POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
Manolín del Valle lo llamaban, ganadero, tuvo con Erundina siete somedanos: Kiko, Lolo, Modesto, Dela, César, Mari y Emma. Me cuenta Emma, al atardecer, entre fayes y glayos, por la senda del Gumio hacia el Lago, que su padre era gran lector, pensador y religioso en la práctica, no para ganarse el cielo, que ponía en entredicho, sino porque, según decía él, lo ayudaba a ser mejor persona en la tierra, en su Valle de sonrisas, más que de lágrimas. A finales de los 70, el padre Julián, cura de Belmonte, caminaba por la inmensa vega de Camayor, cerca de Sobrepena, donde Manolín abrañaba, y se sentó con él a charlar; al rato, admirado, le preguntó si era maestro y Manolín respondió: “No; soy un simple campesino”. A Emma le brillan los ojos al contármelo, también a mí al escucharla, y como subiera la niebla y cayera la noche en el bosque, iluminados por el campesino, regresamos a la Pinietsa.
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