POR ALEJANDRO GARCÍA GALÁN , CRONISTA OFICIAL DE LA VILLA DE PEÑALSORDO (BADAJOZ) Y PRESIDENTE DE HONOR DE LA ASOCIACIÓN CULTURAL BETURIA
Desde tiempo inmemorial, los humanos enterraban a sus muertos. Ningún otro ser vivo jamás se ocuparía de tal acontecimiento con sus propios congéneres. Tan sólo el hombre contribuyó a este fin desde muy pronto en el tiempo. Los hechos se relacionan con creencias religiosas de los homínidos, muy primitivas, asociadas siempre con “el más allá”.
Momificación, incineración, inhumación
Fueron los pueblos mediterráneos de ambos lados del “mare nostrum” de los más primitivos en estos quehaceres tan relevantes en los avatares de la Humanidad. Por un lado, los antiguos egipcios descubrieron el arte de la momificación para sus deudos fallecidos; por otro, los primitivos habitantes del norte del mar de las civilizaciones, los pueblos de las antiguas Grecia y Roma, los que incineraban a sus muertos. Los helenos introducían las cenizas en cráteras; mientras que los pueblos itálicos guardaban sus cenizas en urnas, que a su vez eran depositadas en columbarios.
Y llega más tarde el cristianismo, otro pueblo surgido en el Este del Mediterráneo; y con su venida, las costumbres de incineración van desapareciendo a medida que las tierras del antiguo Imperio Romano se está cristianizando con la nueva religión. Y se va imponiendo poco a poco la inhumación entre sus miembros por aquello de “la resurrección de los muertos”, según revela el Evangelio de la religión nueva, fundada por Jesús de Nazaret.
Y cuando el cristianismo se expande por todas las tierras que habían estado bajo el control de los dignatarios romanos y la conversión de los pueblos bárbaros es un hecho y se establece el feudalismo, a la par se generalizan los enterramientos de los difuntos por inhumación, hasta la actualidad; si bien es cierto que hoy en día se está imponiendo en bastantes casos de nuevo la incineración.
Y las inhumaciones, casi todas ellas en el mundo europeo de entonces, se generalizan, ocupando su lugar en espacios sagrados: iglesias, catedrales, claustros conventuales, ermitas, sacramentales…, así durante siglos y siglos. Y se activarán los osarios -casi siempre en los atrios de los templos- en donde se depositan los despojos de los muertos con sus calaveras, huesos y otros objetos.
Se extraían los restos de los muertos de las fosas del suelo y eran depositados en el espacio común (osario) y así dar paso al enterramiento de otro muerto reciente. Esto sucedió años tras años, siglos tras siglos. Y llegan los problemas: con el tiempo, se producen grandes infecciones que afectan a la población. Los restos humanos proporcionaban fuertes olores desagradables por un lado, y también bastantes enfermedades. Se pretendía para solucionar esos problemas pintando las paredes de los templos con cal viva, cubriendo y ocultando bajo estas labores buenos cuadros al fresco que adornaban las superficies, pero los problemas seguían muy presentes, con mala solución.
En la segunda mitad del siglo XVIII en España reinaba un rey culto e inteligente, tal vez el mejor monarca que hayamos tenido nunca; nos estamos refiriendo a Carlos III, quien ordena sacar los muertos de las iglesias y construir camposantos donde pudiesen descansar definitivamente. En muchos lugares se respetaron las órdenes desde un principio, y así se hizo; pero en otros se dejaría pasar el tiempo antes de dar soluciones a los problemas. La propia Iglesia, como Institución, no ayudó demasiado,
pues si bien se vio obligada por ley a sacar a los muertos del interior de sus recintos, construyó con frecuencia los camposantos junto a los muros exteriores de las parroquias. Aún hoy se pueden observar cantidad de cementerios junto a las iglesias por los pueblos de España.
Sería por tanto ya avanzado el siglo XIX cuando se optó por alejar los cementerios de las propias poblaciones; como ejemplo, en Madrid el primer gran cementerio fuera de la ciudad, La Almudena -tanto el católico como el civil- se inaugura en 1884. Pero regresemos hacia atrás.
