POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE FORTUNA (MURCIA)
Sensaciones ante la visita a Sepulveda. El cronista que no se amodorra ante el curso de su periplo, que a veces supera al de Ulises sometido al devenir de su destino; no puede más que mirar y soñar, apuntar rasgos en el bloc que es testigo de sumas emociones y suspiros, pues el hombre no puede hacer otra cosa que agarrarse al momento que desvela una gracia, una belleza soberbia e inédita, como un fogonazo de luz que hizo caer a Saulo del caballo camino de Damasco.
De pronto el espíritu de la naturaleza nos dice que hay que pararse ante la realidad, acaso visión que se nos pone ante nosotros. Es necesario entonces dejarse llevar por la ilusión y encantamiento que nos espera y fundirse en la envoltura del paisaje. En este caso ante la presencia de Sepúlveda desde una cima. Acaso el mismo Zuloaga, enamorado de esta villa, pudo contemplar la fragmentación de esta perspectiva que va añadiendo, conforma la mirada se adentra en esta perspectiva de tonos, fragmentos de ocres y bermellones que se agitan al contacto con el sol de esa mañana esplendorosa.
Desde la altura se domina la estructura de la villa de las siete llaves, toda una arquitectura urbana que convive con las lomas que en subidas y bajadas contienen sus siete iglesias y calles que se otean en sus escarceos por desaparecer, acaso nos inducen a saborear ese tinglado de piedras que forjan los muros despedazados de la muralla y barbacana que bordea la villa. Puede que se nos pierdan los detalles que arriban en las zonas de terrazas y tejados, o que nos perdamos en el color que es una gasa que se oculta y nace, como la atmósfera misma cerca de los arcos que apenas se intuyen desde ese punto de la mirada.
Simplemente a Sepúlveda, la romana Septempúblicam que mantiene en su blasón las siete llaves que abrían sus siete puertas, pues que este mágico número destaca a su vez la presencia de siete templos que desde el Salvador al santuario de la Virgen de la Peña, deja grabado en su cuerpo su esencia misma, la que arrobó al famoso pintor, acogió a Fernán González y mantiene en ávida pasión a este transeúnte de ciudades, por conocerla en su mejor apostura. Y es que conocer una ciudad es comprometerse a vivirla desde dentro. No lo entiendo de otra forma, en la única manera de fundirse en su ámbito, estremecerse, contagiarse de su embrujo que es el aliento de su historia contenida en sus arcadas, puertas, calles y plazas recogidas, en sus balcones y blasones de hidalguías que dieron lumbre a la misma, como tocar sus piedras, oler el río que espera a sus faldas.
En todo caso uno piensa que saborear Sepúlveda, la de sus fueros y buena gente, es simplemente pasear, sin rumbo fijo por su interior, acostumbrándose a ver, quedar perplejo ante una inscripción que aparece de pronto en un lateral de esquina. Es recibir una emoción insalvable al topar con la cruz que preside una placeta o el pasadizo que nos lleva a la barriada inédita. Una ciudad es una sensación incontenible de algo que nos muestra su pasado, eco de lo que fue, sensual aporte de piedras que siguen aguantando el colosal empaque del tiempo.
En todo caso se abría ante mí la ciudad en una mañana agitada, estaba contagiado por ese embrujo que sostiene la villa desde sus orígenes pese a las transformaciones tenidas a lo largo de su historia. Sepúlveda ostentaba sus vestiduras radiales, aquellas que sus primeros pobladores le otorgaron. Siguen en su razón original empotradas en otros estilos posteriores. Rezuma la villa segoviana un lustro que pese a su devenir sigue proclamando su dignidad. A primera vista se acercan sus edificios, recias portadas que contienen escudos de linajuda comprensión, aparece el variopinto conjunto de calles que se funden en los quiebros de altibajos seculares, y en ese aspecto la urbe aglomera calles largas que suben y bajan, se enredan en recodos y se pierden por esquinas que convocan a las brujas con sus pregones de magia.
En tal aporte, para quien narra estas emociones, resulta ardua la misión de describir cada secuencia, dato, gesto de la villa, acaso por la sugerente pose, delicada percepción de cuanto contiene en su interior, que solo darlo a conocer ocuparía un texto indefinido.
