Son ya 31 años y todavía el fin de los carnavales para mí, año tras año, es el anuncio de lo que aconteció. Nadie me advirtió, como en la obra de Shakespeare, que me guardara de los idus de marzo. Ni siquiera tuve que esperar a esa fecha porque ocurrió a mitad de camino. Aquel domingo el Estudiantes había ganado la. Copa del Rey, habíamos estado celebrándolo tomando unas cervezas en el Así Sea, siniestra premonición. Me había despedido de mi amigo Jesús. Había acompañado a Maite a su casa y al entrar en aquel bajo del Doce de Octubre todavía olia a aquella carne asada, ya fría, dentro de la cocina de carbón apagada. Fue mi último bocado creado con tus manos. Creía estar en el cénit de aquella vida, menudo espejismo. Ese lunes firmaba la compra de mi actual casa. Nunca lo supiste. Y a las 2 de la mañana, moriste en mis brazos.
Y ese nunca es un dolor eterno para mí. No estuviste el dia que me casé, ni el día que nació tu nieta, ni la viste crecer… Y nada de lo que después hice lo pude compartir contigo. No supiste que escribiría cuatro libros, que conseguiría lo que he conseguido y sobre todo no he podido compartir la vorágine de estos últimos años.
Pero quiero que sepas que además de tu memoria lucho por la memoria de los demás.
Hasta aquel 9 de marzo sólo estuve una vez en la puerta de la ermita de Nuestra Señora de la Soledad siendo niño. Acompañaba a mis primos y jugaba a ser mayor, tendría diez años. Luego recuerdo, camino de Madrid, el silencio de la noche roto por el sonido del motor de aquel 850, tumbado en la parte de atrás sobre el escay rojo, ver pasar por la ventanilla las últimas luces de Valdepiélagos, los primeros olmos, todavía vivos, que abrazaban la carretera y aquella pared blanca del camposanto que me estremecia al saber que dentro yacían mis abuelos y mis bisabuelos.
Era una tarde fría y azul, sin nubes, y te acompañé en mi último paseo contigo desde la Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora hasta aquella ladera que cae hacia la carretera donde las tumbas se colocan en hileras. Donde los apellidos se repiten y se mezclan. Y los olivos y los membrillos se muestran.
Y allí te dejé junto a mis abuelos, mis bisabuelos y otras personas que nunca morirán porque nunca serán olvidadas.
Ya no sólo compartirán la tierra sino las crónicas que les hará vivos.
Y la eternidad será de todos ellos, pero nunca su olvido.
Intentaré escaparme este domingo para leerte en silencio un poema que no es mío.
«Oda a la inmortalidad, de William Wordsworth
Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.
Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
que en mi juventud me deslumbraba.
Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos,
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.
En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre;
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la muerte.
Gracias al corazón humano
por el cual vivimos;
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.»
Gracias por haberme hecho ser quien soy.