POR LEOCADIO REDONDO ESPINA, CRONISTA OFICIAL DE NAVA (ASTURIAS)
Creo que los primeros días despejados y con sol del principio de la primavera brillan con una luminosidad joven, impetuosa, como recién estrenada, y eso fue, precisamente, lo que ocurrió el sábado día 8, cuando, con un grupo de componentes de la Asociación de Amigos del Hórreo Asturiano, con Julio Zapico y mi amigo Paulino al frente, visitamos, entre otros, el pueblo de Ceceda.
El objetivo inicial, que no era otro que contemplar los hórreos de la localidad, y ver su estado y características, dio lugar, al mismo tiempo, a llevar a cabo un placentero paseo por el pueblo, disfrutando tanto del sosiego y la paz que brindaban sus calles, callejas y rincones, como de la contemplación de su cuidado y valioso patrimonio, perfectamente encajado en un caserío limpio y pintoresco.
Igualmente, desde el pueblo pudimos disfrutar de la belleza del contorno, de modo que, si uno se paraba a contemplar el panorama desde El Campulotu, mirando hacia La Faya, Fresnadiellu y la Coroña Castro, como si, desde El Cantón, lo hacía dirigiendo la vista hacia La Vega, Grandiella y La Cueva, con el picu Restiellu, el Cimeru y el Maza, con la Parea el Tablau, La Gallera y Casielles a continuación, y por último Entresierres, con Peñamayor al fondo, el paisaje era limpio, diáfano, con las manchas blancas de los cerezos en flor salpicando el tapiz de verdes variados que brillaban resplandecientes, como recién lavados y barnizados, en una mañana de cielo muy alto y aire fino, que las golondrinas surcaban raudas, dibujando, en su vuelo, diagonales y picados imposibles.
Recordé entonces las visitas que hizo Jovellanos a este pueblo, y su relación con gentes de aquí, como Antonio del Cueto, el cura párroco y el poeta Antonio Valvidares, aunque, en este caso, me interesaba más recordar la descripción que hacía de la artesanía alfarera. Fue la tarde del 6 de agosto de 1791 cuando, procedente de San Bartolomé, y después de pasar por el “lugarcito de Tresali”, y soportar un fuerte chaparrón, llega D. Gaspar al pueblo, y deja escrito aquello de: “Ceceda, situado sobre un monte de peña de figura cónica, inversa, mirado antes de llegar; grande industria de ollería, hecha de barro fino del país de color amarillento; fabricaban sólo mujeres debajo de los hórreos y en las corradas de sus casas, y eran de diferentes edades, así como las vasijas que vi fabricar de diferentes tamaños”. (Era 1791, y nadie podía saber, entonces, que faltaban cien años para que llegara el ferrocarril).
Busqué un pilpayu afayaizu y me senté, apoyando la espalda en un pegollu. Luego, ensoñado en la plácida calma mañanera, evoqué el olor noble y húmedo del barru, y entonces, como envuelto en ese aroma, me llegó el rumor de las voces, las conversaciones y los gritos de las mujeres del pueblo, las cuales, sentadas en el suelo y rodeadas de chiquillería, se afanaban sobre la tablilla redonda del tornu, empeñadas en la tarea de levantar y dar forma, a partir de la inicial pella de barru, a hermosas vasijas, ollas y piezas. Las cuales, antes de estar despachadas para su trueque o venta, deberían salvar la prueba definitiva de pasar a cocer por el fornu.
Y me entretuve pensando en la posibilidad de que un indicio, una muestra, aunque fuera mínima, del polvo del barro amarillento con el que se hacían los cacharros hubiera podido quedar incrustada, o escondida, entre las juntas y huecos de los tillaos, colondras, engüelgos y trabes de alguno de aquellos hórreos que dieron cobijo a tan artesana labor, y llegar, de ese modo, hasta nuestros días, como mudo testimonio de aquella época y de aquella industria.
Cuando dejamos el pueblo, el sol lucía en lo más alto, y las golondrinas, incansables, seguían barriendo el cielo sobre el Campo de la Iglesia.
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