POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Conocí a Enrique Seijas un año lejano, de cuya fecha exacta no sé dar fe. Coincidimos como ponentes en un curso de religiosidad popular en Andujar. Dicen que los seres humanos somos pura química. A mi me parece que no. Somos alma. Sobre todo eso. Lo que me ganó de Enrique fue su alma. De hecho nos unió otro amigo que destilaba alma y que precedió a Enrique en el camino a la otra orilla, Juan Machado.
Pienso que vivir la ausencia de los amigos que se van deja heridas que nunca cicatrizan. Por eso digo que no somos química. Si lo fuéramos habría medicinas para anestesiar el alma. Pero esa pócima ni se compra ni se vende. Nada puede curar el pellizco que nos muerde cuando recordamos a los que quisimos y ya no están. Por eso intentamos no recordar. Pero tampoco hay pomadas para frenar el recuerdo.
A mi no me gusta las necrológicas. Me resisto a escribirlas. Creo que eso me pasa porque soy cobarde. Porque temo al dolor. Porque la pena me derrota, me anula. Luego, ya puesta, al recordar ese ayer amargo, viene otra sensación peor: la rabia, la rebeldía, incluso la ira. ¿Quién y con qué derecho nos arranca antes del tiempo debido a los mejores? Preguntar al viento es absurdo. Por eso los humanos preguntamos al Dios en quien no creemos. Él raramente responde. Y el dolor sigue. Y nosotros nos sublevamos. Y de la sublevación nace otro dolor en una espiral inútil, absurda, en esas horas hechas de mil silencios. Y así, a tropezones, vamos tirando del carro de la vida, viendo como los amigos que más queremos nos abandonan sin despedirse siquiera; sin decirnos a donde van ni en qué lugar los volveremos a ver.
Enrique Seijas fue un hombre bueno, que no es lo mismo que un buen hombre. Enrique creía en lo que predicaba, y predicó siempre más con obras que con palabras. Enrique era un amigo que estaba siempre cerca por muy lejos que se marchara. Enrique me parecía a mí un niño grande construido con trozos de cristales de colores, que a veces asomaban tras sus gafas. A Enrique se le iluminaba la mirada cuando hablaba de su familia y rejuvenecía al envejecer cargado de ilusiones y de versos en los bolsillos. Enrique era un poeta. Era un periodista de los que quedan pocos. Era un cristiano sin envoltorios de plata. Era un humanista de los que saben que la caridad es justicia social. A Enrique los días se le hacia cortos porque era muy largo lo que le quedaba por hacer. Enrique dedicaba el tiempo que su jubilación le regaló a regalarlo a los demás. Pero su tiempo era breve. Demasiado breve. Yo lo vi subir muchas veces las viejas escaleras de San Nicolás de Granada el día de San Juan del año pasado: acompañaba con paciencia infinita a los turistas despistados que dejaban un donativo para restaurar esta iglesia a cambio de ver Granada tras unas campanas mudas. Aquel día de san Juan Enrique se movía como un gamo por las angosturas de una iglesia destruida, testigo de la sinrazón de nuestra última locura colectiva, la guerra civil. Allí, armado de ideales y paciencia, le vi hacer de cicerone sin sueldo con cualquiera que quisiera oír la historia que duerme a los pies de la Alhambra. Mi marido y yo vivimos es fin de semana, en la casa de Jaén de Granada, el regalo de una tarde-noche de pláticas con Enrique y su Beatriz. Vivimos en el Albaizín un domingo sin zapatos nuevos, sin urgencias; el último fin de semana de Enrique Seijas en la Granada que lo adoptó. Aquel día, tras la sobremesa, bajamos en el microbús que une dos mundos. En ese viaje retraté a Enrique por última vez. Él colgó la foto en Facebook, con un mensaje, que era una llamada a nuestro próximo encuentro, en Úbeda, cuando septiembre vuelve amarillos los membrillos. No pudo ser porque su corazón grande se rompió pronto en trozos pequeños. Así Enrique se nos fue a la otra orilla. Y allí lo imagino aún, de pie, aferrado a la barra del autobús, posando para la eternidad, con su cara de niño bueno; con los bolsillos llenos versos y calderilla para restaurar san Nicolás. Querido Enrique: ahora sabes que tu vida tuvo sentido, y que ese es el mejor epitafio en un mundo tan vació como el presente. Un beso, y cuídanos.