Y ello es de tal guisa porque Sepúlveda es un lienzo inacabado, denso, del color de la tierra que se dora en cada momento, se incorpora a sus muros, apagados a veces por su ocultación en las afueras de la ciudad.
Pero además el desorden de sus calles, plazas que nos llevan a pasadizos inéditos, remates de campanarios frailunos, como los densos templos que conservan su pose románica, con sus campanarios sonoros y teológicos; conforma una tono, una amalgama de color y cuerpo urbano capaz de entusiasmar. Es por ello por lo que la vieja urbe romana se ensalza por escritores, poetas y artistas que buscan en su interior esa gama de sutiles entonaciones, el rumor de sus noches románticas donde la sombra de la calleja o adarve conmueve al espíritu.
Siempre, en la penumbra de la ciudad hay un personaje que camina, va mirando cada rinconada, un blasón cosido a la pared, puede que de algún sucesor de Fernán González. Va pausado, se siente feliz en ese caminar sin prisas, se detiene de pronto ante la luz de un farol que enfoca el arco escondido, por donde pasan unos críos, se deslizan después por los callejones oscuros. De pronto queda perdido en un pasadizo que baja al barrio, atravesando la puerta del Río y todo se anima por una luz de viejos faroles que iluminan sus piedras. Acaso sienta la soledad ante el rumor de la noche o se encuentre perdido, allí, entre sendas que se esconden en bajadas pedregosas, pero no se incomoda pues esas estancias son pergaminos olvidados, que, sin embargo vibran ante su mirada. Lo que le interesa es llenarse de ese ambiente sugeridor, recoger el hálito de soledad que se integra en la esencia de la ciudad. Después vuelve quedamente, se encarama por las escaleras del pasadizo por donde en la festividad de san Bartolomé salen los diablillos que bajan con sus escobas conmemorando ancestrales momentos de paganismo.
Pero el hombre solitario sigue en su caminar, sin rumbo alguno, deja el arco y da de bruces con una tosca cruz que delata la presencia del templo románico, puede que sea la iglesia de san Salvador, o de los santos Justo y Pastor, quizás la de san Bartolomé, y entonces se deja llevar por los aledaños de los siglos XI y XII. Presiente en ese momento el sentido del románico, su inquietante profusión de contrastes, el inefable argumento teológico del bien y el mal, del pecado y su efecto proclamado en los capiteles de las columnas de sus pórticos. Entonces no puede por menos que dar cuenta de su abismal presencia y se deje consumir en estado de gracia que le proporciona el momento.
Ese ser que bucea por la urbe desconocida, por los carriles noctívagos que se le van presentando, no busca otra cosa que el goce del alma, la bruma que presiente en sus pasos por Sepúlveda, se queda en sus paredes con balcones apagado; en las solitarias calles que nunca terminan y en sus placetas esperanzadas que alguien las nota con su sombrías poses de la noche. No se cansa el personaje en deambular por sus calles tomando rumbo hacia otros espacios que le admiran, cuando la noche va poniendo misterio y magia en el ambiente. Y es que la ciudad vive a esas horas cuando los vecinos descansan, habla y consulta con sus demiurgos la sin razón del momento. Se abre al impenitente que camina que queda sorprendido por la tiniebla que se le presenta en su caminar al rozar la esquina apagada, intuir la presencia de pasos lejanos o el rumor del viento sobre puertas entre abiertas.
Es que ese personaje que acaso poeta o filósofo sea, va ensimismado en la magia de la ciudad sobre la que tanto ha leído con el fin de deletrear el vocablo que de pronto deja su huella, la soledad de sus edificios llenos de balconadas y escudos linajudos. Advierte que por estas calles pasaron monarcas y marqueses, por ellas se dieron cita carlistas y damas de la villa defensoras de la urbe; que ya en la alta edad media Fernán González tomó parte en su crónica, y por ello se acerca a la plaza donde se ubican sus piedras originales, restos del primitivo castillo que ahora se aúna con otras piezas arquitectónicas posteriores, donde surge el reloj con la campana de la Queda y el contiguo balcón donde los ediles y clero dominaban las fiestas de toros.
