POR VALENTÍN CASCO FERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE LA VILLA DE VALDETORRES (BADAJOZ)
El campamento romano de Valdetorres en los conflictos militares de los siglos II y I a.n.e. en el sur hispano.
El encaje histórico: fases históricas, intensidad bélica ytiempo “entreguerras”.
El campamento de Valdetorres, con su muralla y construcciones erigidas en un momento indeter-minado del tercer cuarto del siglo II a.n.e., encarna el comienzo de la nueva estrategia de implantación romana en esta parte del territorio interior hispano. Ningún otro enclave inauguró Roma hasta esemomento, no al menos de la forma y condiciones propias de un asentamiento estable.
¿Quiere decir esto que la Urbs no contó con apoyos en el territorio para sustentar el desarrollo de su política militar más allá de este primer campamento? Probablemente no. La obra de Apiano está llena de alusiones a topónimos asociados a hibernadas, a puntos seguros donde el ejército puede recuperarse de una derrota o reponerse a la espera de reanudar la guerra llegada la estación propicia. Ataques, sitios y saqueos van seguidos de rendiciones y, éstas, del compromiso del derrotado con el vencedor, como el de acoger y sustentar al ejército en esos tiempos de inactividad, con infinidad de matices termino-lógicos, culturales, estratégicos y hasta económicos e impositivos (Ñaco, 2001: 72, 89-90; García, 2002:
212). Algunas renovaciones poliorcéticas en los oppida e hiatos claros en la secuencia estratigráfica y constructiva, vinculados a una considerable irrupción de materiales de ascendencia itálica y armamentolegionario – itálico o “auxiliar” –, denuncian la posibilidad de que algunos de esos poblados albergaran tropas en condiciones de “hospitalidad”, contrastadas por las fuentes, como compensación del derro-tado (Roth, 1999: 143-144; Ñaco, 2001; Fabião, 2007: 128-130; Cadiou, 2008: 356-359; Heras, 2018: 58-61,573-639, 706-709). Refacciones de torres y murallas con soluciones técnicas de corte “helenístico” no deben leerse como una renovación interna inspirada en extraños influjos culturales mediterráneos, sinocomo la aplicación de los conocimientos adquiridos e implementados por el ejército romano en edilicia militar, buscando parapetarse durante largas estancias en “ciudades amigas” – como Conistorgis – y, en todo caso, defendiendo lo conseguido tras el asalto y rendición.
Lamentablemente, las citas de Apiano, Livio, Polibio o Salustio no dejan constancia de los campamentos, acaso acciones punitivas aquí y allá y, en el mejor de los casos, sintomáticas fortificaciones, como la del puerto de Lisboa por Junio Bruto (Strab. Geog. 3.3.1). A pesar de todo ello, del recurso del apoyo al ejército en la retaguardia por parte de las comunidades rendidas y de los más que seguros campamentos de marcha, de rastreo difícil por la Arqueología, lo cierto es que hasta ahora se han echado en falta aquellos cuarteles más estables, que sirvieron de avance en la conquista del territorio. De alguna forma, el campamento de Valdetorres pudo significar eso mismo, y su fundación cumpliría el objetivo de albergar un ejército movilizado, una base desde la que reconocer y consolidar un territorio que, aún a mediados del siglo II a.n.e., le era desconocido.
Por esas fechas, los restos de asalto y destrucción en Castillejos de Fuente de Cantos o quizás también – el Castrejón de Capote, justo en la falda norte de Sierra Morena, podrían hacernos suponer la llegada de las legiones hasta aquí. De nuevo Apiano y Polibio agregan el contrapunto histórico a estos signos materiales, como el ataque de Marco Atilio a los lusitanos y la destrucción de Oxthraca (App. Iber. 58) o el asalto de otro Marco – tal vez el mismo Atilio (Berrocal, 1992: 45-46) – al oppidum de Nerkobrika (Polyb. 35.2) también contra los lusitanos, para hibernar después en Corduba, el puerto seguro inmediatamente al sur de estas montañas.
