POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
He venido observando a través de los últimos años que el Barrio Conventual de San Francisco y, con él muchos otros de nuestra ciudad, ha ido mermando su población gatuna. Ante este hecho y como siempre hago, cuando alguna situación me sorprende, he intentado buscar una explicación. A ciencia cierta no se si he logrado acertar en mis juicios, pero valgan éstos como posibles respuestas al tema que nos ocupa.
Me explico: Cuando llegamos, como vecinos, al anteriormente mentado Conjunto Histórico Artístico, corría el año de 1981. Nuestra casa está situada estratégicamente entre las dos plazas principales del lugar: Una de sus fachadas da a la Plaza del Convento y la otra al final de la Calle Portería y la prolongación de ésta hacia la Plaza de los Romeros (mal llamada El Mirador de San Francisco por ciertas autoridades municipales, que sofisticando el idioma, se creen más progresistas).
En ambos espacios públicos, una docena de gatillos hacían las delicias de los lugareños y, como no, de los turistas que por aquí se dejaban caer. Entonces había una vecina, que orgullosamente afirmaba que en la huerta de su casa, también en el patio y en la azotea, daba de comer a más de docena y media de mininos. No era esta tribu una molestia para nadie, pues Julita, que así la llamábamos cariñosamente, cuidaba de ellos con esmero. Limpios y lustrosos, en su pavanoso caminar se recorrían todas las azoteas limítrofes, cazando cucarachas, ratoncillos, saltamontes y alguna que otra lagartija. Así, el resto de los vecinos agradecidos, también contribuíamos a su mantenimiento y no pocos dejaban, cerca de sus tejados y terrazas, platitos de sopas de pan con leche y, hasta algún que otro resto de pescado o carne. No pudiendo faltar una escudilla, tazón o cacharrillo con agua fresca.
En la calle Trescasa (Así aparece rotulada, al principio de la misma), otra vecina, maestra de profesión, lanzaba a boleo trigo y millo (maíz) sobre el imperfecto adoquinado de callaos, para satisfacción de mirlos, apupúes (abubillas), pájaros palmeros, pintos (jilgueros), calandrios, alpispas y canarios en todas sus variantes. Esta misma señora, amante de los animales y protectora de los mismos, solía colocar muy cerca de la quicialera de su puerta principal, unos pequeños recipientes con granulados especiales para alimentar gatos, además de unos cuantos cuencos con agua fresca.
No pude censar a la población felina de entonces, ni lo puedo hacer ahora. Pero si antes los gatos estaban en cada huerta, rincón, plaza, calle o callejón de nuestro barrio, hoy son de muy escasa presencia. Al faltar estos naturales cazadores, han aumentado otras colonias no tan recomendables para vivir en contacto con los seres humanos: Ratas y ratones han normalizado su hábitat en las tortuosas calles empedradas de San Francisco. Asimismo, cuando muere una tórtola, una paloma o un pájaro, podemos asistir a un macabro espectáculo: Sus lacerados cuerpos deteriorándose por días y despidiendo su fétido olor que acompañan la respiración del vecino o del visitante ocasional. A no ser que nuestro sufrido operario de limpieza (barrendero) llegue a tiempo para retirarlo. También ése era trabajo de gatos, especializados como estaban en alimentarse de todo aquello que el ser humano desechaba.
Hace una semana mi vecina y yo sorprendidos, vimos como un lanudo minino saltaba un pequeño muro para escabullirse entre los palos de la balaustrada de la Finca del Convento. Nuestra alegría fue inmensa al ver que todavía quedaba algún que otro gatito cuidando de la higiene del barrio.
En el mismo orden de cosas, debo recordar como a finales de los años cincuenta y buena parte de los sesenta del pasado siglo XX (y según me dicen fue escena cotidiana años, lustros y décadas atrás), en mi barrio de Los Llanos de San Gregorio, era muy usual ver a los gatos en las puertas de bares, almacenes de empaquetado de tomates y en tiendas de ultramarinos, aunque también los había custodiado el acceso de ferreterías, latonerías, herrerías, peleterías y tiendas de tejidos. En esos años de postguerra con una sociedad carencial, poseer un gato era garantía sanitaria sin igual. Es verdad que estos felinos, a veces, acarreaban ciertas enfermedades; algunas transmitibles al ser humano como eran la tiña y la rabia, pero los casos eran muy esporádicos. En las numerosas fincas que poseía por entonces la comarca teldense, los gatos asistían con su presencia y buen quehacer a la higiene de vaquerías, apriscos y piaras, manteniéndolas limpias de roedores y otras plagas indeseables.
En nuestro comercio familiar, del antiguo Callejón de San José o de don Paco el Viejo, hoy Tomás Morales, tuvimos la suerte de contar con un bellísimo ejemplar de gato blanco al que llamábamos cariñosamente Niño. Éste era capaz de saber cuándo llegaba la tarde del domingo. Al cerrar las puertas de la tienda, sobre las dos de la tarde (Antes todos los comercios teldenses abrían todos los domingos de 7:00 a 14:00 horas), ya no estaba por todos los alrededores y en las primeras horas del lunes siguiente, volvía de sus andanzas, maullando y reclamando su ración de comida.
