POR CARMEN RUIZ-TILVE, CRONISTA OFICIAL DE OVIEDO
El mes empezó con el Corpus en domingo, ya acostumbrados como estamos a las mudanzas del calendario. Esa fiesta, que sabe mantener el valor de lo popular solemnizado, es exaltación de la primavera y este año tuvimos la suerte de una mañana de sol que sacó a la calle el cortejo de niños de primera comunión, algunos con prendas que cubrían el organdí, por la buena ocurrencia del arzobispo, que pidió para las niñas alguna prenda que protegiera del frío mañanero de la Catedral; los marineritos en tierra, algunos incluso con galones de alto grado, estaban abrigados. Ya en la calle, camino de San Isidoro, tras el Santísimo bajo palio, como manda la tradición litúrgica, los feligreses miraban al cielo, inusitadamente azul, pero también al suelo, destrozado y traidor.
En la misma plaza de la Catedral, a la altura de San Tirso, un remiendo de cemento cubre parte del pavimento de piedra, muy deteriorado, en parte hecho añicos por la impropia mala vida, insana para aquel lugar no hecho para fiestas que llevan hasta allí camiones para montar inmensos escenarios. Esperemos que sea agua pasada. Ya en la Rúa, sigue el destrozo, en parte de la obra inacabada y quizás inacabable del Museo de Bellas Artes. Entristece ver la escabechina interminable que empieza con el edificio de esa esquina, hermosa obra del arquitecto de la Guardia, ahora ahuecado, y los siguientes, unos desaparecidos y otros severamente alterados, dignos representantes de un Oviedo que fue. Cuesta evocar el tiempo todavía cercano en el que allí estaban hermosos edificios en los que ilustres peregrinos dejaban la estameña y vestían el terciopelo los prelados que por allí llegaban hasta la Cámara Santa. La destrucción de aquellas casas nos trajo, sí, el consuelo de poder levantar la imaginaria alfombra que cubría aquel suelo y saber de un cementerio parroquial de San Tirso, un taller de azabachería y una inesperada fuente de claro corte romano, indudable pariente de la Foncalada, de la que no lo sabemos todo.
Pasada Cimadevilla, que ahora es una gran terraza de cafetería, llegamos al arco que fue puerta de la ciudad y, bajo la lluvia de pétalos de rosa, nos enfrentamos al altar de la escalinata de San Isidoro, la misma en la que en tiempos del jesuítico San Matías se representaban obras de teatro. La colorida alfombra de flores colaboraba a la irrealidad del conjunto, con campaneo alborozado.
De camino, evoqué, inevitablemente, lo que Cimadevilla fue hasta hace nada y no sabía que era la última vez que pasaba por delante de la joyería de Antonio Fernández Argüelles con él vivo, el último joyero de la zona de tantos joyeros tradicionales.
Siempre, y más en tiempos de tribulación, la esperanza está en los niños y por eso hemos de luchar para dejarlos en un mundo habitable.
Tuve enorme alegría y emoción, y no fui la única, en la fiesta de «graduación» de los niños del Colegio Corredoria III, que lleva mi nombre. No cabe homenaje mayor y mayor responsabilidad en una vida docente que ver un colegio con el nombre propio, sin que yo tenga para ello otro mérito que el trabajo, cumplido, como es natural, con todo el convencimiento, en una familia de profesores por todos los costados. Niños y niñas con su beca azul sujeta de los hombros, a punto de entrar ya en la Educación Primaria, ahí es nada. Familias ilusionadas, niños felices, el futuro ya está aquí. Gracias a ellos por ser como son. Gracias al cuadro de profesores y otro personal, entre los que tengo antiguos alumnos, como en tantos sitios a estas alturas.
Dentro de la nueva etapa del RIDEA, que tenía más expresivo nombre cuando se llamaba IDEA, sin la R real, ya se celebran actos interesantes y con muy buena concurrencia. Andrés Martínez Vega, doctor en Historia y cronista oficial de Piloña, nos ilustró sobre el último y amargo tiempo de Santa María de la Vega y sus religiosas acosadas y engañadas en una buena serie de mensajes y faltas de respeto hacia ellas que todavía no han terminado. Parece que esta ciudad, merecedora de tanto bien, es juguete para instituciones y personas que no merecen pisar aquí, y ahí está lo que queda de Santa María de la Vega, parte del claustro que nunca vimos, parte empobrecida de la iglesia, a lo que se añaden ahora buenas muestras de arqueología industrial y los chalés de La Tenderina, todo ello es parte de nuestra historia, una historia dura en la que lo único que se salva es el trabajo que dio durante más de un siglo a obreros altamente especializados. Y ahora, ni eso. Durante mucho tiempo la sirena de la fábrica de la Vega partía las horas de Oviedo. Ahora no hay más que silencio, y desprecio. Y no es lo de menos en este desprecio el que se hace a las monjas de San Pelayo, herederas de orden de las de la Vega y depositarias de su legado, a las que no se les da la ocasión de visitar el escenario del despojo. Quien manda, manda.
No parece que en la realidad de las calles, el callejero esté en trance de crecer, porque las grúas de la construcción hace tiempo que no sobrevuelan el cielo de la ciudad. Con todo, el Alcalde tiene en cartera una serie de nombres a los que en este último tiempo se suman dos nuevos, Juan Antonio Álvarez Álvarez y Luis María Fernández Canteli.
En la misma mañana del disgusto grande por la muerte de Juan, amigo mío de la infancia de los veraneos en Pola de Gordón, su tierra, escribí aquí mismo de la oportunidad de darle una calle en esta ciudad por la que tanto hizo desde el urbanismo municipal, y una calle en La Florida, su obra más querida. Bien es verdad que lo publiqué pero no hice propuesta por Registro. Ahora viene la calle, y me alegro por ello, porque es justa y se hace a tiempo. La otra calle que se aprueba es, ¡por fin!, para Luis María Fernández Canteli, ligado de mil maneras a la vida cultural de Oviedo. En su momento, fallecido inesperadamente en un accidente de tráfico, muchos nos movimos para pedir ese reconocimiento, sin éxito, y a mí me dijeron directamente, «ahí, ni tocar», y así hasta ahora. Más vale tarde que nunca.
Fuente: http://www.lne.es/