POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE FORTUNA (MURCIA)
Y bien que el sol de la tarde mantenía la escueta lumbre, que sin embargo dejaba claros en las piedras negras de los muros añosos que miraba con el entusiasmo de un viejo vate. Y así retorné por calles desconocidas que asombraban por su soledad; y de vez en cuando sentía el grito de un niño que se animaba en la plaza alargada del pueblo, y cerca se arrimaban unos perros a la viejecita que salía de su vivienda.
No pude por menos que saludarla mientras acariciaba los dos perros que eran guardianes de la mujer a la que le hice las preguntas acostumbradas, como antes a Paulino, en el pueblo vecinal, y de esta guisa pude saber de sus días pasados cuando su novio la enramó en las fiestas de la villa, como se hacía desde tiempo atrás y me di cuenta que algo latía en el interior del pueblo, y que los vecinos anhelan las horas del verano para acudir al río y ver reflejados en el agua que sigue su rumbo, los verdes de las hojas de los robles y choperas. Me daba cuenta que hay que profundizar en el alma de estas villas de tierra y campo, de ríos menguados y cañadas alejadas.
No era extraño que diera curso a la imaginación al mirar unas malvalocas junto a un establo, o dar sentido a la raquítica calle de rasgos tenebrosos que combinaban con la escueta luz del atardecer.
A la salida de Madriguera se abre el paisaje y se destaca, como efigie solemne, la espadaña de la iglesia con el pequeño cementerio que la acompaña. La silueta no podía ser de más encanto y por unos instantes me encontraba bien allí, en el camino junto a los rastrojos de los trigales. Las cruces del minúsculo camposanto eran una señal de llanto contenido. En interior de sus lápidas quedaban los restos, acaso polvo enamorado de los vecinos que dejaron la huella de su pasada vida, que no era más que un recuerdo, acaso olvido, nada. La tarde que caía en un silencio de campo y lejanía, dejaba ecos de un tiempo que parecía eterno, como los muertos clavados a sus tumbas. La vida es nada, un aliento que se apaga, una visión desatendida de las cosas. Y entonces me encontré sumido en un encantamiento que me llevaba al fracaso de cualquier ilusión. Permanecí junto al camino y pensé en los cuerpos inútiles de las almas que se habían elevado de la tierra y entonces apuré el néctar de la villa, de sus casas ennegrecidas, de sus calles y de la mujer con la que hablé y no recuerdo su nombre. Era yo mismo agitado por la leve sonoridad del viento que envolvía en una danza sutil las espigas del campo. Dirigí la mirada por última vez a la iglesia y recobré de nuevo esa necesidad por entender el alma de la villa, por aprehender esos instantes que me ataban al lugar, que no eran más que tiempo pegado a la villa medieval. Es cuando intuí la la voz de su gente; la que vivió y murió allí junto a sus mayores. Todo estaba bien en ese tiempo de soledad, en la timidez del pueblo que dejábamos. El sol del ocaso mientras tanto aguantaba sobre la llanura infinita dejando sombras alargadas en los caminos.
Ya anochecía, y sin embargo la tierra dejaba suaves entonaciones, donde los girasoles estaban mustios por falta de energía solar. Al fondo se advertía la silueta de una espadaña con un nido de cigueñas en su cúspide. Con el ocaso todo se enredaba en una espiritualidad sin fin, parecía que el horizonte vibraba con el alma renovada y también mi espíritu gozaba con esa luz apagada, momento en el que la naturaleza se deja llevar por el espíritu de esas horas que van muriendo. A veces mi alma semeja esos instantes que se van desgajando de la realidad, acaso porque cambiamos y sentimos que ya somos distintos; que nada se detiene y el ahora es el pasado.
