POR ALBERTO GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE BADAJOZ
En la última columna se hablaba de las epidemias que en el pasado asolaron Badajoz, pero no de cómo se combatían.
Hasta la creación del sistema de asistencia social y las modernas residencias sanitarias de cobertura nacional creados en España en época franquista, la atención en tales terrenos resultaba muy primaria, manteniéndose con no mucha diferencia los modelos asistenciales de siglos atrás en rudimentarios centros a cargo del municipio, Iglesia, cofradías, hermandades, o pequeñas obras pías y fundaciones de caridad, alguna de tan solo un par de camastros.
Hasta la fundación en el siglo XVIII del Hospital y Hospicio de San Sebastián, en el que se integraron en 1795, en Badajoz solo habían existido desde antiguo los cuatro pequeños hospitales de Misericordia; Concepción; Antigua Piedad, luego Piedad; y de la Cruz o Vera Cruz, en diferentes localizaciones, y otros efímeros, como el de la Obra Pía de Doña Leonor Gragera y Doña Damiana de León en el Convento Jesuita de la plaza de Santa María, en los que en tiempo ordinario se atendía con una elemental curativa a los enfermos menesterosos.
Sobre tan precaria estructura, las actuaciones frente a las epidemias se limitaban, aparte oraciones, rogativas y otros actos religiosos, a medidas voluntaristas entre las que destacaban las cuarentenas, el esfuerzo de los sanitarios con poco más que su ciencia y buena voluntad, y la colaboración del vecindario.
Veamos como muestra de las que con poca diferencia se aplicaron ya cuando la peste de 1599, alguna de las medidas que dictaba el bando emanado por el Ayuntamiento en agosto de 1833 frente a la epidemia de cólera que asolaba la ciudad, y que hoy pueden resultar ingenuas o sorprendentes.
Frente a la costumbre imperante, se prohibía arrojar a la calle los excrementos, inmundicias, basuras, aguas fecales y animales muertos; hacer las necesidades en la calle; limpiar de inmediato a los niños que se las hicieran encima; la venta de alimentos «corrompidos o en mal estado»; mantener cerdos, burros, gallinas y otro ganado en plazas y lugares públicos, aligerar el cauce del Guadiana para evitar «los gases insalubres» de las aguas estancadas; vigilar las cocinas de mesones y tabernas; vetar la entrada en la ciudad a forasteros infectados, o establecer para los locales centros de aislamiento en Bótoa y San Gabriel.
Como obligaciones se establecían encalar las casas; mantener aseado su entorno «usando regaderas»; construir de inmediato sumideros y excusados en las que no los hubiera; alejar las esterqueras al menos quinientos metros extramuros; enterrar los cadáveres «bien profundo y con cal»; expulsar a todos los mendigos de la plaza, y habilitar para consumo del vecindario y el ejército, por lo saludable de sus aguas, el pozo de San Francisco.
Detalle a resaltar es que aunque el ambiente callejero era entonces mucho más peligroso y letal, no se prohibía a la gente salir de su casa.
Fuente: https://www.hoy.es/