POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Decía Álvaro Flórez Estrada a principios del siglo XIX que era el pueblo víctima de su ignorancia, causa ésta de la mayor parte de los males que afligían su devenir. Dominada por la pasión, por exabruptos incontrolables que ora la convertía en vulgo bestial, ora en impasible y expectante suflé de desinterés, ha sido esta sociedad española pasto de la desvergüenza con mucha más frecuencia de lo que puedan imaginar. Volcán siempre durmiente a la espera de ser convocado, las hordas absurdas de violentos justicieros han clamado a lo largo de nuestro pasado para reivindicar cualquiera que fuera el sinsentido con tal de afianzar privilegios sobre aquellos mismos que clamaban hasta desgañitarse. Sometido el común a un desconocimiento palmario, el relato construido a partir de la historia ha acabado siempre por envilecerlo, llevándolo de la honesta y esforzada comunidad a la absurda y embrutecida turba capaz de arrasar cualquiera que sea el statu quo.
Así hemos asistido a rebeliones contra un emperador corruptor del derecho común castellano ahogada en sangre y olvido; levantamientos liderados por la burguesía de medio pelo que achantaran el servilismo implantado por la nobleza rural aragonesa y el desahogo de una oligarquía catalana fiel a unos principios al servicio de su privilegio hábilmente enmascarado; disturbios revolucionarios de negra sotana y rosario azabache contra un déspota rey italianizado y hasta reacciones aristocráticas contra el pútrido valido revestidas de revolución salvadora. Levantamientos campesinos impelidos al sangrante fracaso por líderes desaparecidos, alzamientos nacionalistas que protejan las franquezas de los instigadores e insurrecciones obreras envueltas en banderas transparentes abundan en nuestro pasado reciente sin que hayamos sido capaces de darle sentido moral a las consecuencias; sin que hayamos sido capaces de aprender a prevenir las causas de cuánto nos ha hecho llegar al paroxismo social que tanto parece gustarnos. Embrutecidos por la desgana, afectados por una pertinaz desmemoria, hemos aceptado vivir en esta vándala latencia a la espera de una chispa dirigida al orgullo mal entendido que pueda desatar los siete infiernos una vez más. Encendiendo la antorcha en la tina de petróleo, ansiamos con fruición un desahogo del que habremos de lamentarnos justo el tiempo necesario para olvidarlo todo y empezar desde el origen una vez más. Vamos que, según afirma el profético e inquietante Haruki Murakami, en el fondo todos ansiamos la llegada del fin del mundo. Y, aún siendo así, éste que suscribe no deja de pensar en la importancia de la educación para sacarnos de este monótono caminar al desastre que, a modo de Sísifo desmemoriado, repetimos hasta la amnesia colectiva. Aprendiendo de forma libre y en libre concurrencia de conocimientos estoy seguro de poder dejar algún día aquella condenada piedra en lo alto de la colina de una vez.
Para ello, queridos lectores, deberemos estar atentos y evitar la desfachatez insensible y atemporal con que las caras de cemento tratarán de empinar la colina o, peor aún, hacerla interminable. Escondiendo en supuesto liberalismo el elitismo más falaz, tratarán de adoctrinarnos hacia una ficción de realidad trufada con relato histórico donde nada será lo que fue y todo terminará por llevarnos a la base empinada de la cuesta, justo allí donde descansa el descomunal bolo de granito. Frente a los reformadores honestos que quieren poner al alcance del común las herramientas básicas del conocimiento, el acceso a esa ciencia en singular que ha de mostrarnos la senda de certera pluralidad, siempre prevalecerá la voluntad del relato, de la creencia que agoste toda esperanza de saber.
Eso hizo, sin ir más lejos, Francisco Tadeo Calomarde, ministro que fuera de Gracia y Justicia en los años más salvajes de la brutalidad absolutista, cuando Fernando VII y su camarilla se dedicaron al ajuste de cuentas y la limpieza social. A fuerza de perseguir liberales convencidos y exiliar paisanos educados, Calomarde y esa infame junta sanitaria peinaron los restos que no habían podido exterminar dos décadas de bárbara guerra y miseria lacerante. Muestra de tamaño mal hacer fue el Plan General de Estudios de 1824 pergeñado por Calomarde que proscribía la ciencia de la universidad española en beneficio del misticismo teológico y de la creencia embaucadora, además de restringir su acceso más aún. Ya ven, este turolense hijo de labriegos había llegado a la conclusión de que, siendo el pueblo incontrolable, mejor que sea, además, ignorante y previsible.
Convendrán conmigo que pocas chuletas se habrán rifado con más razón
Y, dentro de esa ignorancia en la que se ha venido moviendo la sociedad, el conocimiento de la realidad ha pasado a un ínfimo plano, resaltando de aquella aragonesa cara de cemento los apócrifos bofetones recetados por Luisa Carlota Borbón-Dos Sicilias a finales de septiembre de 1832 en el palacio real de San Ildefonso. Después de todo, aquel ardid tramado por Calomarde y el embajador del reino napolitano para que la reina María Cristina lograra la firma del moribundo Fernando VII en la derogación de la pragmática sanción de 1789 ponía la nación en ciernes bajo el yugo del antiliberalismo más atrabiliario. Convendrán conmigo que pocas chuletas se habrán rifado con más razón.
Y, si bien es cierto que los dos supuestos sopapos impidieron el acceso al trono de aquel amantísimo hermano filibustero y su misérrima recua de ultra absolutistas, conllevando de reintegro una centuria de guerras civiles; que, descubierto su deshonesto proceder, aupó hasta el gobierno a Francisco Cea Bermúdez, moderado tirano que expropió a los segovianos la tierra ultramontana; mucho más grave fue la reforma educativa pergeñada por aquella cara de piedra. Alejando al pueblo de la formación compleja y empujándolo hacia la sima del oscurantismo, Calomarde implementó un futuro de lamentable burricie, donde la sociedad española ha penado un desierto de desesperante estulticia para alcanzar un presente de academicismo hipócrita, sabiduría politizada y grisáceas faces cimentadas sin que podamos albergar esperanza alguna de soplamocos libertador.