Pues así me encontraba envuelto en pensamientos que se cargaban de nostalgias, en tanto que nos acercábamos a la aldea de El Muyo. El color negruzco de sus casas de piedra; esa tonalidad siniestra de sus calles y muros desgajados; la enigmática facha de la ancha espadaña de la iglesia; el ambiente que se experimentaba tan lánguido y solitario, ofrecía a mi mente todo un escenario de misterio. Allí estaba el pueblo con sus ruinas, sus arcadas y portales desvencijados, como si fuera espectro de otra época. Me consideraba aturdido por vagos sentimientos y la vez impresionado por lo tenebroso de esta villa por la que apenas caminaban unas personas. Todo el pueblo estaba envuelto en un extraño embrujo como si se hubiera preparado una función donde comenzase una orgía de brujas convocadas previamente por alguna razón imposible de averiguar. Era el momento en que las sombras se preparan a servir de pauta a la presencia de duendes concitándose con las almas de los antepasados. De tal guisa me imaginaba que estaba recluido en un espacio de misterio donde la noche introducía su manto en sus portales, en el interior de las viviendas tan siniestras como las fachadas de piedra; las ruinas que fluían por el contorno de la iglesia, por sus calles empedradas, tan solitarias como los perros que al fondo merodeaban, ladraban como si se espantaran de algo que sucediera.
No podía contener la necesidad de reflejar ese encantamiento en el bloc de notas, trazar en unos instantes la silueta de la espadaña que recibía por gracias divina un toque de luz dorado que combinaba con el color negro de sus piedras. Me separé un tanto y senté en unas piedras de ruinas, pues desde allí oteaba la calle que bajaba hacia la plaza. Un hombre que pasaba indicó que me fuera del portalón donde estaba pues se iba a destruir en cualquier momento. La verdad es que no pude contener el aliento y me separé un poco del sitio tan peligroso en el que estaba; lo que no impidió que hiciera un dibujo rápido respetando la claridad de la espadaña del añoso y tétrico templo. Y aún callejee un poco por sus calles pedregosas que conducían a caminos insospechados.
Me daba cuanta que estaba en un espacio desconocido. Volví de mi periplo por el pueblo y se me revelaba el ánimo, pues de un lado me encontraba bien en esas siluetas de caserones abandonados, de tejados pizarrosos y alguna que otra figura enlutada que apenas me miraba. El embrujo que habitaba en El Muyo, pueblo segoviano, proporcionaba supinas sensaciones que guardo en el alma. Estaba solo y me esperaban, aunque tenía el deber de sentir esa sensación de temor ante lo que flotaba en el ambiente, lo que significaba que había de seguir sintiendo esas pulsiones que aparecen de pronto en un lugar, como cuando aparcas en una zona prohibida: una zona que después, en las noches de duermevela quedan azotándote en el pensamiento dejando inquietud a la vez que extraño misterio. Pensé que un cuadro, una poesía es un conjunto de estas sensaciones inéditas que hay que plasmar de alguna forma en el pequeño bloc de campo, dejarlas allí como líneas que respondían a la estructura de la villa como forma de intuir el alma de su conjunto: esa sucinta crónica que nunca se había escrito porque me pertenecía en ese instante, ya se trasladaba al fondo de mi ser.
El ladrido de unos perros me llevó a la plaza donde una sumisa taberna me acogió. Su dueño era aquel personaje que me había advertido me separara de la ruina para dibujar la silueta de la calle con el templo. Ya era de noche y se encendió uno de los faroles que estaba en la esquina de una vivienda. Ese era el momento de salir a buscar la negrura de la villa y saber que lo bello se oculta. Me sugerí a mi mismo que bueno sería quedarme toda la noche para escuchar ese silencio apagado, esos rumores que se aprecian en los pueblos de la llanura, en el interior de esas viviendas en las que habrían vivido familias hebreas en la época de don Álvaro de Luna, personajes alentados por drama de sus antepasados, aunque ello me proporcionaba cierta inquietud en el alma.
Sencillamente estos pueblos de sombras y luces sostienen en sí fluencias sensibles que se van matizando a medida que se alejan de nosotros. Siempre existe un algo que nos hace reflexionar, meditar sobre sus muros, esas viejecitas pegadas a sus hogares, meditando siempre, ocultas, como las sombras de la villa. Siempre nos imponen sus silencios cuando el invierno llega o la nieve descansa sobre sus tejados ahítos de soledades.
