POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Nunca pensé que el adverbio de tiempo ¿cuándo?, iba a ser mi fiel compañero de viaje y de recuerdos.
Mi joven amigo, Carlos Chevalier, después de leer el artículo Idílica excursión por la ribera del río Guadalquivir, publicado en la revista de san Isidro 2005, me animaba hace unos meses a que escribiera también sobre historias más recientes del pueblo; hasta ahora yo había prestado poca atención a la proximidad en el tiempo, por ser una época que está presente en mis contemporáneos y la recordarán como yo. No obstante, para defenderme de la sugerencia le dije que eso tendría poco interés y calado entre mis amigos, y me contestó: que no era así, sobre todo para los que viven fuera de Villa del Río; y te digo esto, porque tú seguramente no sabes lo que es leer algo tan íntimo de tu tierra a treinta metros de profundidad encerrado en un vagón del metro por Madrid. Continuó: ¡Cuando vives esta experiencia, se te pone el vello de punta, sales calenturiento a la superficie, y sin pensártelo te encuentras ante la barra de un bar con una bebida refrescante ante ti, para que te refrigere el calor que sale de la caldera del cuerpo; su lectura, te ha puesto nostálgico y sudoroso. Entonces recuerdas muchos detalles de la vida que dejaste atrás!
Sí, que lo sé, le contesté. Yo también he vivido esa experiencia amigo Carlos.
Transcurría el verano del año 1950 cuando una soleada tarde de verano, al anochecer, tomaba yo en la estación de ferrocarriles, un correo que iba a Madrid, con una maleta de madera, un billete de tren y escasos dineros. Fueron a despedirme mis hermanos pequeños Luis y Juan, que se quedaron en el andén diciéndome adiós entre el gentío mientras la marcha nos separaba. Yo no había salido nunca de casa, y me fui para estudiar; a preparar unas oposiciones, en busca de un puesto de trabajo.
Cuando salí de mi pueblo por primera vez, yo era casi un crío, 18 años recién cumplidos, y me dejaba atrás: familia, amigos, rincones íntimos y, una puesta de sol impresionante bebiendo agua del Guadalquivir que, desde occidente lanzaba sus últimos rayos sobre el pueblo y penetraba en los vagones. En el viaje no dormí nada, iba sólo con mis recuerdos, no conocía a nadie del departamento, y tenía que vigilar la maleta; esto me proporcionó la ocasión de ver las estaciones de Espeluy, Baeza, los accidentes orográficos de Despeñaperros, y la estación de Alcázar de San Juan (donde pasaría después siete años de mi juventud), y la fértil y verde vega de Aranjuez.
Llegado a Madrid, todo me era nuevo, grandioso, y yo quedaba perplejo al contemplar: sus calles, avenidas, plazas, monumentos, fachadas de cines y teatros, etc. Me sentaba en un banco del Retiro y teniendo como escenario la Puerta de Alcalá, a mi lo que se me representaban eran las imágenes de mi casa, de mi infancia, y las puestas de sol vistas desde las Aceñas, a donde iba a bañarme.
Para complacerte amigo Carlos, evocaré ahora alguno de mis recuerdos, y si mi memoria no me falla me remontaré a la década 1940/50, pues los años siguientes están mediatizados por mi estancia fuera de Villa del Río.
Cuando asistía al Colegio de Religiosas, donde aprendí mis primeras letras, y a los Grupos Escolares, donde completé la enseñanza de entonces.
Del horno de la panadería de Antonio Córdoba, llegaban a través del patio el olor de las especias para las perrunas, pestiños, etc.
– Cuando “Alfonso el Pajita” nos llevaba al río, al paso de las Aceñas, para que aprendiéramos a nadar con el cuerpo atado a una soga, y a caballo a las romerías de la Fuensanta y san Isidro.
– Cuando íbamos al cine de verano “Parque Recreativo” a ver películas de acción, y teníamos que llevar sillas si queríamos estar sentados, y al de “Malori”.
– Cuando íbamos a dormir a la era de mi abuela paterna; durante la tarde nos subíamos a los trillos, y por las noches contemplábamos panza arriba las estrellas y las constelaciones mientras los grillos rompían el silencio y los gallos nos despertaban al amanecer.
– Cuando llegada la noche entraban en el pueblo los carros cargados de trigo y de paja.
– Cuando comíamos las espigas de trigo y las moras blancas y rojas de las moreras que jalonaban la carretera.
– Cuando corríamos y jugábamos a la pelota en el Paseo de los Lirios y en las eras.
– Cuando íbamos a comprar “leche barata” de las piaras de cabras y ovejas a la Colonia.
– Cuando poníamos pinchos de alambre en los carriles de la vía y los retirábamos aplastados.
– Cuando jugábamos al repullo, a la pítili, a las bolas y al corro, en medio de las calles
– Cuando subíamos en la barca para cruzar el río y sentías el oleaje que producía la venida del agua, desde los pies a la cabeza.
– Cuando bajábamos ramón de los olivos, por el camino del cerro Morrión para la fiesta de la Candelaria.
– Cuando asistíamos a las procesiones del Hábeas con ramas de olivo, y la calle estaba poblada de juncos y juncia; y a las de Semana Santa, y al Viático de enfermos.
– Cuando en los mostradores de las tabernas de Pinilla en la calle San Roque, de Tomás Milagros, en el Puente Montoso, de Juan Miguel y de Antonio Mantas, se exponían bandejas de zorzales fritos con un color tostado y un olor penetrante.
– Cuando salían de los fogones de leña de olivo de la cocina de mi casa, troceados y fritos los conejos y aquellas carnes tiernas de chivos criados en las piaras de Juan Marchal, que iban regando de olor a especias culinarias el local, para celebrar los tratantes y compradores la venta de mulos, tierras u olivos, etc., etc.
Son muchas las evocadoras escenas que me vienen a la memoria, amigo Carlos, de este pueblo idealizado y amado por sus hijos, que irradia amor y comprensión desde su altura auspiciada por la Patrona; que se desparrama hasta el cauce del caudaloso Guadalquivir y que, en sus calles y plazas pasearon y dejaron sus huellas insignes personalidades que con su noble comportamiento lo engrandecieron.