POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO, JALISCO (MÉXICO)
Cuando el doctor Agustín Rivera se decidió a escribir sobre Pedro Moreno, lo hacía navegando entre dos corrientes de sangre difíciles de delimitar: con acendrado orgullo nacionalista, a sabiendas de que su padre había sido oficial español del ejército realista; sin embargo deja sembrado un camino con migas de pan, datos que seguí hasta llegar al lugar de origen paterno: Chiclana de la Frontera, provincia de Cádiz, en la comunidad autónoma de Andalucía. En misterioso mensaje, la madre de mi quinto hijo, quien suele comunicarse con espíritus ya idos como si de una llamada telefónica se tratara, una noche me habló de su presencia y el gusto por lo que entonces estudiaba de don Pedro Moreno; aproveché para preguntarle si debía ir a Chiclana: “es un buen pretexto”, respondió con sorna harto gitana. A la primera oportunidad en tiempo y dinero me fui a Europa dejando para el final de mi viaje a España; entre otros puntos, luego de maravillarme con Sevilla bajé a Cádiz y de ahí a mi destino final. Con inspiración rulfiana, debí haber escrito: “Vine a Chiclana porque me dicen que de acá vivía mi… tatarabuelo, un tal Pedro, que no era Páramo, sino Rivera”; a pesar de no conocer nada ni a nadie, la atmósfera y los personajes me eran curiosamente cercanos; creía estar viendo parientes, recordando el talante de mi abuela y de mis tíos, los hermanos Azuela-Rivera; a Salvador con su boina vasca, la sonrisa burlona y mofletuda de Mariano, la pícara simpatía de Antonio y Enrique, así como los ojos grandes y vivaces de aquellas alharaquientas hermanas; entendí hasta entonces la gran influencia andaluza que corrió por sus venas.
Ya antes había leído y me maravillaba la historia de Sancti-Petri, el islote en donde se encontraba el templo de Heracles -Hércules-, a donde habían ido a peregrinar Aníbal y Julio César entre otros, para dejar ofrendas en pos de sus favores… supuestamente por ahí plantó sus columnas bordeadas por la leyenda: Non Plus Ultra, ¡no más allá! Pues resulta que desde ahí se había desobedecido al semi-dios con un Plus Ultra que sigue ondeando y siendo orgullo del pueblo español, primero en cruzar el Atlántico.
Tres siglos después, Napoleón invade y usurpa al tanto que el pueblo resiste; Chiclana es devastada mientras en Cádiz se legisla. En 1815, Fernando VII regresa al trono y envía poderosa expedición a recuperar sus colonias americanas amenazadas por un movimiento de independencia continental; el grueso de esos 15,000 hombres habrá de ser devorado, ya no por la amenaza del sacrificio humano sino por la Venus americana que con hablar dulce y melodioso hace mordisquear la manzana de su propio edén, a la que se volverán adictos aquellos militares veteranos de la experiencia napoleónica; tal fue el caso de don Pedro Rivera Jiménez, quien desembarcó en Veracruz en junio de 1815 en calidad de subteniente del Batallón de Navarra y llegó dos años después como parte de las tropas que sitiaron el Fuerte del Sombrero; ahí contrajo el vicio para el que guantes y tapabocas -como los que ahora usamos- no sirven, si acaso lo serían parches oculares y tapones para los oídos… Rivera se planta, contrae matrimonio con doña Eustacia Sanromán, reconocida dama del lugar, con quien procrea ocho hijos muriendo el caballero a los 48 años; parte de su historia americana la conocía, me faltaba su parte española.
Caminé por las calles de Chiclana, crucé un río, mucho sol, limpieza, mercado impecable, una parroquia en donde quise recabar datos, imposible… junto a aquella plaza un impresionante museo en donde comprobé su historia llena de pesca, sal, vid y olivos -tan caros para mi-; ¡toros y ópera, la pasión del tío abuelo, Antonio Rivera, todo embonaba! Imploré a la amable empleada que me atendió, por alguien que me auxiliara a la distancia dado mi pronto regreso y me prometió ayuda…
Arquitectura y aire monacal muy parecido al de Lagos, subí a la Ermita de Santa Ana, similar a lo que es nuestro templo de El Calvario; asistí a una función que dedicaba la orquesta sinfónica de Córdoba para Antonio García Gutiérrez, autor del argumento de “El Trovador” en el que se interpretó magistralmente a Verdi, una orquesta curiosamente integrada por muchos músicos de color, lo que me llamó la atención; al notar que mi vecina de asiento saludaba a todos a músicos a lo lejos, me aclaró que era esposa del primer violín, quien era cubano como muchos de sus compañeros, quienes habían pedido asilo político durante las jornadas culturales de Sevilla, en 1992.
