta del Jaspe”, que se consiguió mostrar como uno de los complejos protorrenacientes más antiguos de la catedral y de España: se trata de un arco de medio punto escoltado de sendas pilastras sobre pedestales, y encima de sus sencillos capiteles corre un entablamento y friso con flameros laterales. En el friso aparece la leyenda «B. CARVAIAL CAR. S. +» significando haber sido costeada por el obispo, y Cardenal de la Santa Cruz, don Bernardino de Carvajal. El autor de esta interesante obra fue Francisco Guillén, quien la terminó en 1507. El nombre del Jaspe le viene a esta puerta del material durísimo en que está hecha.
Además se ocupó López de Carvajal de mejorar el urbanismo de Sigüenza, y de reformar los estatutos de su Universidad, que había sido fundada poco antes por el canónigo mendocino don Juan López de Medina, en una línea que se probaba como de renovación en la enseñanza y en la cultura europeas.