SALIDA EN LA MAÑANA.
La mañana, esta vez es soleada y los robledales, olmedos y sabinas dejan su hidalguía ante nuestros ojos. Hay que atravesar veredas y caminos añosos, heredades que son rastrojos de trigales recién cogidos, por donde se avista algún rebaño que se dirige a un ejido apartado. Podemos soñar amarillos con bancales de girasoles mirando al astro rey. Después van apareciendo villorrios acompañados de casas desvencijadas vestidas de rojo y negro por el mineral que lo sustenta. Estamos en Cinco Villas, que se aísla, se contrae en sí mismo, queda abandonado: ya no es lo que fue cuando habitaban pastores con deseo de sacar a sus rebaños en dirección a zonas de Extremadura para pasar el verano en sus tiempos de trashumancia. Ahora quedan unas cuantas casas, una era ocupa la zona central y al fondo se avista muy coqueta la espadaña de su pequeño templo, y eso sí, en su cima, junto a la veleta aparecen dos nidos de las aves peregrinas. Este contorno me provocaba nuevas oportunidades para la evocación de una época de naturaleza donde el habitante conocía cada esquina de la sierra, cada paso del ganado, ejido donde pastorear. Una casa de reunión vecinal vestida de rojo me iba empapando de reuniones y tratos de vecinos, acuerdos comunales que se desarrollaban con buena ley, como lo suelen hacer los viejos ganaderos. Un edicto dispuesto en el tablón usual señalaba una cita para tratar de la venta de ganado. Al fondo un labrador recoge la mies pegada a la tierra. Todo el paisaje se ungía de un color amarillento que se azulaba conforme se avanzaba hacia el horizonte. Di unas vueltas por el recoleto y apartado lugar, me envolví en su venerable pose, oteaba los habitáculos pétreos que se dominaban, uno de ellos rectangular, de tejas encarnadas, mas allá una era se elevaba como una pincelada de pintor inglés.
Había que seguir fluyendo por nuevos paisajes, iniciar nueva ruta por el alfoz segoviano, pero me empapé del color suave de ala mañana que en este paisaje se hace miel para la mirada. Escuchaba el rumor de algún canto lejano, el pasar de un pájaro, el roce del calor que comenzaba a herir la carne aunque mi sombrero soportaba sus rayos que iban directos al suelo o se inyectaban en los muros recios de casuchas apartadas. Me estimuló la soledad de las cinco villas recogidas en viejas ordenanzas municipales como cita de pastores, olía a campo auténtico, a siega recién hecha. Apenas unos minutos para percatarme del sabor y el olor de estas villas que obran en documentos, villas que se sitúan en el término de la sierra de Ayllón, escuetos concejos que tenían voz y buscaban el bienestar de sus vecinos acostumbrados a pastar a su rebaño.
El siguiente punto de llegada era la aldea de Fresno de Cantespino, villa que conocía por estancias juveniles de las que solo el recuerdo queda. Esta vez la cita con el pueblo, del que dependía Riaza hace ya muchos siglos, se mostraba distinta. Apenas había gente por la plaza. El mediodía asolaba sus calles y una luz brillante daba limpieza a las fachadas de sus casas, algunas decoradas con macetas. Unas escaleras de la plaza subían al templo que es hermoso y desde el que se domina el campo castellano y un tanto más arriba la ermita con su espadaña, y nidos huérfanos de cigüeñas dejaban una silueta digna de un grabado. En la zona alta me encontraba perdido del mundo ante un ventanal de tierras llanas que traían un viento agradable. Pensaba en la crónica de Fresno muy relacionada con la reina doña Urraca y sus amores con el conde que llevó a litigios comarcanos, en travesías por sus lares de duques y gente noble con apetencias de poder. Me quedé un tiempo recogido oteando el paisaje mientras la mirada se centraba en casitas alejadas, en espacios de terrajes ocrosos y amarillos. Un inmenso cielo de nubes aborregadas dejaban notas impresionistas como las he visto en Monet y Sisley. Respiraba a fondo como si fuera la primera vez y atisbé, sin querer, un recinto sagrado con unos cipreses que se elevaban hacia el cielo, después quedaba la soledad.
