POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Se suele decir que caminar en soledad tiene muchas ventajas, aunque un servidor no sea capaz de encontrarlas. Que la reflexión en singular carece del toque y freno que otorga el contertulio, amén de la corrección que la multiplicidad de puntos de vista da al tendente y redundante pensamiento único. Quizás por eso, en todos estos años de deambular por el Paraíso, he aprendido a seguir los pasos de mi Compadre, el Sr. Bellette y, cuando éste ha tenido que parar para el repostaje, del Maestro Herrerín, de modo que el sentido común y el conocimiento han ido poniendo coto a la imaginación desenfrenada, rienda a la pasión sin medida y consejo donde la locura acaba por consumir la inteligencia. Así que, paso a paso, que diría el poeta, he ido conformando un pensar fruto de muchos otros, capaces de atemperar el fuego del idealismo con que tendemos a nacer en esta pobre Castilla olvidada, pues no hay nada como un poco de aire frío que pause la llama para arder sin límite en eterna consunción.
Y es que no me negarán, queridos lectores, que en esta sociedad falta mucho de eso y un poco de aquello, pero, sobre todo, cierta pausa en el analizar y aún más en el concluir. En esos requiebros andábamos el pasado domingo el Maestro Herrerín y el que suscribe, a la espera de que finalice el recauchutado de mi Compadre, el Sr. Bellette. Subiendo por la cacera de Navalonguilla, allí donde el camino entronca con la vereda de la esquiva fuente de los Guardas para llevarte en pendiente agreste hasta la fuente del Ratón, andábamos discutiendo acerca de la complejidad que suele acompañar a la política patria. Y más allá de cuestiones ideológicas, de políticas paralizadas, proyectos irrealizables y metafísicas del buen gobierno y mejor convivir, acabamos por recurrir a Juan Peiró mientras este humilde Cronista rellenaba su botella en el fresco y abundante chorro de la fuente que dedicó su señor padre al pobre Juan Abastas, jornalero de Valsaín asesinado al poco de empezar la guerra sin juicio donde pudiera defenderse.
Y juicio, lo que se dice juicio, es lo que derrochaba a raudales el citado Peiró, otro más de los muchos desconocidos españoles que, sin tener apego a la política, sigue enseñándonos el camino para hacerla más justa, honrada y consecuente con el bien común. Nacido en una España desgajada por los desequilibrios sociales, donde para dar un paso hacia adelante había que correr hacia atrás por lo que pudiera ocurrir, Juan Peiró desarrolló su actividad asociativa en el seno de la Confederación Nacional del Trabajo, la agrupación sindical más importante de España durante los primeros cuarenta años del siglo XX. Tradicionalmente asumido como sindicato esencialmente anarquista, la CNT era en realidad una confederación de múltiples asociaciones donde la ideología dominante era la lucha por los derechos del trabajador.
En su seno convivían y pocas veces confraternizaban tendencias anarquistas, anarcosindicalistas y socialistas. Fácil era encontrar entre sus delegados revolucionarios de gatillo fácil, como Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso o Juan García Oliver; defensores de la politización de la lucha sindical al estilo de Ángel Pestaña; teóricos del escaparate, verbo fácil y memoria selectiva como Federica Montseny y, por supuesto, una plétora de idealistas convencidos de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina, cuando lo único que se hallaba en aquellas cercanías era la cruda realidad de un presente insensato.
Frente a todos ellos, como bien sabe el Maestro Herrerín, aunque fuera sólo durante un instante, apareció el sentido común de Juan Peiró, quien trataba de rebajar con el posibilismo lo incierto de unos ideales relativos tratados como realidad más que absoluta. Ante aquellos que sólo veían en la revolución el único camino posible hacia la libertad sin importar el coste que esta tuviera, Peiró se aferraba a la sensatez que la experiencia de la historia ofrece al que sabe mirar con detenimiento y prosaica observancia las enseñanzas eternas del pasado. Vidriero como tantos vecinos de este Real Sitio, Peiró sabía que todo en esta vida, en esta sociedad, queda condicionado por dos principios esenciales, definidos por este barcelonés universal como el interés y la necesidad. Asumiendo estas dos leyes naturales que condicionan todo lo humano, uno puede hacerse a la idea de que atemperar el idealismo con estas dosis de sentido común sí podría ser el verdadero camino hacia la redención de una sociedad que lleva demasiado tiempo discutiendo en busca de un destino donde dejar de trasegar.
Una vez más inmersos en la sempiterna crisis de ideales, liderazgo y representación, no estaría de más volver la mirada hacia Peiró y su posibilismo; reflexionar acerca de lo conseguido ponderándolo con el camino recorrido; pensar, en definitiva, que, como dijo en una ocasión Josh Lyman, la democracia se construye sabiendo ceder en beneficio del bien común, ese al que todo debería tender en una sociedad adulta y comprometida con su propia supervivencia.
Sea como fuere, llenas las botellas con el agua pura y virtuosa que mana bajo la cruz de José Abastas, recogimos el camino de vuelta al Real Sitio guardando el silencio que la razón produce en los que saben escucharla. Quiera el devenir histórico, tan caprichoso con nuestra querida España, que aquellos encargados de decidir caigan en la cuenta del ruido que conlleva nuestro pasado y nos saquen del sainete en que vivimos para conducirnos hacia el destino que todos merecemos, acompañados, como habría deseado Juan Peiró, de no poca conveniencia y de mucho más interés general.
FUENTEhttps://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/con-juan-peiro-en-la-cruz-de-abastas/?highlight=Eduardo%20Ju%C3%A1rez&fbclid=IwAR2jlPCNCHyDOL2OafiwXFPJraaPC7u1YJGSFwBHs5iiSSAW6LmuIBXxKLo