No puede el poeta a esas alturas utilizar el variopinto itinerario que Blanco Álvaro, autor de una guía de Sepúlveda propone, pues entiende que la ciudad hay que sentirla, seguir rumbos encontrados sin orden, pues tan solo su corazón puede ser capaz de asimilar desde si mismo lo que acontece a su alrededor. (4)
Al personaje le inquieta aquella situación de los judíos en la ciudad en sus momentos históricos previos a la unificación de España, y se dirige entre la bruma al barrio donde moraban los sefardíes que recrearon toda una cultura, tuvieron momentos de tolerancia basada en la disponibilidad de aquellos por el monarca y clase noble, judíos que vivían de su trabajo, oficios que eran denigrantes para el cristiano viejo, pues que habían de apartarse de la vecindad y distinguirse por su vestimenta.
El hombre pasa por una plaza y sube una escalinata que le lleva al barrio hebreo donde quedaba la sinagoga: un barrio soturno agobiado por las sombras que otorgan los faroles y las casas escondidas. A esas horas casi nadie deambula y todo respira un aroma de angustia que afecto al personaje. Esta en el contorno donde habitaba la raza elegida por Yavé, en los siglos pasados: un pueblo sufriente, siempre en dispersión, al que se le llamaba deicida, usurero, al que no se le toleraba, se le odiaba, aunque utilizado por sus conocimientos de toda índole, entre ellos el de la medicina. En tal estado y conmovido por estos recuerdos históricos no podía sino respetar el tiempo de la estancia del sefardita en esta tierra reconociendo su grandeza, su espíritu religioso y la entrega a la que fuera su Jerusalén afincada en Toledo.
El solitario y noctívago paseante miró en silencio los muros añosos que reclamaban viejas melancolías, caminaba sin la brusquedad de otros instantes, como si quisiera reconciliarse con los duendes, con las almas muertas de sus viejos habitantes que supieron soportar la vileza del vecino, de los regidores de la ciudad, de aquellas alimañas que tan solo rumiaban críticas contra ellos lanzando injurias que repercutían en sus familias.
Se ocultó, en esos instantes en una rinconada de calle tenebrosa y no pudo sino rezar una oración por el dolor habido allí, por la inmisericordia de aquella gente de Sepúlveda espolvoreada por la inquietante leyenda que imputaba a los judíos el asesinato de un niño crucificado. No lo podía consentir el Obispo segoviano Juan Arias Dávila, israelita a su vez, iniciando y aprobando ejemplares castigos a la sombra de la Inquisición. Eran los momentos previos al decreto de expulsión.
El solitario y cabizbajo personaje dobló la esquina e intentó acudir al lugar de la antigua sinagoga, evocó a los judíos cumplidores de sus liturgias relacionadas con el Januká y el Yon Kipur; aquellos hebreos que conformaban la aljama bajo la dirección de la comunidad, y no pudo sino lamentar aquella situación y el dolor de su rabino Samuel Pichó aterrorizado por los acontecimientos y las tensiones con el Santo Oficio. Sin duda las relaciones con sus anteriores monarcas eran distintas y tolerables, incluso con el Condestable Álvaro de Luna. Sí, en difíciles circunstancias-pensaba- vivieron los sefardíes en tierras castellanas, sobre todo antes del decreto famoso de Fernando el Católico, influenciado por las prédicas de un clero intolerable, empeñado en la limpieza de la sangre. En España- decía- se le tiene odio al judío y se tolera al musulmán, pero ello es producto de una forma de pensar del español que viene de los siglos pretéritos incrementados por el ambiente del siglo de Oro que reflejan sus escritores, que como Cervantes deja claro, en sus Entremeses la sin razón de esta postura social: una sociedad metida en perjuicios y dominada por la tesis de la integración total y el concepto del honor.
Ya desde el siglo XIV el judío es perseguido y agobiado por el pogrón del año 1391 que hizo que huyeran hacia otras tierras, después la diáspora ocasionada por el decreto de marzo de 1942. Y después tantas cosas más que este pueblo ha tenido que sufrir en sus carnes hasta el Holocausto terrorífico del siglo XX que dejó seis millones de judíos muertos en los campos del exterminio, un manchón que cae sobre la humanidad entera, imposible de compensar. (5)
El personaje en cuestión pasó la noche meditando, yendo de un lugar a otro de la ciudad, conviviendo con el silencio de sus adarves, plazas, arcos que llevan a barriadas untadas de las huellas del islán. Observó blasones, se ilustró de sus palacios como el del Moro, de la cruz de la Casa de las Cofradías y sobre todo penetró en los pórticos de las iglesias con el columnario y sus capiteles grabados con un bestiario que el escultor ha sabido imprimir y que es todo un relieve de expresiones trascendentales.
