POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ).
En otros tiempos, cuando se abrían los cielos, cuando llovía, los muchachos embelesados estrenábamos, cruzando los charcos, unas botas katiuskas, sintiéndonos los reyes de aquellos océanos. Dichosos, felices y afortunados. Por ello, dábamos gracias a Santa María de la Cueva al haber traído tan beneficioso regalo, desde el sonido amable, dulce y suave del canto de los pajaritos sacudiéndose la lluvia tras el chaparrón caído. Así entreteníamos los quehaceres, perturbando el sosiego de aquellas aguas, protegidos por las katiuskas. Un nombre muy apropiado para la época, cuando los rusos en aquellos tiempos no eran de los nuestros. Al final terminábamos mojados, empapados y estornudando. Después la ropa se secaba encima de la alambrera que nos protegía del brasero de picón que era, de vez en cuando, atizado por una badila.
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