ENTREVISTA ÁNGEL AROCA, CRONISTA OFICIAL DE IZNÁJAR Y EX DIRECTOR DE LA REAL ACADEMIA DE CÓRDOBA
Ángel Aroca Lara (La Roda, 1942) es el vivo ejemplo de cómo un manchego de pura cepa puede convertirse en un cordobés sin condiciones. Tanto es así que llegó a ocupar durante ocho años la solemne dirección de la Real Academia de Córdoba, bicentenaria institución cultural de la ciudad y secular santuario del saber local. Pues bien: desde que se afincó en Córdoba en 1972 profesa por ella una pasión definitiva de la que ya no se ha curado. «Me encantó. Lo que más me gustaba era perderme por sus calles, con ese aire de pueblo», declara sin tapujos. «Córdoba me impresionaba. Era mucha Córdoba».
—¿Y qué le enseñó la ciudad?
—A recrearme paseando despacio y descubriendo sus rincones. Y luego los sentidos. Los tenía abotargados hasta que aprendí a oler el azahar en primavera. Una cosa increíble.
A Córdoba llegó destinado como profesor pero, sobre todo, animado por una iznajeña que hoy es su esposa. Su primer descubrimiento fue, por tanto, Iznájar, de cuyo municipio es todavía cronista oficial. Andalucía lo deslumbró desde el principio y aquí ha forjado su expediente profesional como profesor de arte, su vocación inveterada, de cuya docencia se jubiló hace ya doce años. «No me hubiera importado ser guía o conservador de museos, pero lo único que echo de menos son los alumnos», sostiene.
—¿Qué aprendió de ellos?
—Muchísimo. Mi espíritu liberal, mi forma de pensar y de sentir, mi vitalidad, mi apertura cuando yo estaba enfocado a ser más estricto. Y muchos han venido luego a verme, no sé si por mí o porque siempre tenía el frigorífico lleno de cervezas.
—Como docente, dijo usted: «Mi obsesión es entusiasmar y levantar a los alumnos de la silla». Un poco iluso, ¿no?
—Es que lo he visto. Y ese día en que lo veía justificaba un curso entero.
—También ha declarado: «Soy un espíritu libre». Nos lo aclara, por favor.
—Verá: es que estoy muy poco alineado. Era una persona que no estaba ni en un sitio ni en otro. Y esa falta de vínculo hacia ningún grupo me hizo que tratara de imprimir un sello diferente a la Real Academia, que no era lo que se pensaba.
—¿Y qué se pensaba?
—Que era la depositaria absoluta del saber. Lo pudo ser en otro tiempo pero ahora no. Quizás en el siglo XIX, cuando toda la erudición estaba dentro de la Real Academia de Córdoba, con Ramírez de Arellano, Borja Pavón o De las Casas Deza. Y yo dije: vale, no somos los depositarios del saber, pero hagamos las cosas con un estilo distinto en una época en que todo lo que se hacía se cobraba. Yo impuse el ritmo de trabajar por el mero honor de servir a Córdoba y si tenía que ir a representar a la Academia a Sebastopol lo hacía a mi costa.
—No tenía tarjetas black.
—No, no. Realmente yo podía haber cargado las facturas porque estaba previsto.
—¿La libertad siempre tiene un precio?
—La libertad tiene un precio pero es muy reconfortante. Para ser libre tienes que tener medios que te lo permitan. Si hubiera tenido necesidades acuciantes en mi familia no me hubiera permitido ciertos lujos.
—¿Qué precio ha pagado usted?
—Yo me he sentido muy bien tratado en Córdoba. Cuando no te has plegado a situaciones hay gente que te ha ido olvidando un poco. Y los amigos que haya podido perder evidentemente no eran amigos míos.
—¿Un jubilado es un señor que ya no tiene que guardar las formas?
—Claro. Yo ya no tengo tiempo de contar tonterías. Yo ya debo decir lo que pienso y lo que siento. Cuando uno tiene 20 años y una vida por delante quizás tiene que guardar algo, pero yo ya no espero nada de nadie y puedo decir lo que me dé la gana.
—¿Y lo dice?
