CON OCHO Y EN LA CHILLA
May 10 2020

POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO, JALISCO (MÉXICO)

Estación Colonia de los Ferrocarriles Nacionales de México, hoy está ahí el Monumento a la Madre…
La pretenciosa casa de las torrecitas ubicada en la calle de Comonfort, en donde ahora se encuentra el monumento a Cuitláhuac. Ahí vivieron durante siete años.

Luego de su regreso de El Paso, Texas, Azuela se reencuentra con su familia en Guadalajara de donde sale rápidamente por el peligro que ahí corría dada su filiación política relacionada con el villismo derrotado. El sábado 29 de abril de 1916 convinieron Carmen y Mariano encontrarse en la terminal de los ferrocarriles de la Ciudad de México ubicada en la Estación Colonia, para iniciar su nueva vida; Mariano se había llevado ya al mayor -Salvador- y Carmen llegaría con los otros siete; él había encontrado un pequeño departamento en el barrio de La Lagunilla, frente al jardín de Santiago Tlatelolco en donde residirían por mientras para luego encontrar un mejor lugar. Ella se había encargado de vender, de enero a abril, todos los bienes que tenían en Guadalajara a fin tener la liquidez suficiente para su reinicio. Carmen viajó al frente de su prole; creo yo que nunca antes había estado en la Ciudad de México.

Taxi de la época.
Prisión Militar De Santiago Tlatelolco.

Muy temprano salían Mariano y Salvador, con la esperanza de aquel encuentro que proveería los fondos suficientes para vivir con más desahogo. En su ruta deben haber escuchado al voceador que anunciaba la anulación del papel moneda emitida por el gobierno un día antes. Se avisaba: “Todos los billetes no especificados en el presente decreto y que no sean los del Gobierno Provisional de México se declaran nulos y sin ningún valor, en virtud de que sus emisiones no han sido autorizadas ni ratificadas por la Primera Jefatura”. Con este fardo encima se dirigieron a la terminal teniendo don Mariano la esperanza de que Carmen trajera algo en moneda.

Ambiente impregnado de pulque y carretones, al encontrarse ahí su aduana.
Aduana de pulques.

En el escenario de enfrente cuenta la tía Carmen: «Abordamos el tren en Guadalajara y venía lleno con gente como nosotros que huía hacia un porvenir incierto. Como sea, llegamos a Irapuato. Ahí no conseguimos hotel. Lo único que obtuvimos fue un mesón, donde nos prestaron unos petates, nos dieron una vela de cebo, y nos fuimos a un rincón a pasar la noche. Al día siguiente abordamos otro tren». “El viaje a Ia ciudad de México fue muy penoso -evoca Julia-; al llegar a Buenavista nos bajamos del tren cansadísimos. Duró tanto el viaje a la ciudad que la comida que había guisado mi madre se echó a perder; alguien nos socorrió, pero no obstante, llegamos hambrientos…”

Niños huérfanos del Tecpan.

Contaba mi mamá que en la estación de Celaya veían llorando en lejanía a la abuela Mamá Paulinita y a sus hijas que les habían llevado una canasta con comida sin poder siquiera identificarlas ni acercarse al tren en el que viajaban. Ya en la terminal de la Ciudad de México veían acercarse a su papá quién algo preguntaba desde lejos con la mirada; quería saber si traían monedas o billetes como fue el caso, lo que agravó totalmente su situación.

“La llegada a la capital fue terrible -evoca Carmen-: Conocimos la miseria más espantosa. Mire usted, antes de salir de Guadalajara, mis padres habían acordado vender todo lo que se pudiera para conseguir un poco de dinero, porque no teníamos nada. Mientras mi padre se fue a México a buscar casa y trabajo, mi madre fue vendiendo esto y aquello; nos deshicimos prácticamente de todo, menos de lo indispensable: el instrumental quirúrgico o médico de mi padre. Con ese dinero salimos rumbo a México, pero cuál no fue nuestra sorpresa que el mismo día que llegamos a Buenavista se hizo público un decreto del gobierno que desconocía todo el papel moneda circulante, en especiai el que se hacía en los estados. Nos quedamos sin nada. No le miento, no tuvimos ni para un taxi que nos llevara de la terminal en Buenavista -aún era la estación Colonia- a Santiago Tlatelolco. Cansados y todo como estábamos nos fuimos a pie.
Azuela escribió: “…el mismo día en que mi familia llegó a México, donde la esperaba desde algunos meses antes…mi esposa y ocho hijos, el mayor de doce años. Fue el glorioso día en que el sabio economista y ministro de hacienda de don Venustiano Carranza salvó por enésima vez a México, anulando su papel moneda y hundiendo en la indigencia a millares de gentes que nos quedamos con unos pedazos de papel en las manos. Pude comprender entonces con meridiana claridad cómo es tan fácil que los individuos tarados de la voluntad o sin ella se priven de la vida en una situación semejante.”Azuela, Mariano, O.C. pp.1089-1090

Sin recriminación alguna, la mirada que debió pasar desapercibida por los hijos, consolida la relación entre Mariano y Carmen; deciden entonces empezar a caminar en una ruta que durará 36 años, interrumpida por la muerte del novelista; por lo pronto reparten el peso de criaturas y pertenencias; para ese día, las edades de los hijos eran: Salvador 13, Mariano 11, Carmen 9, Julia 7, Paulina 5, María de la Luz 4, Agustín 2 y Esperanza de brazos. No se puede dejar de admirar al padre de familia derrotado, quien recién regresa del destierro, ante una esposa y ocho hijos fatigados y hambrientos, quien pudo resistir la bofetada del destino frente a todos, convirtiéndose en un ejemplo de firmeza por el que sería respetado hasta su muerte.

Julita cuenta: “La caminata sí que me pesó; iba toda adolorida, como si arrastrara las piernas y creí que nunca llegaría. Lo más impactante fue lo que le pasó a mi hermano Mariano que tendría entonces como 14 años de edad -tenía once-: ese día le dieron como ataques, porque de repente se ponía a llora y llora por un rato y luego a risa y risa por otro hasta que mi padre lo tomó entre sus brazos y lo estuvo abrazando durante no sé cuánto tiempo. Finalmente se calmó”.

Don Mariano escondía en ese abrazo, el que él mismo requería, el del perdón por la situación en que se encontraba la familia, a causa del ideal del que tampoco se arrepentía. La estampa de Demetrio empuñando su fusil, con los ojos fijos para siempre, había sido plantada a miles de kilómetros y germinaría muchos años después.

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