Nos llegó un nuevo monarca francés, querido por unos y odiado por otros, José Bonaparte, y, dentro de sus preferencias, quiso “hacer cosas positivas”, entre otras, sacar los cementerios fuera de las ciudades, retomando la implantación de Carlos III. La verdad es que tuvo poco tiempo.
Viejo camposanto o de Arriba (1808)
De cualquier modo, por lo que respecta a nuestro pueblo, Peñalsordo, se siguió enterrando en la propia parroquia de Santa Brígida en el Cerro. Según recogen las Actas de la Cofradía de Nuestra Señora Madre de Dios del Carmen, en torno a 1808, se está construyendo por primera vez un camposanto fuera del recinto de la iglesia, muy próximo al edificio, pero no unido físicamente al mismo.
Recogen dichas Actas igualmente cómo hay cofrades del Carmen que no son aptos o no quieren participar en la “comedia obligatoria que representaban los hermanos del Carmen” para el pueblo por entonces, y así, se ofrecen para cavar las sepulturas de los cofrades que morían, haciéndolo sobre las rocas pizarrosas del lugar. Aquellos cofrades, se recoge, ayudaban en estos menesteres por entonces, al igual que si otros habían concluido sus faenas del campo echaban una mano a otros hermanos en las labores de trilla. Era, parece ser, un deber que se habían impuesto a ellos mismos desde el pasado.
El tiempo iba transcurriendo desde el levantamiento del nuevo cementerio, casi un siglo desde 1808, enterrándose los peñalsordeños y algún forastero en el camposanto de Arriba o del Cerro, casi todos en hoyos -las urnas siempre fueron muy escasas-, cuando el 14 de febrero de 1901, en Sesión Ordinaria del ayuntamiento de Peñalsordo, encabezado por su alcalde, Carlos Fraga Castillo, y la presencia de los concejales del momento, Eustaquio García, Félix García, Olallo Serrano, Gervasio Sánchez, Pablo Serrano, Manuel Carrasco, Domingo Moreno, Dionisio García y Petronilo Cabello, en censo municipal, se decide comprar de un terreno de 80 m2. a la marquesa de Casariego, en el llano de la dehesa de Barrancos, ya que el cementerio actual o de Arriba estaba saturado por hacinamiento.
La dueña del terreno en aquella fecha era doña Carlota Fernández-Casariego (1837-1914), II marquesa de Casariego, desde 1874, título que había heredado de su padre el I marqués de Casariego, Fernando Fernández-Casariego, concedido por el rey Amadeo de Saboya en 1873 (aclaremos también que el hijo de Carlota, Alejandro de Travesedo (1859-1940), III marqués de Casariego, sería quien vendiese las dehesas de Barrancos y Castillejo en 1919 a los vecinos de Peñalsordo y Zarza Capilla).
Camposanto nuevo o de Abajo (1901-1902)
Conocedora doña Carlota de los deseos de compra por el ayuntamiento de Peñalsordo de 80 m2 de su finca, con el fin de construir un nuevo cementerio, se ofrece a donar dicho terreno para el pueblo. El ayuntamiento lo agradeció profundamente y a cambio la institución, en recompensa, nominó una de las vías del pueblo con el título de calle Marquesa de Casariego, calle que se había conocido hasta ese momento con el nombre de calle del Majo.
Una vez concedida la donación, el ayuntamiento nombra al arquitecto de Badajoz, don Luis Saldaña, para el expediente y formación del plano. El terreno es llano y reúne capacidad, suelo y subsuelo, y condiciones higiénicas, se añade. Su inauguración fue un año después, en 1902. El cementerio, se señala, es eclesiástico y adecuado para las necesidades del municipio. Y se reserva asimismo dentro de su recinto un espacio civil para individuos no católicos o apartados por la autoridad eclesial por algún motivo.
