POR AGUSTÍN DE LAS HERAS, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPIÉLAGOS (MADRID)
Manuel González Romero debía tener buen memorial o lo que hoy día se llama currículum vitae porque, en vista del mismo, el día veinte del mes de enero de 1815 le admitieron para maestro de niños. Era su sueldo de funcionario el de ocho fanegas de trigo anuales por parte de la Villa. Y se acordó que el maestro cobrara también por los niños dependiendo en lo que estuvieran. Por los más pequeños, diez celemines. Por lo que estaban ya en lo de leer, catorce celemines. Por los que estaban ya en tema de cuentas, veintidós celemines…
También convinieron que los niños estuvieran desde los cinco a los doce años. Y así lo firmaron, además del maestro, los señores que estaban por entonces en el Ayuntamiento, José González, Eugenio y Manuel, también de apellido González y José Martín Sanz.
Y en el documento del contrato hasta nombraron a varios niños de aquel 1815, Enemesio González, Vicente Espinosa y Estanislao González. Este último, bisabuelo de mi abuela Antonia, y de Daniel, Alejandro, Marcelina y Blas Frutos Gil.
Veinticuatro días antes que, como escribió Bernardo López García
«… Aquel genio de ambición
que, en su delirio profundo,
cantando guerra, hizo al mundo
sepulcro de su nación…»
Napoleón Bonaparte, culpable de sucesos amargos en Valdepiélagos, fuera vencido en la batalla de Waterloo y poco después de la fiesta a nuestro patrón San Isidro, el 22 de mayo de 1815, teniendo ya profesor para forjar damas y caballeros se decidió atender las necesidades de las cabalgaduras.
Se trajo de la misma Alcalá de Henares un profesional de la fragua, Fermín Tamayo, que había presentado memorial o currículum el 25 de abril. Cuidar las cabalgaduras estaba mejor pagado que enseñar a los mozalbetes. El sueldo del herrero eran cuarenta y seis fanegas de trigo, pagándole luego por trabajos específicos, como los honorarios por herradura.
Sin saber el destino de Fermín, tres años después no aparece nada en los documentos, se miraron más memoriales para el empleo de herrero. Y para ello no se escogió un herrero, sino un maestro de herrero entre los vecinos del pueblo. El afortunado fue Manuel Espinosa que firmó acuerdo con el consistorio desde el día de San Juan de 1818, hasta el 24 de junio del año siguiente.
Aquí el contrato ya era más fino. Por cada par de mulas, tres fanegas de trigo. Por cada par de bueyes, dos fanegas de trigo. A esta primera condición le seguía una segunda. La obligación de cobrar todas las rejas que se necesitaran para hacer arados para el consumo de la labor, echar puntas a las rejas dándole el hierro que necesitaran y esto a cualquier hora que se necesitara hacerlo, tanto del día como de la noche. La tercera condición era que tenía que dar fuerza “toda la clabación” de los arados. Y cobrando, por la cuarta, por cada trabajo aislado por reja y azadón. La quinta era poner piedra de afilar en la herrería, pero esto lo pagaba la Villa. Y como los vecinos pagaban por yuntas, ya se acordó pagar por prorrateo del año el tiempo que las tuvieran. Y el último y principal, la obligación de gobernar las herramientas de la fragua, pagando incluso por ello hasta sesenta reales.
Manuel Espinosa se hipotecaba hasta las trancas, avalándose con todos los bienes presentes y futuros que tuviera, poniéndose a los pies de la Justicia para que le apremiaran llegado el caso, eso sí, delante de juez competente. Hasta ahí se podía llegar.
Y todo esto aconteció en Valdepiélagos hace más de doscientos años.
Fotografía de MariCarmen González