POR JOAQUIN CARRILLO ESPINOSA. CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Los tres días anteriores a miércoles Santo también llamados de «Carnestolendas», antaño las personas piadosas se dedicaban a rezar. Sin embargo, las familias pudientes efectuaban sus matanzas domiciliarias y, comían carnes y embutidos hasta la saciedad.
Tan pronto como se entraba en Cuaresma acabados los días de las llamadas carnestolendas, había que practicar el ayuno y abstinencia y, por supuesto estaban prohibidos la celebración de los bailes y los desfiles de carnaval; si bien, con posterioridad -aunque no se autorizó- se permitieron los desfiles carnavaleros del domingo primero de cuaresma; llamados «desfiles de domingo de Piñata».
Los días previos a la Cuaresma, los agricultores y ganaderos uleanos, utilizaban los tocinos de sus matanzas y, si querían tener dispensa durante la cuaresma para comer algún tipo de carnes, se veían obligados a ‘comprar un vale’ al párroco, por una cantidad dineraria que, en la mayoría de las ocasiones les era imposible abonar.
Como consecuencia, los únicos que podían permitirse ese lujo, eran los más desahogados económicamente. Estos vales que expendían los propios curas eran de tres categorías -según el nivel económico de las familias- y, se les denominaba ‘bulas de la Santa Cruzada’ (1)
En Ulea, los curas párrocos de finales del siglo XVIII, Francisco Antón López, Ginés Párraga Martínez, Francisco Piñero Yepes y Miguel Tomás Vicente, hicieron valer su privilegio clerical, con el fin de hacer cumplir el ayuno cuaresmal y, aunque la sociedad uleana no era muy proclive a aceptar la imposición de esos curas para cumplir las órdenes de la Iglesia, acababa aceptándola, sobre todo, ‘para cubrir las apariencias’.
La Iglesia y la sociedad en general, estaba sumida en grandes y graves contradicciones ya que, si bien no se podía comer carne, los pudientes sacaban sus bulas unos días antes de cuaresma y quedaban dispensados mientras que los más menesterosos se tenían que conformar con ingerir los alimentos básicos para subsistir, al no poder adquirir ‘la bula de la santa cruzada’. Sí, se veían condenados a comer pan, verduras, legumbres; así como sardinas de bota y bacalao. La carne les estaba prohibida, incluso la de los animales que criaban en sus corrales; tales como conejos, gallinas, pavos y matanzas caseras. Sí, «quienes habían comprado la bula de la santa cruzada», podían comer opíparamente; como el rico Epulón.
Los regidores de Ulea, se veían acuciados por los curas párrocos, hasta el punto de que Juan Sandoval Tomás -durante el tiempo que fue alcalde-, se vio obligado a ordenar a su escribano a que pasara por los colmados del pueblo con el fin de intimidar a sus dueños para que cesaran en la venta de tocinos y embutidos. A la vez se les advertía de que, «si no cumplían las órdenes del Real Consejo y Fieles Ejecutores de su Real Privilegio», serían castigados según ordenaba la legislación vigente.
Esta dependencia de la compra de la bula para poder comer carne, coexistió en el tiempo hasta la década de 1960.
En el año 1064, el Papa Alejandro II, ordenó al clero católico que impartieran a los feligreses «La Bula de la Santa Cruzada», previo pago de un donativo que se destinaría a financiar los gastos de las cruzadas «para convertir a los infieles».
Así continuaron los papas Alejandro VI, en el año 1493 y Sixto IV en 1479. Julio II, hizo lo propio en la primera década del siglo XVI. Así siguió ese acuerdo entre los papas y los reyes, con el fin de seguir sufragando los gastos de «Las Cruzadas»; hasta qué ¡por fin¡ en el año 1966, el Papa Pablo VI, derogó estos privilegios.