Fresno estaba envuelto en este amplio espacio donde la tierra nos convoca a filosofar sobre la vida y la muerte que son las dos pesadillas del hombre. Nada se notaba en derredor mientras un pino movía sus ramas en una libertad sin fin. Mi bloc quedaba pleno de trazos nerviosos, señalaban líneas de escudos, caserones olvidados y puertas entreabiertas, yo mismo formaba parte del entorno, de los llanos, del misterioso roce de los trigales y del humilde cementerio que se apreciaba a lo lejos. Aquel lugar me parecía un piélago de silencio, un remoto lugar buscado y que nunca llegaba. Pensaba en Castilla, en sus campos inmensos, en vagas lontananzas que escucharon el paso de soldados, de caballeros con adargas y lorigas brillantes al sol. Me parecía otear por la llanura de sueño al Cid enfrentándose al moro pensando en su mujer e hijas, en conquistas para el monarca Alfonso VI que nunca supo de su buen y leal guerrero. ¡Qué buen vasallo si hubiera buen Señor¡.
Se agitaban aquellos campos en algaradas cumplidas y con vencedores cristianos que defendían el Duero de los enemigos, imponiendo sus poderes ante el caro conquistador, rellenando la llanura con castillos y concejos a los que acudían gentes de lugares apartados, aunque homicidas fueran, para la defensa de sus fueros. Y de esta forma se incrementan los mismos, se aposentan gentes en la defensa de sus muros, se levantaron castillos de contención, se vigiló el paisaje con su patrimonio en torno a Segovia, que se hizo eje de un poder acumulativo de lugares protegidos dominando sus villas comunales.
Pensaba desde el alto de la ermita, sobre el bien y el mal y la necesidad de volver a escuchar esta voz que se aísla en Fresno, que en el invierno cubre los tejados de nieve resbaladiza. Pensé en el lienzo pintado aquel pasado invierno de hace muchos años, cuando las ilusiones forjaban el corazón y se sentía anhelos de conquistar el mundo. Ahora con muchos años encima se otea el cosmos de otra forma. Fresno es distinto a aquel tiempo contaminado de pasión y entusiasmos virginales. Se integraba por la necesidad inescrutable de conocer la España verdadera: sus campos y villas que nacieron al son de batallas conquistadas. Se trataba de encender el alma con la presencia del amigo, del familiar que se nos fue hace poco, y entonces la vista de Fresno con el sol tumbando en el ambiente parecía otro escenario, acaso más recogido e inédito. Se presentaba con sus calles y personajes de otra época, eran las nuevas generaciones, aunque las piedras, la iglesia y la ermita estaban sentando las raíces de su historia.
Pensaba que era bueno pensar en estas cosas y evocar un pasado que queda en nosotros y no se olvida, el olvido aparta secuencias vividas en una maleta de trapos viejos, pero como dice Proust, vuelven a tornar, a resplandecer cuando hallan un material adecuado que le haga sacar aquello que estaba en una realidad apagada; ello a través de una imagen, un color, una sensación acumulativa. Por un momento creía formar parte de aquella emoción inédita que conservaba la memoria involuntaria, y entonces, no con la potencia que el escritor francés recordó Combray al dar un sorbo en la taza de té preparada por su madre en Paris, sentí un placer inusitado presintiendo la voz de Juan Estremera, de otros familiares al contacto con la tierra de Fresno, y salieron a la imaginación las casas apagadas con sus tejados de nieve: ese cuadro que guardo como signo de un viaje entrañable de mi juventud. Y al pasar por una calleja di con una taberna donde se degustaban las clásicas codornices tan gustosas como el aroma de la mies o el vino que ponía el Cuchareta sobre la mesa de los pórticos de Riaza.
