Decía el escritor sevillano José María Izquierdo (1886-1921), en el prólogo de su libro “Divagando por la ciudad de la gracia” –Sevilla–, que toda ciudad que aspire a ser capitalidad, debe tener su altura. Una altura física, como una torre, un campanario, una montaña o una cima “para mirar al cielo, y a la tierra de las cumbres, y verse en su unidad, y sentirse aérea, y rezar (…)”.

Chiclana tiene su altura en la colina o cerro de la ermita de Santa Ana. En esta última quincena de mes, y más aún durante el jueves y el viernes pasado, Chiclana ha sido esa ciudad que aspira –en el hondo sentir de muchos chiclaneros–, a dejar de lado su modestia de ciudad de provincia de más de 90 000 almas de derecho –en verano sobrepasa los 220 000 de hecho–para sentirse dichosa de sus singularidades. Una de muchas que la identifican, es su veneración a Santa Ana.

Desde la altura de la ermita de Santa Ana, el pueblo de Chiclana –sus gentes y muchos de los que nos visitan–, han mirado al cielo como los fieles devotos a Santa Ana –“la abuela de Chiclana”–; se han sentido más unidos que nunca en esta conmemoración del 250º aniversario de la bendición de la ermita; se han sentido aéreos; han ofrecido a la santa sus flores más bonitas y delicadas; han rezado –triduo, misa– y ha habido diversión y festejos populares, que todo es necesario para una perfecta cohesión social. En los días previos, la conferencia de Jesús D. Romero Montalbán, “Doscientos cincuenta años de la ermita de Santa Ana”; exposición de fotografías; conferencia del padre David Gutiérrez, “Doscientos cincuenta años de la ermita de Santa Ana y su bendita imagen”; fiestas para niños; concentración romera; iluminación especial y extraordinaria del exterior de la ermita; elaboración y degustación de los típicos dulces “campanas de Santa Ana”… Y, como colofón, la salida procesional el día de su festividad, de las imágenes de Santa Ana y la Virgen Niña y su vuelta a la ermita pasada la medianoche.

La advocación a Santa Ana, ya lo hemos escrito con anterioridad, nos viene de un hecho acaecido en Sevilla a la duquesa de Medina Sidonia, Ana de Aragón Gurrea (1502-1549). El día de la santa de 1540 –otros cronistas nos hablan que fue en las vísperas– cuando cruzaba un puente de barcas para ir de Sevilla a Triana por el Guadalquivir montaba en un asno, cayó al río. Estuvo a punto de perecer ahogada como algunos de sus criados que le acompañaban. La duquesa se invocó a Santa Ana y a partir de ese día, en muchas de sus villas y ciudades, introdujo el culto a la señora edificando ermitas y capillas. Aquí en nuestra ciudad la devoción se inició, posiblemente, hacia 1551, al finalizar las obras de la primera ermita o antes incluso. Desde entonces y hasta el día presente, se ha mantenido tan viva la devoción que, desde Frasquita Larrea (1775-1838) a algunos chiclaneros, han creído que era la patrona de la ciudad.

Continuaba el escritor sevillano diciendo: “…Y su espejo –un lago, un río, un mar– para mirarse así, fuera de sí (…) y verse diversa, y sentirse fluida, y reflexionar (…) que sea la flor de la vida y le haga ser lo que es, y saberse cómo es…”. Todo esto lo tiene el alma de Chiclana, como lo tiene Sevilla. Sevilla tiene su Giralda, su Guadalquivir y la gracia. ¡Que bien le sienta a Chiclana tener las cosas que tiene Sevilla! ¡Y lo bien que le sienta a Sevilla tener una fuente de Chiclana ante el jardín de la puerta del Archivo de Indias! Ahora, en Chiclana, tenemos una reproducción de ella frente a nuestro Museo de la ciudad, para deleite de todos. Precisamente en el museo, entre el 23 de septiembre y el 3 de noviembre, tendremos una exposición temporal iconográfica sobre Santa Ana y la ermita. Todo ello con el patrocinio del Ayuntamiento, la delegación de Fiestas, la asociación de vecinos y la comisión elegida para la elaboración de este intenso programa de actos en que todo ha sido tan natural y sencillo que parecía espontáneo. Y eso es bueno.