Siguiendo con el tema que nos ocupa, pero buscando algo más sobre él en la profunda Historia de Occidente, hemos llegado al Egipto Faraónico, aquel que transcurre a lo largo de siete mil años antes de Jesucristo (fechas que se mueven hacia adelante o hacia atrás, después de cada descubrimiento arqueológico). Allí junto al Nilo se cuidó, cuando no se adoró, la imagen de los felinos en general y del gato en particular. La diosa Bastet fue, entre todos los dioses y diosas del panteón egipcio, una de las deidades más populares. En el Museo Egipcio de El Cairo se cuentan por miles las estatuillas de dicha diosa, compuestas en maderas de diferentes procedencias y calidades, piedra granítica o arenisca, pero también preciosas y semipreciosas. El oro, tan deseado por los egipcios para ennoblecer sus sepulturas, está más que presente en no pocas de esas imágenes.
Los romanos, bien por influencia oriental o simplemente por gustos propios, han sido, desde la antigüedad hasta nuestros días, unos grandes amantes y defensores de los gatos. Tanto es así que en la actual Roma deambulan libremente por los restos arqueológicos más importantes de la ciudad, sean éstos los del Foro, la Vía Apia o el mismísimo Coliseo, éste último verdadero palacio felino, en donde según costumbre romana ha existido y existe un rey de los gatos, que se elige entre todos los visitantes humanos por aclamación popular, debido a su imponente presencia o a su derroche de paternidad.
La numismática arroja luz sobre el origen de esa convivencia pacífica entre humanos y felinos en la Ciudad Eterna. Se han encontrado monedas del 500 antes de Cristo ilustradas con figuras de gatos. La palabra gato procede del Latín, como otras tantas del Español. Cacttus, cacttúlus, era la forma usual de denominar a esas fierecillas domesticadas. Hasta tal punto fue un serio problema la invasión gatuna, que en 1484 el Papa Inocencio VIII los excomulgó y decretó que deberían ser quemados siempre que éstos se encontraran cerca de brujas. Ya que se creía a pie juntillas que eran la reencarnación del propio Satanás.
Ya en el siglo XX, el ayuntamiento de la capital italiana formalizó un cuerpo de funcionarios dedicados a elaborar comida para ellos, las famosas raciones de callos, pero ante la escasez de éstos en el mercado, hubo momentos que se tuvieron que suprimir, naciendo así el dicho Nun c’è trippa per Gatti, traducido como No hay callos (o tripas) para los gatos. Dicha frase es utilizada por los italianos cuando quieren manifestar que están a dos velas, es decir, sin nada que llevarse a la boca.
L’ Associazione Culturale di Torre Colonia Felina Argentina fue fundada en 1994 para proporcionar alimentos, atención veterinaria y una mejor vida para los cientos de gatos de la zona arqueológica romana.
Buscando entre los artistas plásticos a aquellos que dedicaron tiempo y genio creativo a dejar constancia de su interés por los gatos, hemos encontrado seis ejemplos relevantes: Leonardo Da Vinci con un bellísimo dibujo a mano alzada representando a la llamada Madonna con niño y gato, en la que podemos ver a un felino abrazado por el propio Jesús. El Bosco, ese pintor tan controvertido, en su célebre Jardín de las Delicias, entre cientos de animalillos, nos representa a un minino que lleva en sus fauces a un ratón. El gran Francisco de Goya y Lucientes, tan presente en el Museo del Prado, pinta con maestría una Riña de Gatos, parte de un cartón para tapiz. Théofile Alexandre Steinlen realiza un póster titulado Le Chat noir, en alusión a un célebre cabaret en el barrio parisino de Montmartre. Paul Klee con su Gato y pájaro de 1928, nos atrae a un mundo de nuevos colores. Dalí Atomicus de 1948, es una foto surrealista realizada por Salvador Dalí y el fotógrafo letón estadounidense Philippe Halsmanm, en ella unos gatos vuelan junto a Dalí, mientras les lanzan un cubo (balde) de agua. Para terminar nuestra relación de artistas plásticos, nos llegamos hasta la Zona Fundacional de Telde. Al comienzo de la calle Inés de Chimida, que une los Barrios de San Juan y San Francisco, podemos extasiarnos viendo un magnífico mural todo él de bronce en alto relieve, obra del teldense Luis Arencibia Betancor, quien lo tituló el Sueño del Faycán: Un canarii mira desde lo alto a la ciudad de Telde, representada por varios edificios industriales y eclesiásticos, junto a un mar de platanera. Coronando dicha creación artística un erizado felino, nos llama la atención. Guiño del artista a la fama ocultista de su Patria Chica.