Después quedaban otra vez los caminos de roncos caseríos plenos de choperas, aldeas vigilantes cara a la inmensa llanura que en el mes de junio se llena de segadores que van a la siega, buscan su sustento en el ajetreo de pasar de un lugar a otro, como los buhoneros y bululús que con sus aprestos vendían fantasía en los alejados pueblos, actores que marcaban episodios de enamorados sobre viejos carromatos, que así se inició el teatro en Castilla.
Kilómetro a kilómetro se da con una ermita románica: el silencio de sus naves y el pórtico o repecho de vagos encuentros de pastores y poetas. Lo presentía en mi interior de esa caverna que llevamos dentro, requiriendo el encuentro solitario, la mirada furtiva de la columna, el color recio y ocre del ábside. Iba camino de Ayllón pasando por Santa María, en una conjunción de espíritu y lealtad litúrgica, como si algo me indicara que el arte y la religión se esconden en esos pórticos, columnas de las ermitas, en sus remates de espadañas que son una oración al Dios que se alza sobre nosotros, Padre al que hemos de tornar.
DE NUEVO LA NOBLE PIEDRA CASTELLANA.
Se levanta Ayllón sobre los cimientos de su honda crónica de Castilla. Se yergue, como el girasol a la luz, sobre ritmos pétreos que son páginas que se nos presentan a cal y canto. Y uno entonces deja cabalgar a la fantasía y busca su enlace con los momentos esenciales de su historia. Lo primero que nos asombre es el color de sus muros, la recia calidad de sus puertas de entrada a la villa que permanece aún; que tres había dando paso al viejo escenario de condes e hidalgos, de poderosos en la época de Juan II. Sobre todo nos fijamos en la belleza de su plaza entre edificios nobles con escudos soberbios pegados a sus fachadas, con el templo que alberga a Nuestra Señora de la Estepa. En ese momento la iglesia está abierta acaso por la restauración de su interior, lo que se nota por el ir y venir de los trabajadores. Antes preside una Cruz elevada sobre una escalinata, a la que me subo y toco. Es como un beso que le entrego al signo del cristiano. Una cruz que señala que estamos ante una ciudad medieval, con menudencias sagradas presididas por este documento defendido por el monarca católico. Veo muchas cruces de término por estos lares, a veces cerca de los templos, junto al castaño de la Virgen del Manto riaceño, entre otros espacios religiosos. La entrada en la iglesia me conmueve y otea sus capillas, entre sus naves admiro un Cristo en la cruz, a la hechura de la escultura castellana y una imagen de la Virgen Dolorosa sobre su Hijo yacente. Soberbias estas tallas que se procesionan por sus calles. Hay que verlas en sus noches de misterio, acurrucadas entre los faroles que se encienden a su llegada. Perfilo una beatitud congelada en sus naves y pregunto al sacristán, que anda por allí, el nombre de su autor. Mariano, que tal es su nombre, me indiaca que quien lo conoce es su cronista Arteaga Pelayo, que aparece como erudito en la materia y al que leemos en las cartelas que recogen en síntesis para el forastero, cada detalle de escudo o edificio de la ciudad.
Pienso que atravesar una puerta de cualquier villa castellana, someterse a la delicadeza del arco que se estanca en el mismo sitio desde el medievo, es iniciar un periplo por un espacio sagrado, es como fundirse en un libro de historia. Y en ese instante todo aparecía envuelto en un misterio muy atrayente como si se comenzara a leer las páginas de un tomo de la historia de España, la que leímos de niño y ahora se mostraba en sus muros, arcadas, edificios con sus blasones; aquellos nobles de Castilla, recios personajes que señalaron hitos y dejaron su legado, a veces en solidez de monarquía, otras en requiebros a sus damas, o de rencillas y tensiones que llevaron a litigios y muertes. Son los duques y marqueses, condestables y príncipes que buscan la lisonja, el poder afincado en tierras de esta zona castellana, pregonando su señorío. A veces me conmuevo ante estas piedras salpicadas de crónicas, escarceos, batallas entre cristianos y árabes, protagonistas de este escenario donde queda enhiesta la torre del castillo, permanece la barbacana en sus muros de recia signatura romana, base de la estructura arquitectónica de la ciudad.
Ayllón se presentaba agitada en su interior pero a la vez inédita. Como sus piedras y edificios acoplados a las nuevas funciones de la sociedad. Edificios, fachadas con escudos apagados y que tuvieron flujo señorial en el siglo XIV con la presencia del monarca Juan II y su valido, ni más ni menos. que el singular don Álvaro de Luna, personaje fosco que combinaba la lealtad aparente con el ansia de poder. Pues poderoso lo era y dueño, por donaciones regias, de una gran cantidad de villas comunitarias, de las que hizo sus propios fueros. Su figura queda embastada en esta urbe donde Vicente Ferrer, el dominico, pronunció prédicas contra el judío en unción con el papa Benedicto XIII, tan controvertido como animoso gestor de una política a veces frustrada en ese panorama de tiempo de negros nubarrones. Una villa que es eje de dominio de otras que formaban parte de su alfoz.
Andar por esta ciudad de misterio y emporio es atisbar la esencia de Castilla, el orden puntual de unos acontecimientos que ahora nos parecen turbios y plenos de componendas en una sociedad de prejuicios y miserables creencias, dominada por el empaque de un poderío eclesial firme en sus convicciones, falto a su vez de tolerancia con el judío, que ha sido esencia de la cultura patria. Cada urbe nos abre un capítulo de vida pasada, expurgada, con personajes evocados en los tratados, sentidos en cada plaza, cada calle de su peculiar estructura. La ciudad no se comprende sin su historia, sin esos perfiles que le dan carácter. Las ciudades castellanas se encierran en el castillo donde habitan sus vecinos cansados de reyertas y pobreza, de ausencia de normas y convivencia tranquila.
No lo fue Ayllón sesgada por el odio y la inflexibilidad, aunque nos muestre su belleza en la presencia de sus puertas, que tres había con la de Languilla y S. Juan; con el efluvio de su curso pétreo que pone claridad en la piedra santificada por el paso del tiempo, en sus edificios plenos de blasones que nos evoca a familias poderosas, como Diego López Pacheco, los Contreras, residencia de don Álvaro de Luna que nos da referencia a aquel año de 1497. Otros monumentos quedan a la entrada misma de la ciudad, por donde se aprieta la mirada y nos asalta la enjundia de su espacio. Los escudos se tejen en noble repertorio de linaje que se constata en sus cuarteles sobre portalones evocadores. Mirar tales monumentos es hallarse en un tiempo fascinante capaz de revolverse en vastos aconteceres de duelos y levantamientos. Si las piedras hablaran nos sacudiríamos el polvo envenenado de sus actores metidos en sus complejos, con ansia de gloria, con ademanes de poder. Pues que más al interior nos prendamos de sus templos porticados románicos: la espadaña alta de su iglesia, plazas adornadas de semblantes de hidalguía donde una muchedumbre pasa con sus problemas de este siglo, o reposan en sabrosas cafeterías que dan color a sus plazas. Y quedan las balconadas, las buhardillas con sus tejas bermejas y sus silencios.
Se enrola en lo alto vistas soberbias de la urbe en que el color de doradas gamas, la arquitectura de sus edificios y elevadas torres nos emociona gratamente. Pienso que una ciudad hay que contemplarla desde la altura. Allí se la siente, se toca su alma en el aire renovado de la mañana o tarde. Nadie nos inquieta. Tan solo miramos, que es un oficio trastocado. Y entonces se va construyendo la esencia de la villa; se rastrea, en una ruta personal, ese mundo urbano, medieval que consta en esa página inédita. Es uno el que repara en cientos de esquinas, callejuelas que bajan al río o se evaden por recodos hacia la muralla, donde se citaban antiguos amantes y oteaban la luna por el horizonte en soledad placentera y voluptuosa. Y surge, como magia un recodo de templo románico y el ciprés de su patio donde el fraile pasea en sus horas de rezos, en ese “ora et labora” el agustino, el franciscano pone su alma al servicio de Dios, en ese silencio cantado por Fray Luis de León, por San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús sintiéndose fuera de este mundanal ruido, amando la fuente, el río, la soledad en unión con la paz anhelada: “ Huyo de aqueste mar tempestuoso”. Y es que otear el paisaje urbano desde la loma cercana es un deleite que al que el espíritu se acostumbra una vez que toma contacto con el paisaje.
