POR TITO ORTÍZ, CRONISTA OFICIAL DE GRANADA
Uno de los atractivos que el Festival Internacional de Música y Danza de Granada ofrecía gratis a los melómanos, era escuchar las conferencias de don Antonio Fernández Cid, en el patio de la Casa de Los Tiros. Durante los años setenta, aquel porte señorial del crítico oficial del diario ABC, cuya cojera le daba un aspecto distinguido, y su erudición, la fortaleza de un militar culto, con criterio insobornable en cuanto a la ejecución de la partitura, que no admitía ambigüedades en su ejercicio crítico sobre el hecho musical, era un atractivo más, de nuestro Festival Internacional, de cuyo nacimiento él era testigo. Fernández Cid, el hombre de la anécdota aristocrática enmarcada en pentagrama, hacía como nadie de la pedagogía de la historia musical y su anecdotario, una asignatura deseable.
De igual forma elegante, compartí fila y silla contigua en Carlos V, con don José María Pemán, el que dijera de Lola Flores que era un “torbellino de colores, no hay en el mundo una flor, que el viento mueva mejor que se mueve Lola Flores”. Pemán fue un habitual de nuestro festival dentro de los invitados de lujo, que por entonces eran legión. Mantuve conversaciones de inolvidable recuerdo con don Antonio Iglesias, responsable de los cursos Manuel de Falla. Mientras tomábamos un café, don Antonio se sentaba al piano e iba desgranando las notas musicales que le venían a la memoria, y de paso, repasábamos el concierto de la noche anterior, con la socarronería que le caracterizaba, me costaba dios y ayuda averiguar su opinión, y desbrozarla de la fina ironía con la que ocultaba la verdad y lo que ésta esconde. De fondo escuchábamos el violín de, Agustín León Ara, dando su clase habitual de todas las mañanas.
Aquel festival, estaba plagado de personajes. Me divertí con el humor del gran Padial, socio de Juventudes Musicales que, con su enorme cámara fotográfica de la época, inmortalizó a Arthur Rubinstein tocando el piano en los Arrayanes. Padial, de voz potente y adiestrada, unía a sus conocimientos musicales, la pasión por la fotografía, y dentro de ésta, la musical, que por entonces no estaba muy divulgada. Gocé de la entrevista que me concedió durante el descanso de su primer concierto en Granada, Daniel Baremboín. Entrevista entre cortinas de terciopelo, a la espera de una segunda parte memorable en un piano de Gran Cola sobre la tarima del patio columnado del emperador. Lo pasé genial, con las nueve sinfonías de Beethoven a cargo del paisano, Miguel Ángel Gómez Martínez, felizmente recuperado para la orquesta que las interpretó. Bebí vino costa peleón con, Carmelo Bernaola, en la Trastienda de la Placeta de Cuchilleros, mientras Fernando Miranda, cortaba esencia de la Alpujarra sobre una tabla de roble viejo, y la profesora Calixta, nos obsequiaba con su paté casero de imborrable recuerdo. El clarinetista vasco de la banda municipal de Madrid, siempre me agradeció aquel descubrimiento en un recodo de Plaza Nueva. Y junto a la fuente, sentados en la terraza, bebí café con leche en el Sibari con, Antonio Gades, mientras José Antonio Lacárcel le preguntaba si le dolían los juanetes al bailar, y Orfer le hacía una foto de los pies calzados con una modernas deportivas de la época.
Tomé agua de Lanjarón con Víctor Ullate, en el hotel, Washington, en aquella memorable visita al Generalife, con el Ballet Siglo XX de Maurice Béjart, la noche de la suspensión por lluvia. Ello nos permitió asistir a la mañana siguiente a una clase magistral en el escenario de los cipreses, esos que también creen en Dios. Disfruté como un enano, la tarde que me colé como libre oyente, en compañía de Lacárcel Fernández y Ortiz Fernández, en una clase magistral de Sergius Chelevidaque, en la sala de la chimenea de Carlos V, y la noche de Rafael Frühbeck de Burgos con la Nacional, en el patio circular. Imposible olvidar aquel día que el Festival ofreció dentro de su programación una sesión del mejor Jazz, y para eso trajo al auditorio al saxofonista navarro, Pedro Iturralde, el baterista alemán, Peer Wyboris, y el bajista y teclado estadounidense, Lou Bennett, que tocado con un abrigo de piel vuelta hasta los tobillos, una pamela del tamaño de la tarta de cumpleaños de Matusalén y gafas de sol, juraba en arameo cuando minutos antes de las doce del mediodía, entraba a los camerinos del Auditorio Manuel de Falla, y en un prefecto castellano cazallero, espetó a quienes le escuchábamos: El jazz, es como el flamenco, necesita de la noche y la madrugada. ¿A quién se le ha ocurrido la brillante idea de poner éste concierto a las doce de la mañana? Cuando Iturralde, interpretando en ritmo de jazz, Las Morillas de Jaén de Federico García Lorca, abrió los ojos, y vio el auditorio encendido como un ascua con todos los mecheros en la mano de los asistentes, lloró como Boabdil. Antes de que Massiel ganara Eurovisión, Pedro Iturralde ya había inventado la fusión del jazz y el flamenco, junto a un jovencísimo, Paco de Lucía. Son… las cosas de nuestro festival.
FUENTE: EL CRONISTA
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