POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Dice el Maestro Ángel Herrerín que la historia se cimenta con las fuentes primarias. Escrita en pergaminos y papeles, documentos contemporáneos y constitutivos del hecho histórico, sus renglones han de servirnos para intentar comprender lo ocurrido, especialmente en lo que ha de referirse a las causas del acaso histórico. En muchas ocasiones, leído el vestigio del pasado, somos capaces los historiadores de llegar a entender las consecuencias de lo allí sucedido y conectar ese pasado que todo lo sabe con el presente vivido y, cuando hay verdadera responsabilidad en el que recibe semejante esfuerzo, abrir la posibilidad de un futuro sin errores ya cometidos, evitando así esa desagradable rima con lo acontecido que tan bien describiera Mark Twain.
Para nuestra desgracia, ese acontecer que tan bien conoce mi querida Nieves Concostrina tiende a verse desde el presente manido, consiguiendo no ya que la rima sea patente, sino que se vea el aspecto necesario en ese pasado que pueda justificar lo que entendemos, sin ninguna duda posible, como realidad inmutable. Ese ropaje a medida del hoy que viste el ayer constituye el relato histórico con que topamos una y otra vez.
Entendido, pues, el pasado como justificación del hoy para que el mañana no deje de ser lo que esperamos que sea, parecemos ya acostumbrados a que la barbarie domine el análisis de la historia y que las consecuencias de lo ya pretérito estén previstas sin importarle a nadie ni media pamplina las causas evidentes, puesto que ya han sido fabricadas.
No crean, por otra parte, que esta práctica es algo propio del presente; que nuestra sociedad cada vez más iletrada y sometida a la desinformación que regala el relato histórico haya sido la primera en sufrir de patrañas y manipulación de lo informado. La mentira adornada con paparruchas y bembeteos, calumnias y, en general, habladurías y murmuraciones ha sido uno de los escollos tradicionales con los que cualquier historiador que se precie ha venido bregando durante toda su existencia profesional. Debido a semejante desventaja, los historiadores que tratan de serlo y no sólo parecerlo han terminado obedeciendo a Descartes y Kant, dudando de cuanto leen en busca de otro testimonio que confirme o acabe por falsear aquello que nos puso la mosca detrás de la oreja. En ese sentido, más periodistas que eruditos del pasado, los historiadores penamos entre mentiras transcritas, escritas, descritas e inscritas en cualquier superficie capaz de recibir letra alguna para, trabajando en equipo ubicuo y atemporal de estudiosos, poder dar luz a ese pasado bien aleccionador.
De modo que, combatiendo el sempiterno y atemporal relato histórico, los historiadores navegamos entre abundantes referencias manipuladas y escasas muestras del pasado que intentamos comprender para ser capaces de transmitir la Historia en nuestro ámbito académico profesional y divulgar a esa sociedad que da sentido y sustento a nuestro esfuerzo profesional.
En algunos casos, esto del relato histórico viene tan sobrevenido que es hasta cómico tratar de buscar la realidad tras una capa de maquillaje tal que hace de la realidad histórica una aburrida cotidianeidad. Leyendo esas fuentes algo menos que primarias, acabamos por desternillarnos de la maniobra en cuestión o, ausentes aquellas, nos asombramos de hasta dónde puede llegar el acervo de una comunidad con tal de justificar la tradición que todo quisque asume en ese momento.
El caso de la reina Isabel de Castilla, como ejemplo notorio, es palmario.
El relato nacionalista español que envuelve la vida de esta excepcional mujer resulta, en muchos momentos, ciertamente hilarante, siempre que uno se aleje de patéticos y paletos sesgos políticos. Subsumida en una vorágine política de la que sobrevivió por pura suerte, Isabel de Castilla, la hija de Juan II y nieta de Catalina de Lancaster, Borgoña en mayúsculas y minúsculas de segunda generación, entró en la carrera por un trono para el que, sinceramente, nunca estuvo destinada. Con la misma mengua de posibilidad con que habría de contar su tercer vástago, doña Juana de Castilla, Isabel fue perfilando sus posibilidades a medida que su hermano, Enrique IV de Castilla, primer y único señor no coronado de Segovia, cavaba su tumba política con decisiones y alianzas más que cuestionables. Llegado el momento del asalto al poder, aquella mujer más que preparada para la lucha por años de intrigas, menoscabos y peligrosos tejemanejes supo ocupar el espacio correcto en el momento apropiado y con la compañía precisa.
No piensen, sin embargo, que la resolución y la capacidad irreductible de esta castellana de armas tomar fueron el secreto de su éxito. Acunada por caballeros villanos y nobleza de medio pelo, Isabel fue recorriendo paso a paso un camino jalonado de cadáveres, muchos de ellos con difícil justificación. En primer lugar, su hermano, el pequeño de la casa, Alfonso llamado “El Inocente”, apestado en Cardeñosa a los quince años por unas fiebres que, según qué fuente maneje uno, habrían coincidido con los síntomas clásicos de haber ingerido arsénico. El segundo, su medio hermano y rey, Enrique IV de Castilla, enfrentado en armas contra ella, pereció en Madrid en 1474 también padeciendo fiebres, ijada y piedra, con síntomas semejantes a los de Alfonso, a decir de su hija, Juana Enríquez, permanentemente desacreditada ésta, no fuera a ser que la hija de Enrique IV fuera, en verdad, suya y el juramento que de Princesa de Asturias le hicieron las Cortes castellanas tuvieran validez alguna para desplazar a aquella Isabel del trono.