Ayllón se abre como una dama ante su amante y deja ver sus entrañas; todo aquello con lo que sueña el amador, insinuaciones que van construyendo una figura voluptuosa. En sus ángulos apenas perceptibles, aparece la calle que baja al río, más allá se intuye la barriada con sus muros apretados: ruinas apagadas que fueron parte de su crónica, quedan apartadas como si pertenecieran al ghetto de los hebreos que la habitaron, que vivieron entre sus vecinos cumplimentando sus creencias religiosas cerca de la sinagoga. En Castilla hubo sinagogas en abundancia, pues respetó a moros, cristianos y judíos en una tolerancia conveniente. Se ha pergeñado desde las tres culturas que penetran en el ser del español. Sus monarcas defienden la zona del Duero en evitación del poderío árabe, asegurando su frontera con castillos y barbacanas, reciben a forasteros a sus poblados y crean fueros concejiles dando carácter a las comunidades de villa y tierra, de tanta eficacia en su desarrollo local.
Que el tema de los judíos en España es tan importante como la presencia de las tres culturas que formulan la identidad de nuestra patria. Es de esta forma como se puede entender su estancia en esta tierra que les acogió, siendo un elemento básico en el desarrollo de la misma; no solo por los conocimientos de toda índole, más por su dedicación al monarca, al que le fue fiel, siempre en una tensión con el cristiano viejo que se ampara en la limpieza de sangre. Es ello precisamente lo que provoca la animadversión del seguidor del Talmud con una sociedad empeñada en la unidad de religión; lo que implica profundizar en las tensiones con el mismo, muy a pesar de que los monarcas cristianos se servían de la clase judía para sus objetivos personales, unas veces teniéndolos como médicos, en el caso de Ca. de la Maleha, o recaudadores de impuestos. Viven en sus aljamas y practican sus creencias en las sinagogas, que proliferan en Castilla. Es con la instauración de los Trastámara iniciada por Enrique I hasta Enrique IV cuando se intensifica el odio al judío al que consideran decida, cabalista y autor de las epidemias, como se utilizan sobre estos hombres estudiosos de la Torá ciertas leyendas, como la de “Marta Saltos” tan consolidada en Segovia, todas sobre supuestos falsos. Esto se intensifica con la predicación del dominico Vicente Ferrer que a lo largo del siglo XV propaga con sus prédicas por Castilla y otras regiones el mal de la doctrina hebrea amparado por el poder de Benedicto XIII, en un momento vidrioso de su papado.