—Prácticamente sí. A veces, la sinceridad puede llegar a ser grosera y la prudencia hace que te muerdas un poco la lengua. Si algún día pierdo un poco el coco supongo que me dará libertad para que ni siquiera me tenga que morder la lengua.
—¿Se ha dejado muchas cosas en el tintero?
—Alguna. Si me hacen una pregunta muy directa contesto pero, claro, yo tampoco saco los temas.
—¿Y qué hace un manchego como usted en la ciudad de la filigrana?
—Supongo que soy un manchego extraño. La Mancha es la abstracción y Andalucía la belleza asequible y próxima. Yo hubiera querido ser andaluz y me identifico mucho con Córdoba aunque no niego mi tierra. Hablo mucho con Pablo García Baena y me siento muy cerca de Cántico. He sido amigo de Miguel del Moral, de Mario López, de Ginés (Liébana) y tuve relación con Juan Bernier.
—¿Qué adjetivo le hace justicia?
—De Córdoba se han dicho tantas cosas. Que es callada, que es mora, que es arcangélica, y todo eso es verdad. Pero diría algo más: Córdoba es ahora una ciudad desorientada. Es una ciudad con pasado aunque le pese. Y es tremendo que una ciudad pueda sentir su pasado como una losa en lugar de como un timbre de gloria. Si aparece algo que hay que conservar es una tragedia. ¿Qué ciudad puede presumir de tres mil años de historia y un monumento tan soberbio como la Mezquita con una Catedral tan extraordinariamente introducida en ella?
El salón de su casa presenta una estampa dieciochesca plagada de ángeles rollizos, santos recargados y vírgenes, como la imagen encerrada en la urna que preside la fotografía central de esta doble página. Su debilidad sempiterna por el arte lo ha empujado a frecuentar anticuarios en busca de piezas de valor, muchas de las cuales años después han formado parte de los belenes que compone con la paciencia de un orfebre. Sobre la mesa del salón, conserva dos, ambos armados en el interior de campanas de cristal alargadas que evidencian una fina pericia con las manos. Nada que ver, sin duda, con los belenes al uso.
Fue director de la Real Academia de Córdoba entre 1992 y el año 2000, lo que suman dos mandatos, el tiempo límite que se propuso, según asegura. «No hice nada por serlo», aduce, «ni me consideré con méritos suficientes para dirigir una Academia que presidió Rafael Castejón o Juan Gómez Crespo».
—Ha sido usted presidente de la Real Academia de Córdoba. ¿Qué lugar ocupa en su currículum?
—Para mí fue una época muy atractiva. Quise que la Academia tuviera su personalidad. No éramos los más sabios, seamos los más generosos. Todo se hacía por amor al arte.
—¿La Real Academia es un lugar con mucha sabiduría y poca conexión con el mundo de hoy?
—No. Las torres de marfil están todas absolutamente derribadas. Cuando vas cumpliendo años se te empiezan a caer todos los pedestales. Sabios que puedan estar en una esfera distinta no hay. Todos somos del mismo barro. Hasta la liturgia se ha perdido. Hubo algún director que se empeñó en el chaqué y se ha desechado. Eso es imposible en estos tiempos.
—Su biografía dice que es usted belenista. ¿Coleccionismo artístico o entretenimiento de jubilado?
—Entretenimiento de jubilado. Me jubilé pronto porque me apetecía hacer lo que quería y no estaba dispuesto a que la jubilación fuera un aparcamiento para la muerte. En lugar de trabajar con la cabeza empecé a hacerlo con las manos. Compré fanales y urnas y mis viajes los he organizado en función del Belén. Por ejemplo, a Nápoles o a Perú.
—¿Villamandos es el cambio que necesita la UCO?
—Yo no estoy ahora tan cerca de la Universidad como para poder opinar pero sí puedo decir que mis amigos celebran su llegada.
—Alguien dijo de usted: «Maneras sosegadas, algo bohemio, dandi ilustrado». ¿Le suena el personaje?
—Bohemio sí y dandi no me siento aunque uno es también en parte lo que otros ven de ti.
—¿Y qué le queda por ver?
—Muchísimo mundo. La curiosidad no se me acaba pero me temo que la vida sí.
Fuente: http://sevilla.abc.es/