Por el contrario, muertos los hermanos y Juan Pacheco, el valido vil y tenaz, validado el matrimonio entre Isabel y su primo Fernando de Aragón con una bula falsa de Pablo II trajinada desde el señorío episcopal de Turégano, con el respaldo de la caballería villana que dominaba aquellas ciudades casi estados de la Castilla crepuscular, Isabel fue proclamada reina en la iglesia segoviana de San Miguel, sede del poder concejil durante siglos de repoblación y término, dos días después de que la diñara su hermano. Esa celeridad tan fructuosa en la proclamación, con un tufo más que evidente a previa preparación, puede apreciase en la magnífica presentación que de tal evento hizo el Maestro segoviano Carlos Muñoz de Pablos en el mural que protagoniza la sala de la galera del alcázar real.
Ahora bien, todos estos indicios que cuestionan la perfección de aquel evento trascendental de la historia universal, que no propia, son, como en tantas otras ocasiones, resultado de la construcción de un relato fundamentado en fuentes primarias alteradas. En efecto, la ya reina Isabel de Castilla contó con un batallón de cronistas favorecidos, capaces de distorsionar el pasado en la construcción de un relato histórico que hiciera inevitable el liderazgo de Isabel, por más que la historia cuestione, cuando menos, el cómo y el por qué. Desde las lisonjas que echaba a su aspecto Alonso de Flores al análisis facticio de su personalidad regalado por Lucio Marineo Sículo, una plétora de argumentos escritos por Andrés Bernáldez, Fernández de Oviedo, Hernando del Pulgar, Pedro Mártir de Anglería, fray Íñigo de Mendoza, Juan de Lucena, Gómez Manrique, Guicciardini y Castiglione o Galíndez, convirtieron postreramente a Isabel en un modelo de mujer a seguir, cima de la capacidad femenina contrastada y ejemplo inalcanzable para lo que habría de venir. Claro que, siendo honestos, Íñigo de Mendoza y Juan de Lucena dejaron bien claro que tanta virtud se debía al hombre que habitaba encerrado el cuerpo de doña Isabel de Castilla, siendo aquel el virago más famoso de la historia.
Por el contrario, el relato puede obrar justo lo opuesto, esto es, convertir a una mujer excepcional en un esperpento clásico, según lo describiera el gran Ramón María del Valle-Inclán. Reducida su capacidad de trascender a una única y superficial singularidad propia de esa imagen intrascendente que el relato histórico ha venido pergeñando de las mujeres, gigantes de la historia, que diría mi paisano Ricardo Fernández, quedan empequeñecidas para el presente, reducido su impacto histórico por esa debilidad miserable con que se tiende a asociar el poso femenino, verdadero transformador de la historia. Y, como segoviano que uno es, ninguna muestra mejor que aquella magnífica Isabel de Bobadilla y Arias Dávila, única gobernadora y capitana general que viera Cuba en su historia y, en realidad, todo aquel nuevo mundo administrado por europeos. Retoño del temible, trascendental y olvidado Pedro Arias Dávila e Isabel de Bobadilla y Peñalosa, hija de Francisco de Bobadilla, maestresala de la reina católica y sobrina de aquella doña Beatriz de Bobadilla a quien tanta prez entregaban las coplas y chascarrillos con el famoso “después de la reina de Castilla, la Bobadilla”; la otra Isabel, digo, la hija de la primera y alnada de la reina, Isabel de Bobadilla y Arias Dávila, apenas ha trascendido a su presente, más allá de la bochornosa leyenda de la espera al marido extraviado.
Desposada con el conquistador Hernando de Soto, protegido de su señor padre y compañero de Francisco de Pizarro en las azarosas aventuras por el Perú, la memoria de su esfuerzo y gobernación de Cuba, una vez hubo marchado aquel a la exploración y conquista de la Florida y el resto de un mundo ignoto, no pasa de la espera desesperada por un marido que nunca volvió. Asomada a la torre del castillo de la Habana se imaginaba el pueblo que nada sabe ni quiere saber a la Bobadilla; encaramada a un mástil enarbolado, la pobre esposa de Hernando de Soto languideció consumida por la obsesión de la pérdida, finando una vez pudo saber que de su esposo no regresaría ni el espíritu. Allí subida, agarrada a un poste, la congelaron en el tiempo los recuerdos relatados por una inmensidad de cubanos deseosos de no conocer su pasado, siendo su imagen perpetuada en aquella Giraldilla aún visible en la torre de la fortaleza.
Por debajo del relato, pisando fuerte y con justo garbo, la Bobadilla probablemente segoviana mantuvo en orden aquella frontera de la humanidad en que se habían convertido los territorios hoy americanos. Atenta a la buena y honesta gestión, la documentación formal, esas fuentes primarias tan reclamadas por mis Maestros, presentan una labor administrativa intachable, una mano fuerte en la gobernanza de Cuba y un recuerdo escrito de honesta y equilibrada funcionalidad. Demostrada la desaparición definitiva de Hernando de Soto, la Bobadilla segoviana hubo de partir hacia Castilla en 1555, después de cuatro años de administración intachable. Marchando con lo puesto, ya que su querido y perdido esposo había empeñado hasta las sábanas del ajuar para costear la expedición de conquista, Isabel llegó a Castilla empobrecida para acabar sus días se cree que 1546, apenas dos años después de llegar a Europa.