POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
Ana Iñíguez de Zugazabeitia, que vivía en La Maruca, Avilés, madre de mi amiga Ana (en paz descansen), se quejaba de que, por ser vasca, la llamaran etarra, y le apetecía renegar de sus convicciones por culpa de esa gente injusta y bruta. Esto me lleva a la Edad Media, cuando el pueblo consideraba desflorada a la doncella que abría su balcón a cualquier Romeo; así, cuando un osado allanaba la alcoba de una soltera, yacieran o no, a ella la daban por jodida, y de ahí que muchas, en principio honestas, los recibieran con las piernas abiertas, para descontar una más que segura condena social. Algo así acaece con los empadronados en Cataluña cuando tildamos a todos de secesionistas y traidores, de tal modo que quien se sabe ampurdanés y español ha de luchar, por un lado, contra los paisanos que quieren desenchufarse, y, por otro, defenderse de sus compatriotas del resto de España. Mañana sigo; no me cabe más.
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