POR ÓSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO (MÉXICO).
De Diego Rivera al Pueblo de México
Escribo a mi pueblo, al que heredé mi obra, el que espero sea testigo consciente de mi versión de la historia a través de los murales contenidos en edificios públicos, ideado así para que nadie se los robara ni les impidiera jamás verlos, hoy supuestamente exentos de tomas con luces que les pueden deteriorar.
Pues resulta que el primero de septiembre, paseando mi espíritu que entra y sale libremente en los lugares por los que pintaba, resulta que el mural que llamé “La Epopeya del Pueblo Mexicano”, en el que trabajé de 1929 a 1935, fue atacado por luces, selfies y flashes a diestra y siniestra.
Su espacio fue utilizado por un tipo que informó a los que le habían informado lo que les informaba; una estupidez total. ¡Señores, mi obra no fue concebida como telón escenográfico!, les hubiera querido gritar.
Pasado mi coraje e impotencia, vi la recreación de una comedia que acabó divirtiéndome, al percatarme del enredo que se provocaba entre mis personajes y el aludido, les cuento:
El pueblo sabio y bueno formado por un grupo de sombrerudos le daba la espalda; el águila nacional al igual que Hidalgo, socarrones, de él se burlaban, incómoda doña Josefa, veía para otro lado e Iturbide como que le quería decir: “como te ves me vi”, todo al tiempo que divertidos, Obregón y Calles algo murmuraban.
A la altura de su nalga derecha se veían algunos afligidos ajusticiados como salidos de La Mañanera Colonial y en la otra -nalga-, parte del pueblo desarrapado que también le daba la espalda, algunos caminando con picos y herramienta, que hacían recordar la tragedia de los mineros enterrados vivos ante la ineficiencia, e hipocresía oficial.
Me asombró verle sobre la cabeza una espada horizontal, como la de Damocles, que amenaza a quien busca el poder para satisfacer venganzas o tratar de superar complejos.
Vi sobre su oreja izquierda a los hombres de la Reforma, sorprendidos por los hechos tan distantes de los dichos y arriba de su oreja derecha a los hombres de la Revolución, confundidos y viendo para todos lados.
¡Eran los autores de las tres transformaciones de México entre quienes quería codearse, pretendiendo estar a su nivel!
Finalmente los invitados aplaudieron, se abrazaron, festejaron, se le hicieron honores al susodicho y una señora le tomó de la mano alejándose la parejita en lontananza; confieso que nunca supe quién llevaba a quién.
Más noche, al cerrarse las puertas y apagarse las candelas de Palacio, se escuchó desde mi mural un coro, fuerte y sonoro, que gritaba: “¡NO SOMOS IGUALES!”.