Aún queda en la memoria colectiva de la población de Peñalsordo un hecho original que se dio hace escasos años, y que recogió la prensa regional del momento, cuando en unas obras que se efectuaron en la iglesia vieja o de Arriba, con motivo del arreglo del nuevo tejado que la Junta de Extremadura realizó ante el hundimiento del templo tras años de abandono, al levantar parte del suelo del mismo, compuesto de baldosas, aparecieron cantidad de restos humanos.
Obviamente la gente se sorprendió de tal hallazgo, pensando algunos que podrían ser huesos de la última guerra civil, que allí se habían depositado. Nada al respecto. Eran los despojos de aquellos muertos que allí se habían enterrado antes de la construcción del cementerio de 1808 y que ya no hubo necesidad de arrojarlos al osario, como se había hecho hasta esa fecha de principios del XIX. Estos restos se recogieron y metidos en sacos fueron depositados en una fosa común que se hizo para los mismos en el cementerio de Abajo. Y allí siguen todos juntos y anónimos.
En este ya largo siglo de funcionamiento del camposanto de Abajo o nuevo, ha pasado por algunas modificaciones: primero, el ensanchamiento de su recinto, fundamental, que ha supuesto la construcción de muchas más urnas; o la desaparición del osario que tuvo desde un principio, donde contemplábamos en su momento, desde niños con cierto reparo, el hacinamiento de calaveras y otros restos oseos -aparte de algún desperdigado elemento material: hebillas, zapatos, ropa…-; y por último, la no presencia del cementerio civil.
Alguna lápida tétrica que adornaba la entrada al mismo y que hacía referencia a las amenazas del “más allá” también desapareció. Hoy hemos ganado bastante más espacio; incluso, en una de sus últimas modificaciones, han aparecido unos interesantes columbarios para quienes quieran guardar las cenizas de sus muertos, tal y como lo practicaban nuestros antiguos romanos.
A modo de conclusión
Llegados a este punto permítanme los vivientes actuales que dedique estas sobrelíneas a mis familiares más próximos ya fallecidos y enterrados aquí, que son todos, en homenaje sentido a su vida y su recuerdo, así como a los demás, y lugar en donde algún día, tal vez no muy alejado, también yo deseo que mis cenizas descansen en paz, con las de todos aquellos que me precedieron en el tiempo, un espacio entrañable para mí: el camposanto de mi querido y respetado pueblo, Peñalsordo.
En primer lugar voy a señalar, por orden cronológico de fallecimientos, al abuelo materno, Eustasio Galán Pulido, que lo hizo en la recordada y terrible “gripe” (1918); le siguió el abuelo paterno, en 1933, Leandro García Sánchez-Mora (a veces en los documentos aparece sólo Mora), ambos enterrados “en el suelo” (en tierra); mis
abuelas fallecen, la paterna, Juana María García Torres (1950) y la materna, Martina Mora Mayoral (1978), ya sí las dos enterradas en urnas o nichos: entre ambas, el fallecimiento de mi hermana Palmira (1955), también en nicho; como mis padres: Apolonia Galán Mora, 1985, y Ángel García García (1992); y acompañando a todos los de mi sangre, mi esposa, Josefa (Pepita) Polanco García, que falleció en 1979, también enterrada en urna. Y a todos estos nombres de abuelos, padres, hermana y mujer sepultos en el cementerio de Abajo, añadiremos los de otros dos hermanos más que tuve y que morirían sin haber cumplido tan siquiera un año cada uno: Francisco, que nació en 1931, y Ángeles, venida al mundo en 1938, y ambos enterrados “en el suelo”, y desconocidas sus fosas, al igual que las de los abuelos, en sencillas cajas de madera o cartón, como era por entonces la costumbre entre pequeñines, los llamados en aquel tiempo “niños de gloria”.
Todos estos nombres señalados forman parte de la historia de los “enterrados” en este camposanto peñalsordense; todos ellos sepultados en el periodo de algo más de un siglo de existencia. Me resta tan sólo el deseo de que todos los “aquí” presentes ”Descansen en paz”.