POR GABRIEL SEGURA HERRERO, CRONISTA OFICIAL DE ELDA (ALICANTE)
Cuatro años han pasado (2020-2024). Nadie sabía a lo que nos enfrentábamos ni la que se nos venía encima. Todo era incertidumbre. El miedo estaba instalado en silencio en nuestros corazones. El COVID-19 campaba a sus anchas. Nadie sabía que era aquello que era tan mortal. Nadie conocía a aquel enemigo ni como se propagaba o contagiaba. Nadie sabía cómo atajarlo. Los fallecimientos iniciaban una escalada terrorífica y asumíamos que pronto nos tocaría, en grado más o menos lejano, pero nos tocaría. El gobierno de España había declarado el estado de alarma y el confinamiento de la población en sus hogares para favorecer la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por la propagación descontrolada del virus del COVID-19.
Todos confiábamos en los científicos para que más pronto que tarde pudieran atajar, contener y neutralizar a aquel virus. Pero más allá de la ciencia, en los momentos de peligro extremo, de urgencia máxima, el ser humano, necesita aferrarse a lo sobrenatural y a lo divino, para obtener esperanza. Y como toda ayuda siempre es poca en los momentos de desesperación, también en aquello momento se imploró la protección de Dios.
A escasos once días del confinamiento, y siguiendo un ritual de origen antiquísimo del cual la Iglesia es depositaria, desde la iglesia de Santa, don Juan Agost Agost, cura párroco en aquel momento, procedió a implorar la protección del Altísimo y a extender la sagrada bendición a toda la ciudad desde lo alto de la iglesia de Santa Ana.
Eran las ocho de la mañana del 25 de marzo de 2020. Hacía escasamente una hora que la luz del día había vencido a la oscuridad de la noche, cuando don Juan Agost, acompañado del vicario parroquial Mikel Fernández, ataviado de capa pluvial ricamente ornada, a juego con el humeral y portando con toda la dignidad requerida para de la ocasión al Santísimo Sacramento en el interior del ostensorio, ascendió por la torre campanario hasta la azotea del templo de Santa Ana. Desde allí, y mediante la correspondiente ceremonia litúrgica expuso al Santísimo, visible a través del viril, a los cuatro puntos cardinales, impartiendo la bendición para todos los hogares y personas de la ciudad de Elda, al tiempo que imploraba la protección de Dios para todos los eldenses.
Ceremonia cuyo origen entronca directamente con los antiguos conjuros realizados en los siglos medievales y Edad Moderna desde un lugar denominado “conjuratorio”, sito en lo alto de las iglesias.
El “conjuro” era una breve y sencilla ceremonia en la que el sacerdote bendecía el horizonte hacia los cuatro puntos cardinales, en época de maduración y recolección de los frutos del campo como base de la economía agrícola de los pueblos. Habitualmente, se celebraba diariamente al alba y al anochecer, desde abril hasta septiembre. Si bien es cierto que también se realizaba en momentos de peligros naturales puntuales, caso de tormentas con rayos o pedrisco, plagas de langosta, etc.
El sacerdote bendecía, con la Cruz o el ostensorio en la mano, los campos con las cosechas, mientras recitaba la oración, en latín, que decía: “Ecce Crucem Domini, Fugite partes adversae, Vicit Leo de tribu Juda, Radix David, Alleluia, Alleluia…” (He aquí la Cruz del Señor, Alejaos efectos perniciosos que venís de la mano del maligno, Venció el León de la tribu de Judá, Descendiente de David, Aleluya). Fórmula protectora procedente del salmo del Apocalipsis (V, 5) que alude a la victoria de Dios sobre el Mal. Mientras tenía lugar la ceremonia, el tañido de la campana comunicaba al pueblo la celebración de la ceremonia del conjuro, invitando a los fieles a unirse a ella con el rezo de la oración del “Credo”.
Aquella sencilla ceremonia, realizada en la soledad de la iglesia, sin testigos presenciales, cuando todos los eldenses estábamos confinados en nuestros hogares, tuvo lugar un 25 de marzo. Día especialmente significativo en el calendario católico, pues ese día se recuerda y festeja por un lado la Anunciación, momento en el que el arcángel Gabriel visitó a la Virgen María para anunciarle que sería madre del Salvador; y por otro lado se celebra la Encarnación del Señor, mediante la cual el Hijo del Padre se hace hombre en la carne de María. Nueve meses más tarde, nacería el Mesías.