Sin embargo, habrá de pasar por lo menos una década para que Roma se aventure más allá, llegue y se establezca en la orilla del Guadiana. Precisamente oteando el curso mismo de este río, Valdetorres erigía sus murallas y excavaba los fosos con la previsión de dar cobijo a una o dos legiones, durante al menos una campaña en momentos tan convulsos como las denominadas Guerras Lusitanas. Los conjuntos materiales que hemos repasado líneas atrás ponen en evidencia un aprovisionamiento “oficial”, sintomáticamente próximos a los contextos más antiguos de Lisboa (Pimenta, 2014: 47), en 138 a.n.e.,puerto logístico en la costa atlántica, esencial en el suministro del ejército destacado en el interior. El balance cronológico del campamento de Valdetorres avala de alguna forma la proximidad de su fundación a las campañas de Bruto en la zona, puesto que, asumiendo una fundación algo anterior al ca. 130-131 a.n.e., a partir del sello anfórico de la segunda fase del campamento, recordemos y el acuerdo sin fisuras de los demás ítems, podría sostenerse su implicación en aquéllas, pero también las acciones de Galba o Cepión, poco tiempo atrás. No debe extrañarnos que las maniobras de uno y otro durante el conflicto lusitano se inserten en el marco geográfico del margen izquierdo – sur – del Guadiana.
Recordemos que Conistorgis fue retaguardia del primero (App. Iber. 58) y la ciudad de Arsa también en Ptolomeo (2.4.10) quedó sometida por este último en su marcha contra Viriato (App. Iber. 70), quizás aquella Erisana asediada por Emiliano, y también Serviliano toma cinco oppida de la Baeturia (App. Iber. 68-70), el territorio comprendido entre Sierra Morena y el Guadiana.
Si las murallas terreras de Valdetorres, a tenor de los datos estratigráficos y cronológicos, se habrían levantado en el contexto histórico del conflicto lusitano, de Galba a Bruto, resistirán probablemente una década más y sucesivas reocupaciones posteriores, al menos la que marca el lecho cerámico fechado a comienzos del último tercio del siglo II a.n.e. El cambio en la orientación de los muros respecto a la fase anterior, ocultos bajo los nuevos suelos, pone de manifiesto un salto estratigráfico y denota una recurrencia sobre el sitio, más que la continuidad del enclave.
En tal caso, nos topamos con una nueva ocupación, igualmente militar, con suministro oficial, que podemos suponer vinculado con acciones militares más allá de las campañas de Décimo Junio Bruto a lo largo de la fachada atlántica, con un propósito económico y ya no tanto pacificador (García, 2002: 127-128).
La lástima es que, a partir de ahora, se abre para el ámbito occidental peninsular una “etapa oscura” – en palabras de J. de Francisco (1996: 72) – , donde la guerra con los lusitanos ya no son objetivo de la narración de Apiano y, con los escasos, inconexos y sumamente escuetos retazos que nos ofrecen las fuentes y las actas triunfales, perdemos la linealidad de los acontecimientos que afectan a este espacio. A pesar de ello, parece claro que la pacificación de Bruto no supuso el fin de los problemas en la Ulterior.
Recordemos las palabras de Plutarco a propósito de la labor de Mario durante su pretura en la provincia, “que era todavía bárbara y salvaje en sus costumbres”, limpiándola de bandidos (Plut. De vit. mor. 6).
El desvío de la mirada de los historiadores no ha de suponer en modo alguno un descenso drástico de la conflictividad en el territorio, más bien constatar que la guerra ya no se resuelve en todas las ocasiones con grandes ejércitos que asaltan importantes ciudades o combaten a enemigos definidos y bien organizados. La inseguridad debió ser una constante a pesar de ello y los intereses de Roma permanecen en los filones metálicos de Sierra Morena, desde las montañas jienenses hasta los pliegues,
falla y depósitos onubenses – Riotinto –, desde la depresión bética hasta el contacto con la Meseta – Almadén – y las tierras del sur pacense.
Creo que en este otro contexto de conflictividad latente – y seguramente también manifiesta, a pesar del aparente silencio de las fuentes históricas – y con el objeto de garantizar la viabilidad de las explotaciones mineras, deberemos entender la necesidad de seguir apostando tropas frente a la línea del
Guadiana, dejando en la retaguardia, precisamente, todas aquellas serranías argentíferas que parecen haber sido el marco geográfico de las “guerras lusitanas historiográficas”.
Este periodo “entreguerras” – de Bruto a Sertorio, aunque de límites difusos – estuvo caracterizado por una importante actividad económica, responsable de un tipo de implantación sobre el territorio
que ya no es sólo militar, aunque conviva con ella. Probablemente sea éste el momento de despegue y efervescencia de las minas de Riotinto o de Sisapo/Almadén – en ambos casos, en un sentido geográfico
amplio – , también de La Loba, el poblado minero del NO cordobés del ca. 120 al 90-80 a.n.e. (Chaves, Otero, 2002;2018), y, por extensión, de aquellas comarcas próximas, como el área de Azuaga, La Serena
y La Siberia, en el arco SE de la provincia de Badajoz. En el centro mismo de ésta surge por estas fechas el oppidum de Hornachuelos, con fisonomía y recursos poliorcéticos de autoría romana y con una clara
vocación de centro de control y explotación minera. Tanto el topónimo actual, como el nombre con que pudo habérsele conocido en la Antigüedad, Fornacis (Ptol. Geog. 2.4.10) (Rodríguez, Pérez, Duque, 2019)
remiten a hornos metalúrgicos y escoriales romanorrepublicanos, aún muy presentes en todo su entorno.
