POR ÓSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO (MÉXICO).
De Porfirio Díaz
Al señor López.
Señor Presidente, me dirijo respetuosamente a usted más por el cargo que ocupa que por simpatía o concordancia con sus acciones; me desagrada su exceso en el decir más que en el hacer, dado que yo fui más parco que locuaz.
Durante mi vida como Presidente de la República, ya de 1884 a 1911, conté con el cariño y respeto de mi segunda esposa, doña Carmelita a quien su padre me endilgó como maestra de inglés, bajo el mal augurio que quien sería mi suegro, don Manuel Romero Rubio, era dos años menor que yo.
Aprendí de ella de todo menos el idioma; comportamiento social, modales y costumbres dieron al rudo militar la forma que requería para una imagen civilizada ante la nación y el mundo, aunque en el fondo seguí siendo el mismo, de lo que no me quejo. Por mi parte, yo también le enseñé otras que por pudor no le comento pero fuimos una pareja bien avenida hasta mi muerte ocurrida a mis ochenta y cinco años de edad, bien lejos de México, todo a consecuencia de los errores de cálculo que son motivo de esta carta.
El poder hace que uno vaya quedando totalmente rodeado de aduladores, todos en pos de sus intereses personales. La trascendencia de la última inauguración de su refinería a la que llamaría yo la de “Tres Bocas” -incluida la suya-, es harto fantasiosa y me trajo el recuerdo de la Fiestas del Centenario que presidí hace ciento doce años.
Le cuento que yo no me prestaba más que a ceremonias de colocación de la primera piedra o inauguraciones como lo hice en las del mes de septiembre de 1910 con el Monumento a la Independencia, el Hemiciclo a Juárez, el Manicomio de La Castañeda, la Escuela Normal para Profesores, el Monumento a Cuauhtémoc, las obras de agua potable de la ciudad de México, la Universidad Nacional de México, el Lago de Chapultepec, el desagüe del valle de México entre otras muchas. Pero a alguien se le ocurrió llevarme a poner la primera piedra del Palacio Legislativo, para lo que se montó una estructura similar a la de su refinería, misma que fue el hazmerreír de mis fiestas, y que luego se convertiría en el Monumento a la Revolución a manera de ofensa personal para mi desgracia.
Recuerdo que ese infausto día, 27 de septiembre, el Congreso me daba de regalo también el bando que declaraba mi victoria electoral como Presidente de México para el periodo que iba del 1 de diciembre de 1910 al 30 de noviembre de 1916, fecha para la que no existiría yo y en la que se encontraría ya trabajando el Congreso Constituyente en Querétaro.
Hasta mi lejana tumba de Montparnasse llegan rumores de las disparatadas ideas con que ametralla a la nación de lunes a viernes, muchas de ellas alimentadas por su propia Scherezada, quien seguramente le debe platicar de manera inteligente y con buena asesoría, pero sale el sol y usted todo lo distorsiona debido a su falta de talento, exceso de imaginación e ilimitada iniciativa, llegando a pensar que sus aplaudidores, bufones y moneros -cuya falta de autocrítica me preocupa-, representan al pueblo de México.
Le aconsejo, pulse usted el tiempo que se agota y deje de confiar tanto en la lealtad de sus colaboradores; por experiencia le digo que el que más baje el pescuezo a su paso, será quien resorteará más fuerte para inocularle el veneno que acumula al resentimiento de recibir el indigno trato de corcholata, usted no lo hubiera soportado, ¿o sí…?
Preocupado por mi México, don Porfirio.