Para el último día de mi estancia de escasos tres días, llegué al mar, caminé descalzo en aquella arena embarcándome hacia Sancti-Petri. Comía luego en un lugar en el que trataba de juntar como niño de ciudad esas conchas o piezas de aquella experiencia. Conocí ahí una estatua de cuerpo entero de Heracles; cuenta la leyenda que por ahí estuvo haciendo algunos de sus trabajos; sus proporciones hacen ver bastante menor al célebre David; propondría luego a alguno de mis amigos la cuarteta para la estatua: “Exclama Heracles sin rubor, si ante su estatua usted cruza: “así me ha dejado señor, el garbo de la andaluza”.
Encontré en Chiclana al Cristo Nazareno motivo de gran reverencia, hecho de pasta de caña novohispana, a una llorosa virgen de los Dolores muy parecida a la laguense y hasta a la calle de Álamo, nombre original de la calle de Santa María, hoy calle Mariano Azuela. Atardecía y llegaban mis últimas sorpresas: en el atrio de la iglesia de San Felipe, la escultura de un sacerdote bendiciendo a un joven que partía para hacer la América, metáfora de mi búsqueda que hasta entonces tenía cierto dejo de frustración. Dentro del templo, un dulce canto, el primero que mi madre me enseñó a entonar: Oh María, madre mía, oh consuelo del mortal…
Empaqué ropa y recuerdos. Días más tarde recibía ya en México un mensaje: “Estimado señor: Quizás le sorprenda mi correo, no asÍ el motivo de él. ¿Quién soy y porqué mis noticias? me llamo José Verdugo Saucedo, chiclanero como su tatarabuelo… Su interés por este familiar suyo, me llegó a través de mi hija Ana, técnico del museo de Chiclana… me pongo a su disposición… le ayudaré en cuanto pueda…”.
Fue ese el inicio no de una amistad, sino de una hermandad; Pepe escribió y publicó en el periódico de Cádiz historia y peripecias de la salida de don Pedro Rivera con rumbo a América al cumplirse el bicentenario de aquellos hechos, forzándome a escribir la segunda parte de esa historia que sería de su desembarco en Veracruz a su muerte en Lagos de Moreno en 1837. Para mi segundo viaje, dos años después, gracias a Pepe hice amigos y encontré parientes que orgullosos me mostraron la calle bautizada con el nombre de otro mutuo ancestro. Gracias a Pepe fui recibido por el alcalde a quien llevé algunos recuerdos de Lagos, externándole mi interés por hermanar las dos ciudades, dado que si Chiclana es cuna del toreo y cara de España para el mundo, Lagos lo es de la charrería, y hace de ella faz universal de México.
La historia de don Pedro Rivera Jiménez la presentamos a la par en el Museo de Chiclana, yo más que emocionado, Pepe muy preocupado por el delicado estado de salud de su madre quien moriría un par de días después dando un sesgo agridulce a estos hechos.
Creo que es oportuno recordar al doctor Rivera quien culmina su “Viaje a las riuinas del fuerte del Sombrero” escribiendo:
“Españoles y mexicanos, sentados a una misma mesa, bendecimos a la Providencia: nosotros por la gallina, el arroz, el azúcar, el melón, la sandía, la naranja, la uva y otros innumerables frutos; y ellos, por el guajolote, los peces de nuestros mares y lagos, el mamey, el chicozapote, plátano, ahuacate, piña, chirimoya y otros innumerables frutos. Unos y otros tomamos cordialmente el chocolate con abundoso pan y celebramos: ellos nuestro nutritivo y sabroso chocolate, y nosotros su nutritivo y rico pan. Con una copa de jerez en la mano, brindamos porque se hablen en México a la par la lengua de Cervantes y de fray Luis de León y la eminentemente rica, filosófica, sentimental y armoniosa lengua azteca. Españoles y mexicanos, sentados, ora en sillones de forma europea, ora en no menos cómodos equipales aztecas, fumamos lánguidamente nuestro delicioso tabaco y nos llenamos de placer; nosotros, al ver los bueyes, las vacas, los caballos, las ovejas y otros muchos animales útiles que nos trajeron; y ellos, al ver nuestras montañas de fierro, de cobre, de oro y plata, que les dimos en cambio. En fin, españoles y mexicanos nos confundimos al pie de un mismo altar y con un mismo labio oramos a un mismo Dios”.