POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
Archivo de relatos (IV)
El famoso agujero de la capa de ozono que nos recuerdan diariamente ecologistas y científicos, sigue creciendo, lo mismo que nuestros cuerpos nos marcan el paso del tiempo, sin vuelta atrás posible.
Por ello, la cercana proximidad del invierno invita a disimular el deterioro que los años producen en nuestras envolturas externas -a modo de carrocerías humanas- mediante la ropa, siempre tan compasiva, tan decidida a procurarnos cierta armonía estética cuando lo intentamos, aunque haya casos en los que la devastación final no parezca ya tener aderezo posible que la disimule.
Muere y renace la naturaleza en el eterno renuevo de la vida, mientras para nosotros cada otoño no es más que un aviso del rumbo al que se encamina cada ser humano.
Suelen transcurrir los días con quietud, aunque haya mañanas distintas por muy variados motivos, pero -generalmente- los días suelen ser rutinarios y mediocres.
Contaba hace más de 50 años uno de los dueños de un conocido Café en Arriondas, que en una de las mesas del mismo -siempre la de la esquina, al fondo- una pareja ya de cierta edad se pasaba hasta dos horas sin decirse nada, prácticamente sin mirarse.
Se parecían físicamente, de forma que un desconocido pensaría que eran hermanos, pero no, eran novios hacía muchos años, sin decidirse a casarse, sólo ellos sabrían el porqué.
Lo del mutismo no siempre había sido así, puesto que al comienzo intercambiaban algunas expresiones o breves comentarios entre ellos, pero con los meses el silencio se fue adueñando de la situación hasta llegar a ser casi total.
Silenciosos los dos, era para cada uno de ellos como mirarse a un espejo en el que buscamos la comprobación de lo que parecemos ante los demás.
Cada uno pedía su café, con leche templada él, y cortado ella.
Después venía el silencio. Algunas veces ella cogía el periódico del día si este se encontraba libre, y -pasando las hojas de una forma mecánica- no parecía detenerse a leer ningún artículo, mientras él acostumbraba a fumarse un par de cigarrillos; todo envuelto en un enmudecimiento pactado que para los dueños y clientes del Café ya no resultaba extraño.
Lo sorprendente hubiese sido lo contrario, que entablasen una conversación.
Alguna vez solicitaban que les repusiesen dos cafés más y -en muy contadas ocasiones- dirigían un protocolario saludo o breve comentario a algún conocido.
Excepcionalmente, él podía tomarse también un coñac, o un mosto con hielo, ella.
Es cierto que cuando se calla, todo está por decir, y que en todo silencio hay cierta esperanza…pero no parecía que este fuese el caso, sino lo contrario, que todo estaba dicho ya.
Aquellas horas de aislamiento compartido en público parecían exentas de desánimo, nada hacía reflejar en sus rostros nerviosismo, desasosiego ni reproche alguno.
Era una especie de pacto previamente convenido, como un mar muerto interior en el que terminaba el río de sus vidas en común.
En esta especie de paisaje circular, donde todo estaba previsto y ninguno se salía del guion, un día ocurrió un suceso que hizo olvidar tantos meses de pautada rutina.
Un conocido taxista entró en el Café y se dirigió hacia la pareja, haciéndoles partícipes de que alguien que se encontraba en el interior de su taxi -aparcado ante el establecimiento- preguntaba por ellos, concretamente por el hombre.
Sorprendidos, ambos recogieron sus cosas y salieron a la calle.
El taxista le indicó al pasajero que, efectivamente, había encontrado a la persona por la que le había preguntado en la estación, tras bajar del tren procedente de Oviedo, y que le estaba esperando ya en el exterior del establecimiento hostelero.
Un monje vestido de blanco hábito y negra capa -indumentaria propia de la orden de predicadores- de aproximadamente 25 años, observó detenidamente a los que se encontraban ante él.
Un cliente que salió a la puerta sin disimulo -además del taxista- fue testigo de una escena inesperada; el joven dominico se situó frente aquellos a quienes había acudido a buscar con la seguridad de que vivían en Arriondas.
La mujer -muy confusa- interpretó que el joven tal vez estaba pidiendo donativos para alguna causa benéfica, pero antes de que él abriese la boca, su pareja desde hacía tantos años exclamó: “¡Pero Teo! ¿Qué haces aquí?”.
Y Teodoro respondió: “Hace dieciocho años que no sé nada de ti, desde que mamá y tú fuisteis a mi primera comunión y me dejasteis definitivamente en aquel colegio, en León.
Con ella pasé seis semanas del siguiente verano y me escribió varias veces, hasta que me avisaron que ella había muerto en el Sanatorio Antituberculoso de Oviedo apenas cuatro meses después, pero nada más supe de ti.
Parece que tan pronto como yo ingresé en el colegio dominico, tú la habías dejado y habías emigrado a América. De cómo ahora he dado contigo es una larga historia”.
La mujer -que siempre se había mostrado serena e imperturbable- había palidecido y observaba la escena incrédula; parecía muy molesta por el hecho de que aquel suceso hubiese sido contemplado por dos personas ajenas a ellos.
Por eso solicitó a su pareja y al joven dominico que debían trasladarse al domicilio familiar de inmediato.
Teodoro le abonó al taxista su servicio y los tres se dirigieron hacia la que se denominaba Travesía de Oviedo (a la que -sin ninguna razón convincente- el Ayuntamiento pasaría años después a llamar calle Nicanor Piñole), travesía donde las atónitas miradas de los testigos los perdieron de vista.
En aquella fría y lluviosa mañana de finales de noviembre, los tres se encaminaron al piso que la pareja compartía en una céntrica calle.
Nadie más supo cómo continuó aquel inesperado encuentro.
El joven dominico y su padre nunca más volvieron a verse por las calles de Arriondas, mientras la mujer dedicó el resto de su vida a frecuentar -con más asiduidad que nunca- la iglesia parroquial a San Martín de Tours dedicada, así como a intensificar su dedicación a las obras de beneficencia que siempre había hecho con la máxima discreción, casi en secreto.
La muerte de esta vecina ocurriría dos décadas después, lejos de su casa, puesto que la tarde de un día de Reyes fue víctima del atropello de un tranvía en las proximidades de la Puerta del Sol, en Madrid, donde sus restos reposan en el cementerio de la Sacramental de San Justo, ya que era en la capital de España donde vivían sus dos únicas sobrinas, con las que acostumbraba a pasar los entrañables días navideños.
En aquel postrero momento de su vida habrá sentido el paso del tiempo con un enorme dolor, abandonando -con las que fueron la serenidad y sensibilidad de sus nervios- una vida que había sido y nunca más volvería a ser.
Se abría así un abismo en su alma, mientras su lívida faz la rozó un fugaz y frío soplo en el momento en el que el verdadero silencio se quedó con ella, tras cerrarse definitivamente todas las puertas de su memoria.
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez