POR APULEYO SOTO, CRONISTA OFICIAL DE BRAOJOS DE LA SIERRA Y LA ACEBEDA (MADRID)
Señoras, señores:
Invitado por el Concejal de Cultura y por el Cronista Oficial, Juan Alonso Resalt, vengo a hablaros del Buero Vallejo que yo conocí, la persona y el personaje cuya memoria vosotros honrais con este Centro leganesino.
El baúl de los recuerdos es uno de los más grandes tesoros que almacena el hombre.
Espero enseñaros algo más del autor guadalajareño, divertiros y entreteneros.
Conocí a don Antonio Buero Vallejo (el Don se le anteponía naturalmente por su seriedad formal) cuando yo era un joven creador que montaba teatros escolares a la vez que hacía crítica teatral en un periódico de Madrid.
Eran tiempos todavía un poco grises y difíciles, los primeros años setenta, en los que había que luchar contra la censura de lápiz rojo en manos de los ministros de Información y Turismo, señores Fraga y.
Buero nace en 1916 y muere en 200. Su padre, militar en el viejo Protectorado marroquí (Larache), es el primero que le aficiona a la lectura y a la pintura y le lleva al teatro y los conciertos. De todo buen lector sale un buen escritor o un excelente conversador. Y así fue en este caso. Ya de alumno, Buero obtuvo un premio de redacción en el colegio. Y los premios estimulan mucho. Más tarde se coronaría con el Lope de Vega por Historia de una escalera y con el Cervantes por el conjunto de su obra.
En el entretanto conoció en la cárcel a Miguel Hernández –famoso es el retrato que le hizo- y fue nombrado académico de la Real Academia Española de la Lengua (RAE).
Muchos Colegios, Centros Culturales, Calles, Plazas y Teatros llevan hoy su nombre.
Sencillo, honesto y humilde siempre, no se distinguía sino por la sensatez de su pensamiento, más cargado de preguntas que de respuestas.
Su casa de Hermanos Miralles, número 36, en el barrio de Salamanca de la capital, era de una austeridad ejemplar, pues aunque estrenó mucho, no sin dificultades y tropiezos, los derechos de autor resultaban escasos.
Duro para sí mismo, se comportaba enormemente comprensivo con las debilidades humanas de sus contemporáneos. Un Quijote justo. Un Caballero. Y tenía tantos colegas, amigos y admiradores en la derecha como en la izquierda, aunque su talante natural se mostraba más cerca de esta segunda manera. Y por encima de todo, independiente, prácticamente solitario. Solitario y solidario con los desfavorecidos de la tierra. Más que el sentimiento, le guiaba la razón, una razón inteligente y práctica. Esa razón que puso y usó en La doble historia del doctor Valmy , La fundación, El tragaluz, El Concierto de San Ovidio, En la ardiente oscuridad, Esquilache, Goya, o Las meninas… siempre con un trasfondo simbolista y fatalista, como envuelto en una persistente niebla.
Pero amaba y practicaba las tertulias literarias del Café Gijón, a las que se bajaba andando cada tarde. Para escuchar más que para hablar. En esto era una especie de Gerardo Diego.
Lástima que destruyera sus “Confesiones”, pues dentro de la discreción en que se movía, serían hoy objeto de deseo por los editores.
Pero en medio de tanta formalidad formal, de tanta seriedad intelectual, de tanta especulación como de él se hacía… Buero, a su modo, sabía divertirse.
Yo le vi bailar rok and rol y agarrado en las discotecas de entonces con su mujer actriz Victoria Rodríguez, que todavía vive. En las noches de estreno del María Guerrero, el Español, el Lara o El Infanta Isabel, claro. Y también le vi jugar al mus y otras cartas y dados con Fernando Vicaíno Casas –ultraderechista, pero muy humoroso- en el Hostal Arcipreste de Hita de Navacerrada durante largos veranos. O sea, que era un hombre total, bueno, machadiano, en el buen sentido de la palabra bueno. Y, como el poeta don Antonio, esperando hablar y jugar con Dios un día azul.
“Las palabras en la arena” sobre el caso bíblico de la Magdalena, gran obra corta que le representé con mi Grupo “Los Grillos de Santa Cristina” y a la que asistió orgulloso.
Amante del teatro infantil y de los juegos infantiles y de declamador del romancero, viéndolo todo como una pintura de la vida.
Por eso, acaso prologó mis obras “Doña noche y sus amigos” y “El buey de los cuernos de oro” y “El país de Luna Grande” y “Una casita roja”… comparándome con Alejandro Casona, Lorca, Benavente y Don Ramón María del Valle Inclán. Casi naa… Él, que era un trágico de carácter.
Escribió: Los hombres no son necesariamente víctimas pasivas de la FATALIDAD sino colectivos e individuales artífices de sus venturas y desgracias. Lo que confirma la tragedia de la humanidad. y la capacidad de sobreponerse a ella.
Creo y espero en el hombre como creo y espero en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad. Y por eso escribo.
Asistí como crítico a todos sus estrenos y él a los míos. Haro Teglen no le perdonó nunca y le acribilló en El País todo lo que su venenosa pluma podía.
¡Qué pena que ahora, en el centenario, se haya olvidado hasta el ministerio de Cultura de la hondura de su teatro. Ni una representación digna, qué pena, insisto!