La presencia en Ayllón de Vicente Ferrer en 1412, su encono contra aquellos que apenas se dejaban ver en sus ghettos, da lugar a la redacción de unas leyes de inmisericordia con los mismos. Entre otras obligaciones tenían que ostentar una distinción como llevar una señal bermeja en el hombro, no tener relaciones con ninguna cristiana, dejarse la barba y estar apartado, pues que las mujeres tenían que vestirse adecuadamente, y naturalmente no podían relacionarse ni entrar en sus aljamas prostitutas ni otras personas, pues eran penadas. Ni que decir tiene que el ghetto de Ayllón era un espacio sombrío donde apenas latía una vida que era típica en siglos anteriores, aunque sí recordaban los sefarditas, que eran los habitantes judíos en Toledo, la nueva Jerusalén aquellos momentos de “pogroms” y persecuciones que se inició en Sevilla en 1391 por el arzobispo M.Ferrán y que dio lugar a unas nueva diáspora de los que, desde la época de Moisés han estado sufriendo los embates de enemigos que los sitiaban y arrojaban de sus tierras. Una raza elegida por el Dios del Antiguo Testamento y, dolorida y siempre sujeta a los vaivenes de quienes se aferran a su soberbia para extirpar este pueblo religioso y seguidor de sus costumbres. Y así hasta su expulsión por el monarca acatólico en el famoso decreto de marzo de 1492. Los sefarditas que desde el exilio piensan en España, en su Toledo amado y que conservan las llaves de sus antiguas viviendas sueñan con retornar de nuevo a su patria, la que los admitió en sus concejos, les dio facultades para desarrollar su talento y después fuero echado de sus hogares huyendo como malhechores a otros lugares para seguir evocando aquellas tierras, sus campos y el trabajo que realizaban.
Los judíos que en los siglos XIV y XV habitaban en Castilla, residían en Ayllón y Sepúlveda, supieron de esta degradación, de esta miserable conducta de sus monarcas que se sirvieron de críticas absurdas contra este pueblo sufriente para, finalmente llevarlos al ostracismo, aunque, eso sí, dejaron su alma, su aliento, sus conocimientos científicos, costumbres y ritmos culturales que en amalgama con las tradiciones moriscas pergeñan el alma misma de España. Por eso cuando camino por las calles de Ayllón, cuando doy con un resto hebreo o me introduzco en su vieja aljama presiento el dolor, las desesperanza de este personaje cursado en humanidades, fiel a su rey, trabajador y asesor en toda materia; me doy cuenta de la desazón en que vive en esta tierra castellana, víctima de infamias, sometido a la disciplina de los concejos. Las piedras que se adosan a los muros de sus barrios lloran la estancia de estos hombres piadosos, de los hermanos sefardíes que supieron dar su mejor esencia, clamar por sus muertos, adaptarse al ambiente sumido en una niebla que se hacía cada vez más honda. No se les dejaba trabajar en sus oficios, ni enseñar en la sinagoga, por supuesto no hacer referencia a sus libros relacionados con la Cábala o el Zohar, desde la presencia del autor de Fortaletium Fidei, pues eran reos de ello.
Pienso, mientras oteo una panorámica de Ayllón, que el judío por aquí estaba condenado a seguir su tradición, a la diáspora que dejaba amigos, familiares y el cariño que mantenía por estos llanos donde confluyen los ríos que nacen en Somosierra. Unos hombres a los que las mismas ordenanzas locales los zahieren obligándolos a salir de sus términos, cual se refleja en las Ordenanzas de Riaza del siglo XVI, y en otros muchos pueblos. Si esta es la ciudad castellana que conserva los edificios de nobles que intervienen en nuestra historia; por la que asoman los pasos de don Álvaro de Luna y de sus enemigos. Ayllón profunda de calles y arcos, de rumores viejos y nuevos, de admiración suma cuando nos situamos junto a sus puertas; nos relata una gloria de sus antepasados descendientes de Fernán González, pero también nos señala una página oscura ante la presencia del viejo barrio judío que con el de Sepúlveda, nos informan de una tragedia sufrida por este pueblo al que se le califica todavía de deicida y sembrador del mal.
Pienso cuando salgo de esta magna y bella ciudad, que la historia se escribe desde la perspectiva del autor, pero que en esa amalgama de arquitectura urbana, en ese ensamblaje del viejo muro, fortaleza, mansión palaciega; en ese tramado de calles y plazas, iglesias románicas que conservan su sabor en una perfecta armonía de amor a Dios; se conserva el alma, el carácter, la raza de sus habitantes acostumbrados a sentir su tierra, su paisaje que se esconde en su sierra donde habitaron en sus pueblos, que forman parte de las comunidades de villa y tierra todo un tramado de razas que se inscriben en la identidad española.
CONTINUARÁ…
FUENTE: EL CRONISTA