Al comenzar el alba Sepúlveda se consagra a sí misma. Las torres de sus iglesias se pintan de un amarillo que combina matices bermellones, mientras los tejados de sus viviendas que se escalonan en una geometría heterodoxa, van imprimiendo un tono rojizo que contrasta con el blanco de las fachadas de las casas que dan a calles sombrías que uno quisiera atravesar, caminar y seguir su trayecto. La ciudad va mudando de vestidura a medida que corre el reloj marcando cada hora en una sucesión de tiempo sonoro. Desde la altura de un balcón perdido en el interior de la urbe castellana, el personaje, al que hemos perdido, sale a contemplar ese paisaje de aquietadas torres románicas con sus campanarios, viviendas que se juntan en su entorno con sus pequeñas chimeneas, y al fondo las sierras grises que se alejan, indican que más allá existe otro paisaje que se integra por sencillas aldeas de sabor pastoril. Puede que el hombre aviste al fondo el santuario de la Virgen de la Peña con su maciza torre.
Durante el día la ciudad cobra vida, se abren sus plazas y se puede atravesar la puerta del Azogue o tomar contacto con el sendero pedregoso a la salida de la puerta del Río. Uno busca la ciudad inédita que provoca asombro, y el barrio judío se ve distinto, como sus habitantes, gentes foráneas que hacen fotografías, se quedan en las terrazas de los bares y toman un sorbo de su taza de café.
Sepúlveda es distinta siempre. Contiene en su haber la crónica de sus piedras unidas a callejones soturnos, encajados en otras moles, sillares acomodados a la estructura de la ciudad, en una síntesis de templo románico y palacete noble. Sepúlveda es un castillo amurallado, defensivo, que se va cumplimentando con nuevas edificaciones, con sus iglesias y portadas, arcos que crean deliciosos contrastes que dan con rinconadas de misterio cabe el valle que la sustenta.
Y sin embargo la ciudad es mucho más. Lo conoce ese personaje al que hemos seguido por sus calles con su rostro melancólico, como los de quienes posan su alma en viejas creencias. El personaje es un poeta que anda asimilando la belleza a su paso, es sobre todo un andariego de los pueblos castellanos llenos de robles y sabinas, de pórticos y ventanas de medio punto, encajados junto a ríos que van al Duero. No solo mira, observa, mas encuentra a su vez la tibia luz de un casar que eleva su espadaña sobre el paisaje de horizontes infinitos. A veces se para en un banco de aldea que se entorna en sombras peculiares, o se deja estar en una holganza de ocasión, pero sigue su camino de alma pura que da, al fin con la secuencia apetecida, anhelada que colma sus anhelos.
Queda lo indescriptible en esos trozos urbanos que aguantan siglos, se asimilan leyendas e historias sobre moros y judíos que aman a doncellas, que tan solo se cuentan en las noches de invierno, como los milagros del san Frutos, eremita del Duratón que salvaba a los que arrojaban por sus laderas infernales.
Sobre sus restos de muralla quedan susurros de anécdotas, brumas que creen los heterodoxos y apóstatas de la verdad, quedan en los silencios y saben a milagros escabrosos y huídas por los escarpados de las hoces. Son parte de su identidad aunque a veces profanen la verdad. No se pueden evitar estos apócrifos relatos que hasta se unen a las fiestas patronales en un variopinto mosaico de contradicciones, donde todo vale en un afán por dar paso al ocio y la pasión por abrir el pasado, que acaso mantiene el odio a unas razas que forjaron las raíces de nuestra mejor cultura (6). Más no sigamos por este camino que no encontraremos sino amarguras como las del desconocido personaje que dejamos sumido en meditación.
