Llegué puntual a la cita. El lugar era en un café que estaba en un segundo piso. Fui citado ahí para coincidir, afinar, compartir algunos puntos de vista con otro corazón. Mi corazón andaba muy entusiasmado, casi ilusionado a pesar de que yo había hablado con él, ya le había dicho varias veces que tuviera cuidado con esas frases de: deseo verte mañana, me urge decirte algo, eres genial, te admiro, háblame cuando llegues, eres bien correspondido, etc, etc.
– Tú ya no estás para estos percances ni para estos romances- le dije mientras le recalcaba la juventud de ella.
– Pero… es que…yo…
– Tú estás ya nomás para tus funciones, para tu proyecto de vida; ya no estás para andar inventando amores.
Me oyó pero no me escuchó. Es cierto que trabaja puntual, sus irrigaciones van por todas las redes camineras del cuerpo. Su presión arterial corre bien, aunque ya se apoya con captopril, pero es buena y es suficiente. Es exacto y puntual en su diástole y sístole. Yo lo tengo enterado y prevenido de los posibles ataques físicos externos, de envidias y traiciones, sin embargo, no lo puedo ayudar en la cuestión interna emocional.
Todavía quiere seguir creyendo en el canto de las sirenas y se embarca en cualquier mar sobre una canoa que no tiene seguro de cobertura total.
– ¿Qué le sirvo? – me preguntó la camarera.
– Espere… un poco mientras llega otra persona.
Mi corazón fue citado a una hora. Suena la llegada de un mensaje en el celular, lo leo: llegaré tarde 20 minutos más. Son muchas las palpitaciones, pero mi espíritu conoce esos atardeceres naranjas. La paloma torcaz llegará.
– ¿Qué le sirvo, mientras llega su…?- me pregunta con picardía la camarera.
– Tráigame un café descafeinado.
Cuando me estaba sirviendo el café, vi que por la escalera subía la persona que yo estaba esperando. Sus pasos ascendían garbosamente los escalones y llenaban la pupila de todos los asistentes. Pero no venía sola, traía un acompañante. Qué decepción, perdón, yo no me decepciono. ¡Qué inaudita desilusión!
– ¡Te lo dije!- grité a mi corazón que casi se infartaba ante la sorpresa.
Avanzaron hacia donde yo estaba y por cortesía me puse de pie. El momento era frustrante como una noche no esperada. Había que usar la diplomacia, a mi corazón no lo podía abandonar ni dejar a la deriva en este momento, no nos podíamos derrumbar ante ese embate. A la pareja invité a sentarse a la mesa.
-¿Qué gustan pedir?- les dije.
Pidieron un café y un té. Mi corazón quería salirse del lugar, brincaba de un ventrículo a otro, de una aurícula a otra, regañaba a la aorta y les gritaba a los pulmones. Yo, ejerciendo la improvisación democrática, inventé otra conversación, hablamos del clima, de las fiestas de octubre, de temas escolares y de la cocina de mamá. El tonto de mi corazón iba preparado para la posible pregunta que ella le haría sobre lo que él quería de ella y la respuesta sería: que nada, que se conformaba con darle todo lo que ella pidiera a cambio de nada. Pobre de mi corazón con su olímpica generosidad. Aquí se requería un espíritu guerrero.
Cierto, el corazón es un militar que no envejece en las batallas. Sólo que en esta guerrilla, la novata ya era una generala. Estaba muy desigual la situación, si mi corazón le ponía toda la artillería, abusaba; si se comportaba como caballero en la guerra, lo aplastaba. Estaba complicado el enfrentamiento medieval entre un rey y una princesa. Sin embargo, aquí estaba la lucha.
Mi corazón nunca esperó que esta guerrilla se saliera del control. La bella dama, cual bélica gladiadora, atacaba, atraía y huía. Esta vez, astutamente, trajo a un corazón acompañante. ¡Qué magistral estrategia para decirme que estaba ocupada! Mi corazón que ha tenido varias batallas no dejaba de reconocer la astucia de ese corazón con apariencia de niña guerrera. Había que aguantar la embestida. El diálogo se haría neutro y pueril con el otro corazón advenedizo que ni siquiera sabía, quiero pensar eso, por qué estaba ahí o por qué la acompañaba. Sería su compañero, su amigo o sabrá Dios… Con él entablé un diálogo inocuo e informal.