En los siguientes párrafos intentaremos hacer una brevísima síntesis de lo que ha supuesto el gato en la Literatura Universal. No hay cultura que no haya dedicado algunas páginas o libros enteros sobre el cotidiano actuar de estos domésticos felinos. El propio don Benito Pérez Galdós utiliza la palabra Miau para poner título a una de sus obras. Doña Emilia Pardo Bazán, amante del escritor canario, en la intimidad lo llamaba minino, cuestión ésta que asombró a sus coetáneos, haciendo burla de ello. El escritor japonés Natsume Soseki con su obra Soy un gato se estrena en un ejemplo de narrativa con tiempo y humor oriental, con todo lo que ello implica. Las opiniones del gato Murr es una especie de receta para comentar la realidad del mundo a través de la perspectiva felina. Su autor, Hoffmann, escritor de vida e imaginación apoyada en una notable y sutil observación, escribió esta excelente novela entre 1820-1822. Gèrard Vicent con maestría no exenta de sarcasmo nos deja su obra Akenatón. La Historia de la Humanidad contada por un gato. El gran Honorè de Balzac escribe con verdadera destreza su Penas de amor de una gata inglesa y P.J. Stahl le contesta con Penas de amor de una gata francesa, desmintiendo así al escritor francés. Thomas Stearns Elliot nos sorprende con El libro de los gatos sensatos de la vieja zarigüeya. Antonio Burgos siempre tan sagaz como ocurrente nos entrega para su lectura Gatos sin fronteras (adanzas y fortunas de Remo, un gato callejero). Y de este mismo autor tenemos Alegatos de los gatos (relatos con retratos de los gatos literatos). James Bowen es el autor de Un gato callejero llamado Bob. Doris Lessing, reconocida escritora, nos deleita con Gatos ilustres, en el que nos reseña la vida de los múltiples gatos que conoció y tuvo durante su vida. Mamoko y La gata de Mariko Koike, escritor nipón, realizó esta peculiar obra, mezcla de amor y suspense, en la que la gata Lala desempeña el papel principal. Stéphanie Hochet nos presenta su ensayo en materia gatuna, que lleva por titulo Elogio del gato. Hippolyte Taine se esmera en una obra con resultados sobresalientes, Vida y opiniones filosóficas de un gato. Abigail Tucker nos hace un verdadero regalo con su obra Un león en el sofá… Y así sufrido lector podríamos seguir desgranando hasta mil títulos en donde estos domésticos son, algo que les encanta, únicos protagonistas de sus vidas.
En nuestro país, se denominan gatos a los madrileños. Queriendo saber el por qué nos asistimos de la extensa obra del primer Cronista Oficial de Madrid y por ende de España: Mesonero Romano, quien escribe:
En el año de 1083, Alfonso VI, Rey de Castilla, estudiaba liberar del dominio musulmán a Toledo, antigua capital visigoda. Pero sólo a 60 kilómetros se encontraba Mayrit, una fortaleza militar mora de vital importancia.
Alfonso VI consideró que sería un error conquistar Toledo y dejar una fortaleza mora en su retaguardia. Por ello, llevó sus tropas hasta la fortificación amurallada de Mayrit, la sitió y se preparó para la batalla. Pero, rápidamente se dio cuenta de que tomar la ciudad sería una tarea más dificultosa de lo que esperaba inicialmente. En ese momento, los guardianes le presentaron a un muchacho al que llamaban «gato» por su agilidad y destreza para escalar muros que otros no podían.
Al día siguiente, el joven escaló un alto muro con una soga. Usando una daga comenzó a perforar pequeños agujeros entre los ladrillos del mismo y, trepando como un felino, consiguió acercarse sigilosamente hasta una torre de vigilancia. Detrás de él fueron los soldados, quienes silenciaron a los guardias y después lanzaron un ataque sorpresa. La leyenda cuenta que gracias al intrépido y ágil Gato se pudo ganar la batalla y se conquistó Madrid. Gato se convertiría en un héroe nacional tan famoso que con el paso del tiempo el término «gato» identificó, primero, a cualquier persona valiente de Madrid, y finalmente su significado se extendió para abarcar a cualquiera que hubiera nacido en la ciudad. Actualmente se califica de gato aquel cuyos abuelos y padres sean oriundos de la Villa y Corte.
Mesonero Romano también nos dice cómo el apellido Gato se hizo popular entre los madrileños. Y cómo alguna que otra casa fue blasonada, dejando ver a este felino esculpido sobre el duro granito meseteño.
Con esta alusión al gran Cronista Oficial madrileño damos por concluido el presente artículo, no antes sin recordar todo lo que le debemos a los gatos, que, si efectivamente van por libre, no han dejado de ser fieles acompañantes del ser humano y, en algunos casos, únicos dadores de cariño a ancianos, enfermos y demás gentes. Ejemplo notorio de ello lo tenemos en la propia Ciudad del Vaticano, en donde el Papa emérito Benedicto XVI se hacía acompañar de su inseparable minino.
Sus ronroneos y sus frotamientos con los rabos alzados muestran su aprecio por aquellos que tienen cerca. Y a veces son capaces de descubrir, entre todos nosotros, al más débil y necesitado.