El impacto de la presencia romana, como vemos, se hace notar en los hábitats mineros, pero también en el registro arqueológico de algunos de los poblados excavados, con señales de transformación y presencia de materiales inequívocamente romanos (una síntesis en Heras, 2018: 550-559,
573-639). El avance de la conquista y, en todo caso, el afianzamiento del control del territorio y sus recursos no concluía aquí. Al otro lado del Anas permanecían pueblos indómitos y aguardaban nuevas
oportunidades, por lo que cabe esperar que no tardaran en auspiciarse acciones punitivas hacia el norte, rebasando el río y adentrándose en la cuenca del Tagus. Inmerso en una sinergia de expansión del dominio, exploración del espacio y de consecución de riqueza procedente del botín de guerra, el
ejército debió actuar en los llanos y riberos cacereños, donde encontramos extraordinarios documentos históricos, como el llamado Bronce de Alcántara, una deditio del 104 a.n.e. que ilustra precisamente ese avance del conflicto hacia el norte (López, Sánchez, García, 1984).
El campamento de Valdetorres, en este otro tiempo, ya queda alejado de ese nuevo escenario, aun cuando no sabemos con seguridad si pudo funcionar como estación de paso o punto seguro en caso de revés bélico.
En cambio, sí podría haber surgido entonces un nuevo enclave indiscutiblemente militar,
esta vez frente a la línea del Tajo, la siguiente barrera geográfica, quizás sólo simbólica. Los castra Servilia, referidos por Plinio a tenor de su descripción de la provincia Lusitania (Plin. NH 4.117), constituyen aún
hoy una verdadera incógnita, a pesar de ser parte de un largo debate. Se supone, a raíz de las palabras de Plinio, que castraServilia fue contributa de Norba, junto a castra Caecilia, el nombre que Schulten propuso para los restos del campamento de Cáceres el Viejo. Fuentes en mano, el arqueólogo alemán elaboró una proposición que se traducirá en la identificación de este enclave militar con castra Caecilia – también citado en el It. Ant. 433.4 – y hacer responsable de su construcción a Q. Caecilius Metellus Pius, el Metelo
de la Guerra Civil y que combate a Q. Sertorio en Hispania – ca. 79-78 a.n.e. – (Schulten, 1937: 174; corroborado por los estudios de Hildebrand, 1984: 203), una ecuación, en definitiva, en la que no encontrará
buen encaje aquel Servilia pliniano.
De lo primero, obtenemos que, en adelante, los contextos materiales presumiblemente sertorianos habrán de calibrarse con el registro arqueológico de Cáceres el Viejo, próximos en cualquier caso al cambio de siglo. El problema surge cuando se le supone un campamento monofásico y existen indicios
en otro sentido. Y es que se documentan superposiciones de estructuras y el repertorio monetario indica cierto “carácter obsoleto” de una parte – bronce romano – respecto del denario (Abásolo, González,
Mora, 2008: 130), que abunda en una amplitud impropia de un campamento supuestamente fundado y destruido en tan corto intervalo de tiempo. Para explicarlo, la propuesta más conocida parte del prof.
Beltrán (1973-74: 294-298), que sugiere un origen algo anterior, quizás en torno al año 93, relacionándolo
con las campañas de Licinio y, a su vez, con el topónimo de [castra] Liciniana (Ptol. Geog. 2.5.. En otra ocasión, yo mismo insinué otra posibilidad, integrando esa otra pieza suelta que es castraServilia (Heras,
2018: 569). Lo hacía tomando en consideración el estudio de A. Guerra a propósito de Caepiana y su posible identificación con Chibanes, junto al estuario del Tajo, proponiendo vincular ese topónimo con Caepio, hijo del homónimo Q. Servilio Cepión que combatió a Viriato (Guerra, 2004). Las acciones de ese
otro militar en la región son escasamente conocidas (Val. Max. 6.9.13; Eutr. 4.27), aunque sí consta que sirviera en la Ulterior, obteniendo el triunfo sobre los lusitanos en ca. 109-107 a.n.e. A partir de ello, la posibilidad de mantener un campamento más estable de lo que pensara Schulten sobre Cáceres el Viejo o de reutilizarlo, como pudiera haberlo hecho Metelo dos décadas más tarde, ofrece soluciones de interpretación más integradoras que quizás podamos no desechar a priori. La rendición del oppidum de Alcántara o el rastro del ejército en el registro material de otros poblados en las proximidades del Tajo (armamento, numismática o militaria en general), requieren de la presencia de tropas en la zona y de bases operativas, no siempre efímeros acuartelamientos de macha.
