POR JOSÉ MARÍA SAN ROMÁN CUTANDA, CRONISTA OFICIAL DE LAYOS (TOLEDO)
Nunca es demasiado tarde, nunca es una buena noticia, nunca se lleva con naturalidad. Te has marchado a ese lugar que pasa de mi imaginación, a pesar de que me reconforte en el recuerdo. Aunque tenía asumido que te marcharías, he sentido tu muerte como una ruptura con una parte esencial de mi ser. Porque los abuelos, y quizá más aún las abuelas, sois parte del imaginario de la niñez. Y porque tú, junto con mi abuela Charo, has sido parte del calor que todo niño necesita para ser un adulto honrado. Y, si a una madre se la quiere, ¿cómo puede no quererse a la madre de una madre?
Mis primeros recuerdos me llevan a ti y a Carlos, tu marido, mi abuelo. Desde mis cuatro años, más o menos, os recuerdo recogiéndome en casa los domingos para llevarme a misa en la parroquia de San Nicolás, para después invitarme a una buena ración de carcamusas. Cuando mi fe de niño flaqueaba, tú estabas detrás juntándome las manos y diciéndome todo lo que la Virgen, tu devoción preferida, me quería como el niño que fui. Y tus actos acompañaban esa fe vivida y ese amor familiar tan querido. Recordaré siempre las empanadillas de Santo Tomé que me traías a casa cuando enfermaba, a pesar de que yo fuese un niño enfermizo más veces de las que me habría gustado.
La geografía de mi camino, lo más puro de los recuerdos de este adulto que un día fue niño, están hecho de pedacitos de ti. Y también esa lección de vida que me enseñó que, mientras tú perdías la memoria, yo aprendí a quererte. Mientras tú dejabas de recordar cómo me llamaba, yo aprendía a conocerte y a saber quién eras de verdad. Y a sacarte, poco a poco, los recuerdos que te acompañaban para hacerlos míos. Nunca olvidaré que, desde tu sillón, me dijiste una frase: «No sé quién eres, pero sé que te quiero mucho». Cada color de tu ejemplo son un ejemplo desde aquel Cielo que anhelaste con intensidad. Y puedes decir que cumpliste tu misión con creces. Si es cierto que nada le falta quien a Dios tiene, tú tienes mil peldaños ganados en la Eternidad.
Por mi parte, tengo la conciencia envidiable y envidiosamente tranquila. He hecho por ti todo lo que me ha sido posible. Y tengo tu recuerdo y tus lecciones guardadas a fuego en mi corazón. Solo te pido que no me abandones, porque me da mucho miedo no poder darte la mano y contarte mis problemas a la cara. Y te pido, sobre todo, que me ayudes a infundir el calor de tu cariño si algún día soy padre o abuelo. Has sido un ejemplo de fuerza y de bondad a partes iguales. Y, aunque esas afiladas y mortecinas lenguas toledanas lo tomen a risa, contigo ha muerto el recuerdo de mi niñez. Pero han sufrido una muerte que se ha hecho vida en el corazón. Dice el Salmo: «infunde calor de vida en el hielo». Tú, que has infundido tu calor en mi vida, no me abandones. Tu hijo menor escribió al verte lejos de este mundo «he visto a una mujer guapa». Que yo vea a una mujer santa. Y que siga viendo a mi referente. Porque quererte, te voy a querer a raudales el resto de mis días.
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