CINECITTÀ
Nov 20 2022

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

Muy pocos son los que disfrutan de lo efímero. Perdidos en la trascendencia y la necesidad de un testigo que recuerde lo memorable, ya casi nadie redunda en la oralidad placentera de transmitir una experiencia irrepetible que, englobada en un anhelo pasado e irrecuperable, nos devuelve con cada evocación la perfección de un momento perdido. Por el contrario, siendo paletos embebidos de una necesidad perentoria y enfermiza de colmar el momento con el vestigio constante del ayer, condicionamos el presente con una suerte de relato histórico falaz que descontextualiza en la vida cotidiana lo que debería ser pasto de museo, de la erudición y, sobre todo, de la enseñanza para la reflexión acerca del mañana.

Si bien los antiguos romanos fueron conscientes de aquello durante una buena parte de su existencia como civilización imperante, cayeron finalmente en la necesidad de convertir el recuerdo transmitido al monumento congelador del pasado en un ripio. De los arcos triunfales repletos de flores y engalanados con telas de colores sobre estructuras de madera, levantados para recordar a ese paisano que, por un lado, era la bomba y la madre patria le agradecía sus esfuerzos, y, por el otro, para dejar constancia de que aquella grandeza era totalmente pasajera; de aquella realizad efímera, digo, pasaron a construir monstruos pétreos con leyendas eternas dedicadas a mostrar la excepcionalidad de un momento en el tiempo que desconectaba por completo la hazaña del presente vivido. Mediante monumentales moles de granito y arenisca, mármoles encastrados sobre piedra de Sepúlveda, la eternización del instante en manos de los palurdos inanes detentadores del poder ha convertido el pasado en una suerte de catálogo inmóvil de instantes incomprensibles. Pasear por las calles en las viejas ciudades de Europa se convierte, gracias a aquellos presuntuosos gañanes, en un sinvivir entre arcos triunfales, obeliscos y columnas de todo tipo, puertas abiertas de rocosos goznes y todo tipo de recuerdo imposible de erradicar, imposible de integrar.

Y, dado que vivimos una sociedad permeable a todo tipo de insensatez, esta idea de prevalencia temporal de lo intangible, de eternizar lo que debería ser página de un libro o frase de un discurso divulgativo, convierte nuestro vivir en una necesidad enfermiza de transformarlo todo en permanente, de hacer costumbre lo innecesario y sancionarlo como tradición in sécula, a pesar de que en un futuro inmediato apenas habrá conexión con aquello ni comprensión derivada posible. Ya me dirán cómo explicar en el contexto cultural de una sociedad integrada que una banda de ignaros se lancen furibundos comida en un aquelarre de suma y contagiosa insensatez, elevando tamaño derroche de recursos a la categoría de fiesta nacional. Esos animales destruidos por festejos infumables en batahola de loca y desenfrenada celebración nos acerca más a la primigenia y bárbara condición previa al nacimiento de la cultura humana que al notorio desarrollo del humanismo, ese que nos llevó a las cotas más altas de reflexión hacia las que no veo manera de tornar según en qué condenada época del año.

Es por todo ello por lo que no ceso de recordar la belleza inherente a la frugalidad de un instante vivido al máximo y almacenado como parte de un recuerdo para transmitir entre jóvenes paisanos al calor de una copa de vino frente a la barra de cualquier bar. Así me encontraba hace unos días, sujetando la barra con el monedero abierto, mientras el Sr. Bellette nos relataba a Pepe García Lomas y un servidor los enormes torreones romanos construidos en la calle de la Reina para el castro que habría de ocupar durante algunas semanas la explanada de la desaparecida venta de los Mosquitos. Allí, junto al puente de La Cantina, Samuel Bronston consiguió levantar un fortín romano de aúpa para asombro de todo incauto en tránsito hacia la capital.

Tomada la conjunción de los arroyos Telégrafo y Minguete, madres del río Valsaín, por una legión romana en un invernizo e impostado limes germánico, la farándula conquistó este término en aras de una mejor adaptación de los primeros años sesenta del siglo XX a la incertidumbre de los años finales del siglo II d. C., justo cuando Marco Aurelio luchaba contra la horda visigoda y los españoles empezaban a experimentar el cambio social que traería la década no tan prodigiosa. En la citada calle de la Reina, ocupando unas cocheras de amplia puerta donde una vez estuvieran las dependencias de la casa empleada por el embajador del reino de Francia durante el asentamiento temporal de la corte española, la mágica maquinaria inventada del cine trabajó aquella tramoya en el tiempo que duró aquel intenso rodaje. Chiquillos obnubilados y mayores descreídos, jóvenes esperanzados y pesimistas de todo cuño se agolpaban en los aledaños de la cantarina fuente de los lecheros con la esperanza de ver a Sofía Loren desmelenada con Alec Guinness sin su espada láser; a Stephen Boyd sonriendo sin machacar injustamente a Judá Be-Hur y a Christopher Plummer malvado por una vez en su vida o James Mason expresivo, para variar. Entre anhelos y frustraciones, deseos de vivir esa maravillosa irrealidad que los apartara de un presente de grisácea y luminosa frustración, todo aquel paisanaje disfrutó de la incomprensible fantasía en las puertas de esa Cinecittà que Samuel Bronston regaló a los de San Ildefonso-La Granja y Valsaín, a decir de la toponimia impostada, durante aquellos locos años de las grandes producciones hollywoodienses en este Paraíso.

Y de semejante experiencia pasajera, más allá de las imágenes rodadas en una descatalogada película de 1964, nada ha trascendido en el acervo colectivo de esta comunidad. Ni la cascaja del escenario improvisado, ni las torres romanas o el trasiego de legionarios y bárbaros por doquier han quedado reflejados de modo alguno en nuestro cotidiano vivir. Nada más que el recuerdo de una experiencia divina transmitida de sabios a ignorantes y, a través del Cronista de este Real Sitio a todo el que quiera leer ha sobrevivido seis décadas más tarde. Paseando la calle de la Reina muy pocos sabrán que, donde hoy abre sus puertas un minúsculo supermercado poco abastecido, una vez existió esa Cinecittà que a todos hizo soñar por un instante en la posibilidad de abandonar ese presente descorazonador en que nada de lo que uno ansía pudiera llegar a realizarse.

Quizás por ello, queridos lectores, por esa necesidad de convertir la eclosión del instante en un permanente gozo, tendemos a normalizar lo instantáneo en tradiciones vacías de contenido social desde el mismo instante en que se constituyen, sin llegar a comprender que toda tradición desconectada de aquello que la originó debería ser borrada sin más de nuestro presente.

FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/cinecitta/?fbclid=IwAR0_yBEx5Dda4j_g7bMG20xMjPSeqSHf5mIs31dKiyKmP-_Q2bPH_ErHdEQ

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