Y es de tal forma como tornamos a nuestro punto de partida. Al fondo está Riaza, de donde salimos y este cronista desea aparcar un tanto para poner orden a sus vivencias aunando las notas escritas a vuela pluma, sin otra misión que dejar constancia de unas emociones al socaire con los pueblos, comunidades de villa y tierra que comprende el alfoz de Segovia.
De nuevo Riaza
Otra vez en Riaza. Al fondo quedan los paisajes vividos, sentidos desde la tierra y el serbal, la piel de la ermita y el capitel visionario. Llevamos con nosotros el tesoro de Castilla que descansa “ con un respiro poderoso y quieto”, que diría el poeta. No puedo por ello sino despedir las nobles villas por las que he pasado con el alma en suspenso y el corazón abierto en la intención de vivirlas otra vez.
La luz de julio moldea las casitas y los huertos de la villa, deja un encanto estimable en la plaza mayor de recios soportales. Vuelven las viejas sensaciones. Caminar por este recinto es recoger el hálito de su pasado, recorrer sus tiendas y bares, dominar la casa consistorial, obra que fuera del famoso conde de Arcos, con el reloj que susurra el paso del tiempo. La redondez de la plaza que antaño conservaba el famoso Royo, desapareció para dar verbo a la corrida de toros: lugar donde se dan cita vendedores cumplimentando ordenanzas del siglo XVI que entre otras cosas daban razones para ejercer la lidia con toros de tronío.
Aparece cercana, la viñeta renacentista de este icono inconmovible que es la torre con su campanario, balaustrada y flameros delicados, cuyo interior alberga a la Virgen del Manto, de tanto fervor, portada en romerías junto con la de Hontanares que le trae el viento de la sierra. Junto a la torre queda la cruz medieval a la sombra del castaño avezado en plegarias recogidas. Queda en su entorno un lugar de serena meditación, con esa paz anunciada de la villa. Balconada para comunicarse con las montañas que acogen en su seno el hayedo de la Pedrosa, donde nace el río y se lanza la vista a horizontes sin límite.
Y es que la villa se viste de verde terciopelo en este tiempo olvidando las nieves del invierno. Ahora todo es un estremecimiento de belleza con el susurro de la fuente y el árbol de fantasía que restriega sus raíces en honduras del río, que es sangre que purifica el paisaje. Desde dentro Riaza se apodera del transeúnte que solo exige la paz anhelada, la voz del amigo que se fue al otro lado de las laderas que la vista domina, donde no hay cordilleras pero sí bosques de hayas con ángeles que custodian estos árboles de leyenda. Por ese curso de la naturaleza se cita la poesía que enhebra ritos de ciclos temporales, con hojas de otoños cansinos y añoranzas de viejas jarchas mozárabes.
Desde ese punto de naturaleza, que ha dejado ausencias, solo quedan palabras que se cubren de hojas apagadas, de lumbre opaca que lleva el atardecer al hayedo que gime. Vuelvo ahora con el tiempo vivido y azotado por el declinar del cuerpo, pero enhiesta el alma para mirar otra vez el hayedo que ya no es el mismo. Ni siquiera Riaza, aunque queden flotando en el aire, que es eternidad, las palabras del poeta que sentía su paisaje de rosas de crepúsculos y de pájaros azules revoloteando sobre las páginas de la villa a la que me invitaba el compañero y desde la que hablábamos de Garcilaso, en recodos del río que deja reflejos adorables, y de Galatea perdida de amores por aquellos odoríferos prados de citas apasionadas, donde comenzaban y daban fin los ardores de enamorados.
