POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
Bien podríamos afirmar que el campesino que trabaja la tierra es el único que administra y ordena la energía latente del cosmos, pues es él quien maneja y entiende muchos de esos saberes empíricos y ancestrales que -a través del misterioso laboratorio de toda tierra fecunda- produce tantos saberes vitales y vegetales que se forman y depuran en el alambique de las raíces y suben cada primavera hasta alcanzar las yemas en flor.
Es el hombre del campo el que vive de la armonía del suelo y del cielo. Éste último viene a ser como una circunstancia imprescindible que puede ser favorable o adversa y que hace que la vida de aquél dependa de sus avatares y fenómenos, previsibles e imprevisibles.
Trabajar la tierra sin el concurso del cielo meteorológico sería un imposible.
Todo campesino es como un hábil alquimista que transmuta sustancias deleznables de tierras y abonos en frutos y cosechas, pero sin perder de vista el cielo con todos sus meteoros. Pendiente de las nubes, de las fases de la luna, de fríos y calores es –desde tiempos remotos allá por Persia, Judea, Grecia o Egipto- quien estudia y atribuye al cielo que ve las misteriosas influencias sobre las savias vegetales.
Nunca cree del todo las predicciones meteorológicas que la televisión y demás medios ponen a su alcance; las observa con recelo y sigue con su mantra de refranes alusivos a cosechas y meteoros, a veces acertados y a veces erráticos. Porque los refranes son restos de una depurada y antigua sabiduría popular que ayudaban al campesino a descifrar los enigmas de ese variable y veleidoso humor de los vientos que traen y llevan nubes, cambian, vuelven y -apacibles o furiosos- se hacen presentes con amabilidad o bajan en tromba desbocada sobre las cosechas.
A veces el cielo meteorológico espejea como oasis etéreo en cielo teológico y los que el campesino cree (o creía) santos protectores se le hacen presentes en una dimensión acorde con cada necesidad. Santa Bárbara invocada cuando los dardos del rayo aparecen en lontananza; Isidro Labrador “quita el agua y pone el sol”; a San Antón se le hace presente mental o vocalmente cuando los animales requieren de alguien más que el veterinario de la zona; Francisco de Asís (San Pachu por aquí) es requerido como el beatífico amante y protector general de toda la cabaña y -no en vano- ha sido declarado patrono europeo de todo cuanto tiene que ver con la siempre bienvenida ecología.
En este mundo altamente tecnificado seguimos comiendo alimentos producidos por los agricultores, pero los tiempos han cambiado y muchos gobiernos de países desarrollados -con la anuencia de las multinacionales- subvencionan los productos alimenticios baratos e inundan los mercados forzando así a los agricultores a abandonar su negocio.
Siempre se dijo que cada asturiano lleva dentro un campesino en potencia; todos ellos abnegados y laboriosos, trabajando de sol a sol, sin horas libres las más de la veces, así fue la vida de cientos de miles de asturianos a lo largo de los siglos, poco valorados y peor pagados, siempre asombrados de que aquello que la tierra les dio tras duros trabajos y sacrificios, acaba llegando a manos del consumidor a un precio que fue creciendo por el camino de tan exagerada manera que causa bochorno y rabia.
Destacar los méritos de quienes saben todo sobre arar, cavar, sembrar, escardar, abonar, sallar, podar o cosechar -en su inmensa mayoría porque así lo vieron hacer siempre a sus antepasados- es lo mínimo que podemos hacer ahora más que nunca, cuando ven que su tradicional trabajo hace tiempo que ha comenzado a ser interpretado por muchos como cosa del pasado.
Como el campesino es hombre (o mujer) sufrido y desengañado, a veces lo advertimos con apariencia realista y nos regalará con un “a Dios rogando y con el mazo dando” o con el muy contundente refrán de “Dios y el cuchu pueden muchu, pero sobre tou el cuchu”; al igual que son escépticos ante la posibilidad de que cambien las cosas… “Unos tienen la pota y otros comen la sopa”.