Había que llevar el combate a otro sitio, mi corazón y yo estábamos perdidos, estábamos preparados nomás para ella y como no fue así, había que inventar una salida digna de esa batalla. No podíamos morir ahí. Le di tres sorbos a la desilusión descafeinada y abrí la salida urgente de otro trabajo que había que hacer. Ellos quisieron pagar la cuenta. Mi corazón aceptó, pero mi espíritu, no. Me hago responsable de mis muertos porque yo llevé a mi corazón a ese combate. Yo pago la cuenta para disminuir el efecto de la estrategia y para saborear la derrota caprichosa de mi corazón. Nos despedimos. Bajamos la escalera del café. Mi corazón se agarró del barandal porque iba resquebrajado en todas sus articulaciones. Mi diplomacia forzó una sonrisa de despedida. Ella, aún alzó la mano con los dedos cerrados y me dijo adiós con una jactancia de triunfo. Parecía el generoso y malévolo arcángel San Miguel con toda la espada desenvainada. Mi corazón la observaba anonadado y quería contestar no sé qué. Yo no lo dejé. Los caprichos se pagan caro. Hoy, ella ha ganado el encuentro tan solo porque es bonita y quizá mañana también nos derrote, porque seguirá siendo bonita. Cuando tenga hijos…, quién sabe… Pero, por lo pronto, ella ha vencido. Nos mantuvimos de pie como pudimos, como un árbol que se amarra a sus raíces ante el rudo vendaval. Con los dedos juntos, también forcé un adiós para la ingrata, que coqueta, se despedía triunfante. A comer tierra, corazón, te derrotaron.
Lo tomé de la mano como a un niño que se acababa de caer en una calle pedregosa. Mi corazón estaba raspado y sangrando. Vi una herida profunda. Lo ayudé a brincar la calle que parecía una avenida de silencios. Por un pasillo del jardín pueblerino nos fuimos caminando tambaleantes como ebrios de nada. ¡Cómo pesaban nuestras piernas de trapo! No quise hablarle, evité repetirle la clásica sentencia: ¡Te lo había dicho! Ya para qué servía ese sadismo. Nos perdimos y escondimos entre la gente. Queríamos perdernos de ella que la mirábamos en todas partes, queríamos escaparnos de sus ojos para que nos viera colapsados. Sin embargo, las derrotas nunca vienen solas y siempre hay circunstancias que las dramatiza. Por el jardín pasaba un músico huichol entonando con su trompeta solitaria “corazón, tu dirás lo que hacemos/ lo que resolvemos / nomas quiero que marques el paso/ que no le hagas caso, si las ves llorar…
Ya no quisimos escuchar la miel amarga de la trompeta. Aquella realidad se ajustaba a un drama alcanforado y parecía que todo se confabulaba en nuestra contra. Cabizbajos, regresamos a nuestra casa.
– Acuéstate y duérmete- le dije.
Mi corazón tenía destrozada toda la red sanguínea y no había aire siquiera para hablar. Obediente se acostó y cerró los ojos. Yo hice lo mismo, pero no nos dormimos. ¡Qué genial la estrategia de esta bella mujer! ¡Nos lo hubiera dicho antes, nos hubiera contado que tenía otro corazón y ya! De seguro, él lo habría entendido. Pero, no; no fue así. Nos quería golpear. Fue una noche de insomnio masoquista. Al amanecer le dije:
– Levántate, vámonos, vámonos a caminar…
Como pudo se levantó, se amarró un pañuelo alrededor de sus sentimientos, se fajó todas las fibras musculares agrietadas y sosteniendo las paredes del miocardio hizo un titánico esfuerzo, se puso una camiseta negra y me acompañó a recorrer la madrugada de un nuevo día. Un sol, sobre las montañas, apartando un telar de nubes, salía titilante sobre el horizonte.