POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
La rutina, ya pasada la Feria, inundaba la ciudad. La víspera de San Miguel apenas ocurría nada en la urbe. Si acaso, que en el fielato de El Rollo se había decomisado un carro. Al parecer, solo transportaba una carga de panochas, pero los guardias encontraron debajo «unos cuantos pellejos de aceite», como informó el diario ‘El Tiempo’. No eran unos cuantos: eran treinta arrobas.
Entretanto, los huevos y las patatas escaseaban en las plazas y los pintores andaban de huelga porque apenas se defendían en los tajos; acababa la novena a la patrona del barrio de La Merced y se anunciaban los festejos de San Miguel; la plaza de toros programaba una corrida del Gallo, Sánchez Megías y Chicuelo.
Los periódicos se centraron en su edición del día 26 en el supuesto crimen de un procurador y en la avería del reloj de la Catedral, que llevaba tres jornadas parado. Contaba ‘El Liberal’ que «Murcia es quizá la única capital de provincia española que se encuentra sin reloj que marque la hora oficial».
La única incidencia a reseñar fueron los estruendosos cañonazos que despertaron a muchos murcianos apenas amanecía. Así se anunciaba la festividad de San Miguel, aunque algunos protestaron ante «tan desagradable forma de despertar», según ‘El Liberal’.
x. La tormenta, con gran aparato eléctrico, se mantuvo hasta la medianoche y anegó toda la ciudad. El aguacero se intensificó a la mañana siguiente y el río Guadalentín, como informó ‘El Tiempo’, «sufrió una crecida como no se recuerda otra».
Las tradicionales estampas de las lluvias septembrinas retornaron. Los ríos bajaban cuajados de cañas, árboles y animales muertos. Desde todos los extremos de la Región, llegaban a la capital informaciones preocupantes. De Lorca a Torre Pacheco, donde el agua derribó varias casas y otras amenazaban con desplomarse. Allí se registró la primera víctima: un lugareño que dormía la siesta cuando el techo se desplomó sobre él.
El temporal también inutilizó casi todas las líneas de ferrocarril, incluida la que llegaba desde Alicante o las que partían de Cartagena. La falta de correo terminó por incomunicar la ciudad. «Pasamos el día aislados del resto del mundo», lamentaba un redactor de ‘El Tiempo’.
El balcón del molino
Aunque lo peor estaba por llegar. El temido río Segura amenazaba, por enésima vez, con desbordarse. De hecho, sus aguas pronto alcanzaron dos metros y medio. Como en tantas otras ocasiones, existía un curioso indicador que disparaba las alarmas: que el caudal alcanzara el balconcillo del molino llamado de las 24 piedras. A media tarde, el agua creció otro metro y comenzó a inundar el mercado de ganado de los sotos y el parque Ruiz Hidalgo.
Las miradas también se centraron en los flamantes pantanos de Alfonso XIII y del Talave, el primero inaugurado en 1918 y el segundo al año siguiente. Ambos permitieron mantener un mayor caudal en el Segura, lo que ayudó a revitalizar la huerta. «Las vegas han estado este año exuberantes de vegetación como nunca lo estuvieron», reconocía ‘El Liberal’. De hecho, el aumento de producción alcanzó los cinco millones de pesetas de la época.
Las aportaciones de esos pantanos al río se habían suspendido apenas dos semanas antes de la riada. Para entonces, apenas tenían agua. Y eso, por fortuna, permitió que volvieran a llenarse, evitando así una tragedia de mayores proporciones. De no haber contenido los caudales, hubieran arrollado las cosechas íntegras de naranjas y limones, las patatas tardías y las habichuelas o la recolección de pimientos y otras hortalizas.
Similar situación se repitió en el pantano de Puentes, en Lorca, que también estaba vacío. Eso y el desvío de aguas hacia la rambla de Mazarrón, permitió que el Guadalentín contuviera su furia. Pero fue solo por unas horas, porque, tanto este cauce como sus afluentes, terminarían por desbordarse.
La persistencia de las lluvias cambió las primeras y halagüeñas impresiones. Por ejemplo, en la huerta murciana se perdió toda la cosecha de pimentón que permanecía al sol para secarse. Y otro tanto sucedió en los arrozales de Calasparra, donde el nivel del río superaba los cuatro metros sobre su caudal ordinario.
En Cartagena, el temporal, que los diarios describieron como «furioso», dejó la ciudad portuaria a oscuras y dos metros de agua en sus calles principales. «Las aguas arrastraban puertas, muebles y caballerías, yendo todo a parar al mar», lamentaba ‘El Liberal’. En el muelle Alfonso XII, varias personas apenas tuvieron tiempo de encaramarse a los árboles y a los postes del telégrafo para evitar ser arrastrados.
Mientras la riada alcanzaba el sagrario de la parroquia del Carmen, la fuerza de la tromba desenterró varios cadáveres en el cementerio de La Unión. Las primeras estimaciones elevaron a doce muertos las víctimas en toda la comarca.
A las tantas de la noche
La inundación permitió inmortalizar un detalle para la historia del periodismo murciano. El diario ‘El Liberal’ incluyó una nota de última hora que señalaba cómo el agua comenzaba a descender en la madrugada del 2 de octubre. La información evidencia el terrible horario laboral de los periodistas de la época: «A la hora en que escribimos estas líneas, las cuatro y veinte de la mañana…».
Los principales daños en Murcia se produjeron en las zonas de El Raal y Torreagüera, aunque no se registraron víctimas. Los murcianos se volcaron entonces en ayudar a Cartagena, la ciudad más afectada por las inundaciones. La primera medida fue la recolección y envío de un cargamento de patatas, así como de dos vagones de agua potable. La ciudad portuaria solicitaba auxilio al Gobierno central para afrontar la escasez. En Torre Pacheco, mientras tanto, se registraba un ciclón y la lluvia se convirtió en granizo. Cieza y Abarán amanecían anegadas y sus cosechas arrasadas. La tragedia mantendría bajo mínimos los campos murcianos durante muchos meses, acaso los justos para que nuevas riadas volvieran a evidenciar que el Segura, como advertían los huertanos, «saca sus escrituras» de tanto en vez.
Fuente: https://www.laverdad.es/