Cuitas pastoriles que encumbran la belleza de estos prados con sus álamos blancos de Machado, que fuera tu poeta, tan pálido ahora en los “ Chopos del camino blanco, álamos de la ribera… “ . Y tú mismo soñando caminos en monótonas tardes de lluvias cristalinas y romances de Castilla; la de los llanos y serrijones agoreros que nos espera siempre. Llevabas dentro la soledad de las campanas de tu pueblo, el sol de las mañanas y el que declina en las suaves cadencias de un tiempo que juega con las luces del cielo y de la tierra. Lo dijiste una vez en deliciosos párrafos: “ El sol se oculta como un disco de fuego e, inmediatamente empieza a anochecer. Aquí la nota otoñal es el adagio lánguido, melancólico. Pero no solo hay sonidos en la tarde de otoño, sino colores y olores. Incluso sabores”. (6)
Vuelvo a la habitación del hotel y otra vez miro por el balcón, la sierra de azul grisáceo, termino una acuarela iniciada que es como un poema de agua y colores de seda. Una luz de crepúsculo dorado inunda el escueto espacio del cuarto y cierro las páginas de un libro que Juan Estremera me dedicó aquel año que se fue de 1991, un 16 de noviembre, cuando mi prima Fuensanta me invitó a pasar unos días en su casa de Riaza, y desde la buhardilla oteaba el atardecer, y después paseábamos con Juan por el Rasero, para sentir la luz de la villa segoviana. Y después andar y andar cabe el río y volver la mirada a la sierra, y hablar y hablar…..El libro se titula “ historia de la villa de Riaza ( Desde sus orígenes hasta el siglo XVIII9. La dedicación reza como sigue “ Para Pencho, sutil historiador y sociólogo. Artista sensible, sabio humanista, pintor de todo, para que venga pronto a Riaza.” 16 noviembre 91…
La citada obra del historiador se basa en las clásicas de Mariana y otras que recogen la batalla de Almansa y la intervención de la villa en la misma. En todo caso se trata de una visión cotejada con otras que nos da pie a la fantasía, pues la historia nos comunica con datos fríos que el humanista sabe acoplar y recrearse en su época.
Para el cronista la presencia del bosque descrito sirve para anidar en su espíritu. El árbol habla por sí mismo, nos funde en diestras desviaciones poéticas capaz de recrear un paisaje anímico. Cada árbol es una gracia de la naturaleza. Las sabinas del bosque, con sus recios troncos y raíces que parecen dedos gigantescos. Creo en el alma del bosque, en la magia y misterio que se refugia en su ámbito en las noches de invierno, cuando todo dormita y da comienzo el susurro de los árboles que acogen a duendes y personajes de fantasía.
Estamos en la efeméride de este genial pintor, cuya obra se ha visitado en Madrid. Tengo reproducciones del Jardín de las Delicias y El carro de Heno, que me provocan sensaciones varias y me llevan a esa época del románico español, con el bestiario que se recoge en los capiteles de sus iglesias. Una manera, acaso inédita, de relacionar la baja edad media con las visiones de sus predicadores sobre el bien y el mal, sobre el infierno y los pecados que llevan al ser humano al fuego eterno donde el diablo habita. ¡Vaya consuelo¡
Este cronista cree, como Azorín, que castilla hay que sentirla desde dentro, sin que nadie nos proponga una ruta. Hay que caminar al albur por la ciudad, villa casería con el solo fin de sentiré emociones. El arte supera lo real, no nos vale el frío repertorio de datos, sino solo de medio para llegar a la esencia de cada villa castellana. El tema del judío español o sefardí me interesa porque forma parte de nuestra cultura. El español, como dice Américo Castro, lleva sangre arábiga y hebrea, aunque sea antisemita, pero es que el judío medieval fue buscado por el monarca y maltratado a su vez por el vecino hasta su expulsión.
Estas sencillas páginas nacidas al contacto de las tierras en torno a Riaza, son un homenaje a Juan Estremera al que conocí siendo novio de mi prima Fuensanta, cuyo matrimonio ha sido ejemplar hasta el último momento. No ha mucho han fallecido ambos y sin duda que están gozando de paisajes semejantes a los de estos prados que tanto amaban. De Juan he aprendido mucho y recuerdo tardes infinitas conversando sobre literatura española, sobre la edad de ORO, De Cervantes y Lope y Calderón, Azorín, Unamuno, de la Regenta, cuyos personajes formaban parte de otras conversaciones. Juan era no solo erudito en literatura, lo trataba todo amén de ser exquisito y gran escritor, amador de Riaza, que refleja en su trabajo publicado en 1991 con el título “ Protección y conservación de los bosques en las villa de Riaza ( Del siglo XVI a nuestros días. «Salgamos a los campos».
Cuando la niebla su cendal desgarra….”(Wordsworth) ( A Juan Estremera que tanto me enseñó)
FUENTE: F. SAURA MIRA 2016.