SONES SOLEMNES EN LA OFRENDA FLORAL DE RESPONSABLES DE LA COFRADÍA DE NUESTRO PADRE JESÚS, ENTRE ELLOS EL CRONISTA DE LA COFRADÍA, HISTORIADOR Y CRONISTA OFICIAL DE LOS VILLARES (JAÉN) MANUEL LÓPEZ PÉREZ
Orden, tronío, seriedad, poderío. La Cofradía del Cristo de la Buena Muerte cantó ayer precisamente a la vida, en esa doble cara necesaria de una misma moneda. Luto y color, dolor y alegría, invierno y verano. Con treinta grados a la sombra y algo más en la soleada Puerta del Perdón de la Catedral de la Asunción de Jaén, pero con puntualidad sin tacha, a las seis y media de la tarde asomó la cruz de guía por el dintel, para bajar a la plaza de Santa María. Y, tras ella, los primeros nazarenos, con sus túnicas y capas blanco nuclear y el contraste del negro de su botonadura, bocamanga y cíngulo, y sobre todo, del azabache de su caperuz, venciendo poco a poco el murmullo del público congregado con un silencio, roto solo al principio por las alegres campanillas de los niños a cara descubierta vestidos con el hábito de la cofradía.
Tintineo en la plaza, adonde llegaron los ecos de las marchas y de los característicos vivas al Cristo de la Buena Muerte, procedentes de la caja de resonancia de la Catedral y preludio de la salida.
Salida
La primera, once minutos después de las seis y media, de su admirado Cristo, realizado por el afamado Jacinto Higueras Fuentes en 1927, en madera de aliso, y que está crucificado en cruz de nogal (en 2009 fue restaurado por el Instituto Andaluz de Patrimonio Artístico). Y nada más asomar, una sucesión de emociones en las jambas de la Puerta del Perdón: primeros silencio, luego exclamaciones («¡Impresionante!», se oyó), después fotos y por último los aplausos, acompañados a los sones del himno nacional.
Y todas las miradas de la plaza dirigidas a ese contraste que forman la desnudez del Cristo de la Buena Muerte y su imponente trono, separado por un campo de claveles rojos. Un sólido basamento de cedro y barniz en nogal, tallado por José Tirao Carpio, e inspirado en la arquitectura y ornamentos de la Catedral, con cuatro relicarios en plata de San Marcelino Champagnat, San Pedro Poveda, San Josemaría Escrivá de Balaguer y las reliquias también del Beato Manuel López Garrido. Y cuatro tablas pictóricas incorporadas en las capillas perimetrales, realizadas por el pintor Francisco Huete Martos. Y, en las esquinas, las tallas de los evangelistas, obra de José Dueñas Rosales. Todo un conjunto iconográfico, llevado en andas, como el resto de tronos de esta cofradía.
Detrás, los penitentes cargando sus cruces. Y, a continuación, la Banda de Cornetas y Tambores de Nuestro Padre Jesús Despojado de su Vestiduras, granadina y elegante, con su traje de gala y los penachos blancos de sus relucientes cascos, movidos por la ligera brisa que sopló de forma intermitente conforme el sol empezó a bajar en dirección a Jabalcuz y la cruz del Castillo.
Sones solemnes de ‘Réquiem’ en su discurrir por la plaza de Santa María detrás del Cristo de la Buena Muerte y, al enfilar la calle Campanas, ofrenda floral de responsables de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús, entre ellos su cronista y cronista oficial Los Villares, el historiador Manuel López Pérez.
A ocho minutos de las siete de la tarde, el trono pasó por la esquina de la Catedral con el sonido de ‘En la buena muerte’ y las miradas de la plaza se volvieron de nuevo hacia la Puerta del Perdón, reclamadas por los aplausos y los acordes que salían de su interior. Y es que asomaba el impresionante grupo escultórico de Cristo Descendido, obra de Víctor de los Ríos Campos de finales de la década de los cincuenta del siglo pasado. Subido en la escalera, Nicodemo, y debajo, San Juan y José de Arimatea sosteniendo en brazos a Jesús muerto, y acompañados de María Magdalena y de la Virgen María, con la brisa agitando la llama de las velas, el blanco del sudario y el malva de las flores que separaban la escena en el monte del Calvario de otro gran trono.
No en vano, sobre él procesionó el Cristo de la Buena Muerte, y desde 2002, una vez adaptado, lo hace el grupo escultórico de Cristo Descendido, con sus bajorrelieves en madera de nogal representando la vida de Cristo y, en las esquinas, cuatro fanales tipo galeón en metal.
Trono que dio su primer giro con la energía de su capataz frente a la calle Maestra y a los acordes, acompasados y melancólicos, de ‘Reo de muerte’, a cargo de la también muy elegante Agrupación Musical Virgen de las Angustias, de Alcalá la Real.
Detrás, las mujeres de mantilla anunciado con su presencia a la Señora de las Angustias. Aunque su aparición, a las siete y veinte, solo tuvo lugar cuando los ecos de los banda alcalaína ya iban calle Campanas abajo. En su lugar, los acordes parsimoniosos de ‘Virgen del valle’ de la Banda de Música Blanco Nájera de Jaén, y detrás de la imagen, procedente del extinguido Convento de San José, cedida por el Cabildo Catedralicio en 1926, recién fundada la cofradía.
Difícil coordinación
A esa hora de la tarde, toda la atención estaba puesta ya en el discurrir del cortejo: empleadas municipales asomadas a los balcones del Ayuntamiento, palos que emergían para hacer fotos más cerca, alfombra de cáscaras de pipas de quienes habían esperado en las escalinatas de la plaza y equilibristas en los bordes de los grandes maceteros-cenicero recién plantados de surfinias.
La Buena Muerte se fue en busca de San Ildefonso. Cuando bajaba por Hurtado, subía por la calle paralela, en su estreno, la cofradía de El Cautivo y, unos metros más abajo, doblaba la esquina de Madre Soledad y enfilaba Roldán y Marín la de El Perdón. Tres procesiones en poco espacio y teniendo las tres que pasar por La Carrera, lo que obligó a un esfuerzo añadido de coordinación.
Fuente: http://www.ideal.es/ – José M. Liébana