POR JOSE ANTONIO MELGARES GUERRERO, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA Y CARAVACA DE LA CRUZ
Antes que existieran las estaciones de autobuses en la mayor parte de los pueblos y ciudades de la Región, obras todas ellas del tercer tercio del pasado S. XX, aquellos tenían su parada en determinados lugares urbanos, conocidos por todos los usuarios de los mismos, que en unos casos nunca cambió su ubicación y en otros sí que lo hizo por diversas razones que no vienen al caso, entre las que no hay que olvidar el ensanche urbano progresivo, y el tamaño de los “coches de línea”, cuyo aspecto y carrocería también fue cambiando con el tiempo hasta los modernos y aerodinámicos diseños actuales.
En todas las paradas de autobuses o “coches de línea” de la capital, era habitual la presencia de mujeres (sobre todo), que ofrecían productos para hacer más llevadero el tiempo a invertir en el viaje; productos a granel que ellas mismas preparaban en improvisados contenedores, o por unidades. Entre aquellos productos, las gentes de mi generación y anteriores, recordamos los “caramelos de Hellín”, las “pastillas de Alonso” y los “altramuces” entre la oferta más habitual sin desdeñar las “pipas” de girasol y otras cascarujas que el lector recordará.
A voz en grito, curtida por los años de oficio, las vendedoras daban a conocer su oferta, que portaban en cestas de mimbre u otro tipo de contenedor, no faltando nunca el muy conocido “caramelo de Hellín” (de forma cilíndrica y unos tres centímetros de longitud) con doble envoltorio (el primero transparente y el segundo color rosado), fabricado en la vecina localidad albacetense, de ahí su nombre. También ofrecían las vendedoras, con la misma entonación, casi musical, las capitalinas “pastillas de Alonso”, de forma prismática y sabor a café con leche, que se fabricaban en el obrador de la desaparecida pastelería del mismo nombre, en la confluencia de las calles Platería y Gran Vía Escultor Salzillo, propiedad de D. Juan Bautista Alonso, quien presumía en periódicos del año 1920 “de tener fama en toda a Región Murciana y conocerse en toda España”
Además de los productos mencionados, era frecuente en los citados lugares y en otros donde se producía cierta afluencia de público, la presencia de otra mujer, sentada en baja silla de anea, ofreciendo “altramuces” (o “chochos” en versión popular murciana), que llevaban en cubo de zinc con abundante agua para evitar que se resecaran. Se ofrecían en pequeños cartuchos que ella misma fabricaba al instante, (con gran habilidad), con papel de periódico (en la mayoría de los casos), o “de estraza”. En todos los casos, estos y aquellos nunca o muy pocas veces llegaban a adquirirse al precio de una peseta pues circulaban entonces la “perras” (“gordas” y “chicas”) y la moneda de “dos reales” con agujero central. Los más pudientes usaban incluso monedas de diez reales (de dimensiones un poco mayores que la “peseta rubia”, que también la había de papel) y hasta el “duro” (de níquel o de papel).
No sólo eran asiduos a las paradas de los coches de línea los vendedores mencionados sino que también, se hacían presentes en las estaciones de ferrocarril del Carmen y de Caravaca (esta última en la Plaza Circular), el carrito de los helados (o “chambis”), y el que en curiosa bicicleta dotada de pequeño escaparate de cristal, ofrecía pasteles y empanadas en los sitios mencionados y en los poblados por niños acompañados de sus madres, abuelas y criadas de servicio (uniformadas o no), en las tardes soleadas del invierno o al atardecer de los calurosos días del verano, a la hora de la merienda.
Las “pipas” de girasol, los garbanzos “torraos”, las avellanas “redondas”, los cacahuetes y en invierno las castañas asadas, las palomitas y las manzanas de caramelo, fueron con el tiempo ofrecidos por los actuales e inevitables “carritos de chuches” que, de manera más higiénica y envasados al vacío, preceden y escoltan siempre a cabalgatas, desfiles, procesiones y romerías, señalando la cercanía inmediata del comienzo o el final de las mismas; o situados en sitios estratégicos de paso abundante de público. Sin embargo, la voz de la vendedora de caramelos, pastillas y altramuces, junto a otras voces con entonación particular como las del “afilaor”, “la escobera”, “la paragüera” o “el lañaor”, a la par que las vendedoras del “cupón”, forman parte del patrimonio del recuerdo de un tiempo aparentemente no tan lejano, desconocido en su totalidad por las nuevas generaciones.
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