CANTO AL OLIVAR
Feb 04 2018

POR CATALINA SÁNCHEZ Y FRANCISCO SÁNCHEZ PINILLA CRONISTAS DE VILLA DEL RIO (CÓRDOBA)

Olivar andaluz

    Si nos esforzamos en recordar grabados e imágenes de nuestra infancia, nos recrearíamos contemplando las fotografías del olivar y pensaríamos en el tiempo que hace que conocemos ese frondoso y benefactor bosque de árboles que, al igual que un anillo nupcial rodea el dedo de una mano, así abraza, acaricia y alimenta a nuestro pueblo y que nos ha acompañado desde nuestro nacimiento.

    Fueron antiguos pobladores, fenicios, griegos y romanos, los adelantados de la cultura que con ideas de futuro y comercio llegaron hasta aquí y poblaron nuestras fértiles tierras y yermos prados, de olivos. Plantaciones entonces extrañas a los primitivos habitantes y  ahora tan familiares.

    Yo, personalmente, me siento feliz, cuando estoy entre ellos, cuando voy a regar dos posturas que tengo nuevas, pequeñas y que, sedientas, parecen esperar mi visita, las mimo como animalitos indefensos y cuando le riego los pies y me encuentro sudoroso, descanso debajo de un árbol ya frondoso y entonces experimento el frescor que produce la sombra proyectada por un tupido manto de hojas, encontrándome más que nunca fundido en la tierra de la que procedemos.

    Esto supone para mí una gran relajación, ya que vivo desde hace muchos años en una ciudad grande y a veces, cuando paseo por las calles y avenidas llenas de coches, polución y ruidos, acuden a mi mente nostálgicas imágenes del campo, con su paz, su verdor, sus animales, sus pájaros…

    Cuando me traslado en coche desde la Pepa Lora a Cavanillas, al pasar por el pozo de Tumbaollas, he visto algunas veces una banda de perdigones guiados por su madre la perdiz a la cabeza, corriendo entre olivos y han cautivado mi atención.

    Otras veces ha sido una liebre, corriendo por el camino custodiado por dos hileras de olivos, la que con sus rápidos y ágiles movimientos y zancadas, y sus orejas tiesas, erizadas, me han ofrecido todo un espectáculo, emocionante, hasta el punto que he parado el coche para recrearme en esa visión, que en la ciudad es difícil de contemplar.

    A principios de primavera los espárragos nacen, protegidos a los pies de los olivos y a mí que llevo una vida sedentaria, sentado entre las cuatro paredes de una oficina, me produce una gran satisfacción y excelente ejercicio físico para mis años, el andar entre los olivos y agacharme para coger los espárragos, los que una vez cocinados considero un manjar.

    ¡Qué duda cabe, que mi admiración hacia los olivos no es solamente espiritual. Su principal atractivo está en su fruto y derivados: la aceituna, que en su variada forma, tamaño y color, siempre es anhelado presente en las mejores mesas y en los paladares más exigentes; y el aceite, ese precioso líquido suave, viscoso, amarillento, se ha convertido en un elemento básico de la cocina para la preparación de buenos menús y que, día a día, gana más adeptos en Europa y en el mundo, al descubrirse en él propiedades hasta ahora ignoradas para la salud y contra el colesterol.

    Pensando en ellos, observo que los olivos, árboles que pueden llegar a centenarios, van ganando terreno por su interés y cotas de producción para la humanidad, pues a diario nos proporcionan alimentos, trabajo, riqueza, bienestar y progreso por su exigencia de una variada industria.

    La contemplación desde una cima, de este arbolado grande, singular, sembrado en forma rectilínea y simétrica, y observando el movimiento de sus animales o escuchando el libre trinar de sus pájaros, me produce vida, relax, paz.   Todo en el olivar es generosidad.

    Villa del Río, nuestro querido pueblo, ha sido premiado con su plantación, su mar de olivos ofrece una naturaleza, verde y exuberante, que agradecida y generosa, nos devuelve con su preñez los sacrificios que el amante labrador, sacrificado y sudoroso le propicia a sus olivos, atento siempre a mimarlos, a satisfacer sus necesidades, a limpiarles los pies (quitándoles las hierbas y varetas), a arreglarles el cuello (limpiándoles las cabezas) a peinarlos (eliminando las ramas enredadas) y embelleciéndolos, para que sigan respirando, viviendo, dándonos oxígeno, triunfando en su ladera o cerro, colina o peñascal, y así por los siglos de los siglos. Os amo, olivos de mi tierra.

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