POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Se suele decir que los hijos dan sentido a la vida; que su existencia justifica todos los esfuerzos y que, en definitiva, son la sal que alegra este guiso. Preocupados por su bienestar, pasa media crónica personal entre disgustos y alegrías encaramadas a su experiencia, que no la propia, viendo cómo la vida pasa gastada entre los sudores y empeños de la esperanza en su juventud bien empleada. Alimentados de sus éxitos y fracasos, pasamos a un segundo plano, viendo las oportunidades pasar en batería, tratando de que otro que no somos nosotros entienda la trascendencia del momento, agarrando aquel tren que ha de llevarlos a un éxito asegurado. Entre desengaños de las amistades, los amores adolescentes, estudios encallados, universidades soñadas, viajes pagados a golpe de riñón maternal, egoísmos generacionales, modas identitarias, nuevas costumbres y pasajeras formas de comportamiento, el penar del adulto se infantiliza hasta olvidar el sentido común y la necesidad de realización de generaciones gastadas a golpe de consolidación de juventudes siempre perdidas. Atosigando profesoras y maestros, organizadores, jurados, árbitros y jueces de cualquier circunstancia que implique un éxito propio en cabeza ajena y, en consecuencia, despreocupada del esfuerzo que lleva al triunfo, puesto que, al final, son los progenitores los que andan ese camino, se han venido construyendo generaciones cada vez más indolentes, convencidas de que la consecución de los anhelos es algo inherente a la propia existencia y que el fracaso, verdadero aditamento de cualquier experiencia vital que se precie, no debe ser experimentado. Al fin y al cabo, hemos nacido para triunfar y perder, aunque sea un pasito atrás, y eso no cabe en esta composición de memoria que se entrega a la descendencia mal equilibrada.
He de suponer que esto de buscar lo perdido en la vida de los otros es una constante que empieza a transmutarse en contingente desde hace apenas una generación y media. Así, convencidos de la victoria de los hijos, los progenitores no entienden otro horizonte posible en esta sociedad pagada por la mentira envuelta en patrañas institucionalizadas. Sin embargo, la historia está más que repleta de ejemplos con hijos que decepcionan a los padres no por estar aquellos infantilmente idiotizados como nos sucede a los presentes, sino por contravenir todo aquello que por ellos se hizo. Si esta vida se puede describir como una decepción generacional, en términos históricos, acerca de aquellos que la han protagonizado, el ejemplo es constante y, como el cambio al que nos somete la realidad, evidente.
Sin ir muy lejos, tan solo en los jefes del Estado que han pasado por este Real Sitio, la situación de choque generacional e incumplimiento de la esperanza albergada por los progenitores, el corolario podría ser casi eterno, como esa decepción a la que me estoy refiriendo. Empezando por Felipe V, quien tuvo la feliz idea de levantar una segunda corte en este Paraíso y poder asaltar el trono francés. Maquinando una componenda a tres o cuatro bandas, acabó retomando el trono español para quedarse en este terruño paleto y sin encanto cortesano porque a su condenado hijo le dio por pillar un tabardillo trufado de viruelas y palmarla a los ocho meses de ser coronado, hace trescientos años este mes de agosto. A quién se le ocurre, pensaría el primer Borbón coronado en España, palmarla en su primer año de reinado. Si es que no se puede confiar en niños para hacer las cosas de los mayores, que habría dicho Carlos III. Este, convencido de que su mejor hijo era el infantito Gabriel, no tuvo los arrestos para relegar al hijo mayor, Carlos de Borbón y Sajonia, y dejar la corona española en otro que no tuviera esa cara de relojero incompetente, tan bien esbozada por Goya en un retrato del alma más que del rostro. Seguro de que el príncipe era de todo menos agradable en la confianza, le construyó una casita a dos kilómetros y medio de su palacio real en San Ildefonso, no fuera a tener que compartir con semejante pavisoso algo más que las ceremonias trascendentales. Aquella deliciosa Casita del Príncipe del Robledo junto a la viborera del río Valsaín a la umbría del puente de Santa Cecilia, al igual que el reinado del ínclito Carlos IV, quedó en nada, privatizada y perdida toda la solemnidad histórica que suele desvestirse en el momento de monetizar el patrimonio histórico.
Felipe II, por su parte, en el igualmente perdido escenario del infausto palacio de Valsaín, hubo de soportar un hijo, más que díscolo, perdido en la debilidad que procrear con la parentela produce. El príncipe Carlos de Austria, garante de una dinastía confundida y metida en percales que poco o nada importaban a los reinos peninsulares, causa principal de su desgaste, pérdida y decadencia, rompió la confianza, si una vez la tuvo, en el futuro halagüeño de los vástagos. Tras el fallecimiento del primogénito en el alcázar de Madrid, no fue de extrañar que aquel rey tan poco prudente dejara de confiar en las dos grandiosas hijas que le regaló Isabel de Valois, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, la primera de ellas nacida en este Paraíso, para con el último descendiente, aquel que llegaría a ser Felipe III, acertar en lo de acabar con el linaje, la familia, la honra del liderazgo y hasta la decencia política.
Algo así entiendo yo que pensaría el último de mis paisanos en la línea monárquica atormentada por los hijos. Aquel Juan de Borbón y Battenberg seguro que sintió un estremecimiento en sus tatuajes cuando el hijo entró en el juego de la nueva monarquía pergeñado por el dictador, esa que surgió antes de la democracia y hubo de ser apuntalada por una constitución posterior que hacía previa la jefatura del Estado, sin someter nada de aquello al debate parlamentario. Mientras acompañaba el ya príncipe al dictador en las celebraciones del golpe de estado en el palacio real de San Ildefonso, me pregunto si no sentiría aquel Borbón de La Granja ganas de una buena revolución que pusiera al hijo en el sitio que le correspondía y al dictador ya caduco, en su casa del Ferrol.
Después de todo, queridos lectores, es el dolor que provocan los hijos lo que más hace sufrir a quien lo padece y su sola mención nos convierte a todos los vivientes en cófrades de una hermandad miserable y eterna de sufrimiento insostenible e imperecedero, esa condenada parroquia contra la cuál no hay historia alguna que prepare.