Al margen de todas estas lecturas, alternativas y complementarias, y demás detalles, parece claro que el conflicto no está cerrado y, de hecho, los lusitanos – tal vez ya un corónimo genérico para los historiadores clásicos – son vencidos sucesivamente, según consta en las actas triunfales – Obs. 42 – o en Apiano (Iber. 100), por Marco Mario – el hermano del conocido general, Cayo – en 102 a.n.e. También L. Cornelio Dolabela logra nuevas victorias sobre ellos, como lo hiciera más tarde Licinio Craso, en 98 y 93 a.n.e., respectivamente (Degrassi, 1947: 561), aunque tampoco faltará algún revés, referido al 105 a.n.e. – Obs. 42 –, con la pérdida de un ejército dirigido por ¿Pisón? (García Moreno, 1987: 72).
Victorias y derrotas que se prolongan hasta bien entrado el siglo I a.n.e. ponen de manifiesto la inseguridad para Roma y para la rentabilidad de sus actividades económicas en estos territorios.
Esto parece ser evidente en la presencia de armas y objetos de importación romanos en la necrópolis más reciente del poblado de Villasviejas del Tamuja, con refacciones constructivas y una notable renovación poliorcética (Hernández, Rodríguez, Sánchez, 1989: 26; Hernández, 1993: 262), además de un repertorio
numismático próximo al del vecino campamento cacereño (Blázquez, 1995), que podemos entender en sintonía con la presencia de tropas – itálicos y/o auxiliares – en el seno de la comunidad que habita el núcleo desde el que se dominan los filones argentíferos de Plasenzuela.
Esta necesidad de control de los recursos resulta clave para los inversores, muchas veces las mismas familias que forman o influyen en las decisiones del Senado Romano. Consecuencia de ello, la inestabilidad o pérdida de ese control deriva hacia una rápida contestación. El conflicto civil de comienzos del siglo I a.n.e., traído de alguna forma hasta las provincias hispanas, lleva a una contundente respuesta, dirigida a evitar que Q. Sertorio se haga con la producción metalífera y comprometa las inversiones de aquellas familias. El envío de un probado militar como Metelo y, a continuación, laincorporación de Pompeyo a Hispania demuestra el interés por acabar lo antes posible con el peligro sertoriano. La estrategia combinada de ambos ejércitos o la voluntad del primero por dificultar que Sertorio se haga con los recursos-clave, entre otros factores, decantaron a la postre la victoria hacia el bando senatorial, no sin antes dejar sobre el terreno un seguro rastro en forma de niveles de destrucción en los poblados partidarios de aquél y de campamentos. El cacereño de Castra Caecilia pudo ser uno de ellos, quizás reocupado y rebautizado por Cecilio Metelo a raíz de sus campañas entre el Guadianay el Tajo; tal vez el de Valdetorres, próximo geográficamente al topónimo Metellinensis, ejemplifique nuevamente el empleo de bases militares precedentes.
Tanto en un caso como en el otro, debemos tener presente la situación relativa de los enclaves. El primero comparte espacio con las minas argentíferas que rodean al poblado de Villasviejas del Tamuja y, el segundo, contempla el paso hacia Corduba a través del Guadiana, formando parte de un corredor natural y directo que transita también por el valle de la Serena y la depresión – minera también – del Guadiato, que desemboca en esta ciudad-puerto. No debe ser casual que en el mismo enclave del Tamuja hubiera aparecido un nutrido tesorillo de monedas cordubenses de época de Metelo, como parte de una hipotética acuñación “de necesidad” con fines militares (Chaves, 2006: 389-390). Estos hitos estratégicos, junto a los que conforman las líneas de provisión militar, y no esos artificiales ejes perpendiculares de que hablaba Schulten para explicar la organización de la supuesta toponimia bélico-civil (Schulten, 1926: 133-139), marcarán los movimientos de las legiones en el enfrentamiento metelo-sertoriano.