CRÓNICA: EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS, HACE CIEN Y DOSCIENTOS AÑOS, 1 DE NOVIEMBRE DE 2024.
Oct 31 2024

POR AGUSTÍN DE LAS HERAS MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPIELAGOS (MADRID) 

«Homo sum, humani nihil a me alienum puto» (Hombre soy, nada humano me es ajeno) » PUBLIO TERENCIO.

Este año, habiendo fallecido mi tía Ceferina hace unos días, me cuesta escribir esta crónica.

Relativizar la vida es algo ajeno para quien piensa que lo malo sólo les ocurre a los demás. Quizás sea mejor vivir en la ignorancia, no digo que no, pero al menos vivir los instantes.

Pero hay otra forma de relativizar la vida y es relativizar la muerte.

Y como nada humano nos debe ser ajeno, nada nos impide pensar en quienes habitaban Valdepiélagos y hace cien o doscientos años, nos dejaron. Porque al fin y al cabo muchos de sus descendientes paseamos por un pueblo en el que ellos vivieron y murieron. Y sin ellos no seríamos nada.

Pues bien, en el próximo día de Todos los Santos recordamos a quienes nos dejaron hace docientos años, enterrados todavía en el suelo de la iglesia.

Gregoria Moreno, mujer de Julián de Isabel, fallecida el 26 de enero de 1824, por enfermedad repentina.

Juan García, hijo de Antonio García y Maria Puente, murió el 12 de febrero de 1824 y fue enterrado en la grada segunda de la cspilla mayor, soltero de dieciseis años.

Isabel Redondo, viuda de Juan Frutos,, fallecida el 6 de marzo de 1824, enterrada en la grada primera, sepultura tercera, de la capilla mayor, de edad de 66 años.

Victoria García González , fallecida el 7 de marzo de 1824, soltera de 16 años, hija de Plácido García y Maria González.

Antonia Frutos, mujer de José García, fallecida el 9 de marzo de 1824, con 29 años.

Diego Cortes, fallecido el 12 de marzo de 1824, mendicante y enfermo convaleciente que había salido del hospital de Cabañas de Yepes, enterrado en una sepultura debajo del coro.

Mariano Manuel Gonzalez, hijo de Vicente González, de 8 días de edad, al que se le dio sepultura eclesiatica debajo del coro el 24 de abril de 1824.

Tomasa del Valle, mujer de Mariano. Sanz, fallecida el 27 de abril de 1824, enterrada en la grada cuarta sepultura primera de la capilla, de 48 años.

Juana Puentes, fallecida el 13 de mayo de 1824, hija de Manuel Puentes y Maria Vicente, enterrada en la capilla mayor, de 38 años, soltera.

María Delgado, fallecida el cinco de junio de 1824, enterrada en la sepultura treinta y cinco del tramo tercero de la capilla mayor, viuda de Román Martín, vecinos que fueron de Talamanca.

Juana Vexar (Bejar) fallecida el 26 de julio de 1824, párvula, nacida en Madrid y dada a criar a la nodriza Marta Sanz.

Martín Fuentes, fallecido el 9 de diciembre de 1824, natural de Padilla de Abajo, Burgos, que se hallaba en Valdepiélagos.

Y saltando 100 años llegamos a 1924, cuando ya se enterraba en el camposanto. Y sólo aparecen dos fallecidos.

Deogracias Serrano Sanz, fallecido el 23 de enero de 1924, a las 8 de la mañana por una nefritis crónica, natural de Talamanca de Jarama, de 60 años de edad, hijo de Valentin y Maria, casado con Rosa Sanz.

Petra Frutos Moreno, fallecida el 24 de enero de 1924, a las 9 de la mañana, a consecuencia de una tuberculosis pulmonar, enterrada en el cementerio de la villa, de setenta y un años de edad, hija de Gregorio e Isidra, viuda de Aniceto Puentes, dejando dos hijos de nombres Faustino y Gerardo.

Y recordando a los difuntos de hace cien y doscientos años voy a contar lo que cuento año tras año en primera persona.

Hace 50 años, cuando acompañaba a mi madre al Cementerio de La Almudena, en Madrid, veía cómo según cruzabas el umbral de las puertas de hierro y zonas delimitadas que constituían osarios olvidados, la vida había pasado. Más que en los nombres me fijaba en las fechas. Y pensaba que el intervalo entre el nacimiento y el óbito fue una vida cualquiera. Una vida de alguien que no pensaba morir, que fue hijo o madre, que fue amado o no, pero que sin duda amó. Que tuvo sus pensamientos y sus deseos y que sin duda soñó. Y todo aquello ocurrió entre dos fechas. Y si en algún momento a alguien importó, su único recuerdo ahora es la suerte de tener una lápida por un tiempo hasta que sea olvido de generaciones que también morirán.

Me fijaba en decesos acaecidos antes de los años treinta del siglo pasado, que no conocieron la guerra, como así la llamaba mi abuelo. Y avanzando por filas y más filas, intuías gente que murió durante la guerra, otros que murieron en las enfermedades y hambres de los cuarenta. Luego los que no llegaron a ver cómo el hombre pisaba la luna y según avanzabas, avanzaba la historia.

Un cementerio te muestra la poca huella que dejamos. Y la relatividad de quien somos más cerca de la nada que de un algo.

Los cementerios de las ciudades son fríos y anónimos porque quienes reposan al lado es muy posible que nunca se conocieran, es más, que nunca caminaran por los mismos lugares. Pero ya en el nombre va algún cambio.

Valdepielagos tiene su cementerio a la entrada o a la salida, según vayamos o vengamos. Pero para la mayoría de los mayores no es cementerio, sino camposanto.

En una ladera que cae hacia la carretera, las tumbas se colocan en hileras. Pero aquí los apellidos se repiten y se mezclan. En las primeras filas está enterrada mi abuela Antonia Frutos Gil, que murió en 1932, al poco de nacer mi padre. Estos apellidos se irán repitiendo más arriba. Porque aquí la historia va ladera arriba. Por encima están mis bisabuelos Agustín y Ceferina. Y más alto, por los 70, está la tumba de mi abuelo Emigdio de las Heras Pascual, y los apellidos se vuelven a repetir muy cerca. Y no lejos la de su hermano Casimiro. Y en las lápidas se van acercando a los 80 y 90. Aquí tengo uno de esos recuerdos como las imágenes en una niebla. Una conversación extraña entre mi madre y un hermano de mi tío Emilio, que le llamaban Nanete. Entre cañas y bromas le decía que tenían que hacer más tumbas e ir ladera arriba. Y entre risas le dijo que si quería una para ella. Recuerdo esa conversación como si la estuviera viendo. Y los «no me seas» o «que mala leche» se cruzaron. Pues muy cerca de aquello Nanete murió de repente y poco después mi madre. Y sus apellidos también se grabaron en mármol, Martínez Aroca ella, y González Gil, él.

Por eso cuando voy al pueblo me fijo en esa ladera. Que aun fría por el destino no es tan fría como en las ciudades. Allí, amigos y familiares están eternamente juntos, rodeados del olor a membrillos y mirando enfrente la casi eternidad de algún olivo.

Este jueves por la tarde intentaré ir a esa ladera.

FUENTE: https://www.facebook.com/agustin.delasheras

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