POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
Mostré a Toñi y Mari Paz mi foto de primera comunión, el 17 de mayo de 1959, a mis seis años de edad, repeinado por mamá, vestido de marinero y marfil, con el misal de nácar, un rosario en una mano y los guantes blancos en otra, crucifijo al cuello y un cordón trenzado cruzando el pecho para terminar en un silbato de hierro, oculto en el bolsillo superior de la casaca. “¿Qué significaba el silbato?”, me preguntaron. “Era de hierro, en forma de pipa, con una boya de corcho en la cazoleta y un agujero en la parte superior para graduar con el dedo la salida del aire y cambiar el tono del pitido o chifle; aún lo utilizan los marineros para comunicarse a bordo del buque, incluso en plena tempestad, gracias a su fuerte sonido”. “¿Y para qué en el traje de comunión?”, “Para dar la alarma si avistábamos al diablo”, les dije. ¡Ay!, pero el diablo también suele vestirse de grumete.
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